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Myron comenzó a hablar. Como siempre, Win parecía no escuchar. Ni siquiera miró en su dirección; sus ojos recorrían las calles en busca de mujeres hermosas. Y el centro de Manhattan durante las horas de trabajo estaba lleno de ellas. Vestían trajes chaqueta, blusas de seda y zapatillas Reebok blancas. De vez en cuando Win obsequiaba a una con una sonrisa; y a diferencia de casi cualquier otro neoyorquino, a menudo recibía otra como respuesta.

Cuando Myron le dijo que haría de guardaespaldas de Brenda Slaughter, Win se detuvo de pronto y comenzó a cantar: «AND I-I-I-I-I-I WILL ALWAYS LOVE YOU-OU-OU-OU-OU-OU-OU».

Myron lo observó. Win se interrumpió, recompuso la expresión y continuó caminando.

– Cuando lo canto -dijo Win-, es casi como si Whitney Houston estuviese en la habitación.

– Sí -dijo Myron-, es lo que me había parecido.

– ¿Cuál es el interés de los Ache en este asunto?

– No lo sé.

– Quizá TruPro sólo quiere representarla.

– Bastante improbable. Puede proporcionar algunas ganancias, pero no es un bocado tan suculento.

Win asintió. Caminaron en dirección este por la calle 50.

– El joven FJ podría representar un problema.

– ¿Lo conoces?

– Un poco. Tiene una historia un tanto intrigante. Su papaíto lo preparó para que se comportase de forma legal. Lo envió a Lawrenceville, después a Princeton, y por último a Harvard. Ahora se está introduciendo en el negocio de representar deportistas.

– Pero…

– Pero le molesta. Todavía es el hijo de Frank Ache y por lo tanto quiere su aprobación. Necesita demostrar que, a pesar de su buena crianza, todavía es un tío duro. Peor aún, genéticamente es el hijo de Frank Ache. ¿Mi opinión? Si indagas un poco en la infancia de FJ, te encontrarás con muchas arañas sin patas y moscas sin alas.

Myron sacudió la cabeza.

– Está claro que eso no es muy bueno.

Win no dijo nada. Llegaron al Lock-Horne e Building en la calle 47. Myron salió del ascensor en el piso doce. Win permaneció en él, su despacho estaba dos pisos más arriba. Cuando Myron miró hacia la mesa de la recepción -el lugar donde Esperanza se sentaba habitualmente- casi dio un paso atrás. Big Cyndi lo miraba en silencio. Era demasiado grande para la mesa -en realidad, demasiado grande para el edificio-; la mesa se balanceaba sobre sus rodillas. Su maquillaje podía ser calificado de «demasiado exótico» por los integrantes de Kiss. Llevaba el pelo corto y teñido de color verde alga. La camiseta tenía las mangas rasgadas, para dejar a la vista unos bíceps del tamaño de pelotas de baloncesto.

Myron le dirigió un saludo tímido.

– Hola, Cyndi.

– Hola, señor Bolitar.

Big Cyndi medía un metro noventa y seis, pesaba ciento cincuenta kilos y había sido la compañera de equipo de Esperanza en la lucha libre, conocida en el cuadrilátero como Mamá Gran Jefe. Durante años Myron sólo la había oído gruñir, nunca hablar. Pero al parecer era capaz de modular su voz. Cuando trabajaba como gorila en el Leather-N-Lust en la calle 10, utilizaba un acento que hacía que Arnold Schwarzenegger sonase como una de las hermanas Gabor. Ahora mismo estaba haciendo su interpretación de la alegre Mary Richards no descafeinada.

– ¿Está aquí Esperanza? -preguntó él.

– La señorita Díaz está en el despacho del señor Bolitar.

Ella le sonrió. Myron intentó no encogerse. Olviden lo que dijo de Frank Ache; esta sonrisa hizo que le doliesen los empastes.

Se disculpó y fue a su despacho. Esperanza estaba en su mesa, hablaba por teléfono. Vestía una blusa amarillo brillante que resaltaba su piel morena y que siempre le hacía pensar en estrellas reflejándose en el agua tibia de la bahía de Amalfi. Ella lo miró, le hizo un gesto levantando un dedo para que le diese un minuto. Era una perspectiva interesante ver lo que los clientes y los patrocinadores veían cuando estaban en su despacho. Los pósters de los musicales de Broadway detrás de su silla eran demasiado desesperantes. Como si él intentase ser irreverente sólo por la irreverencia.

Cuando acabó la llamada, Esperanza dijo:

– Llegas tarde.

– Frank Ache quería verme.

Ella se cruzó de brazos.

– ¿Necesitaba un cuarto jugador para su partida de canasta?

– Quería información sobre Brenda Slaughter.

Esperanza asintió.

– Así que tenemos problemas.

– Quizá.

– Déjala.

– No.

Ella lo miró con ojos inexpresivos.

– Tatúame la palabra «sorprendida».

– ¿Has encontrado algo sobre Horace Slaughter?

Esperanza cogió una hoja de papel.

– Horace Slaughter. Ninguna de sus tarjetas de crédito se ha utilizado en la última semana. Tenía una cuenta en el Newark Fidelity. Saldo: cero dólares.

– ¿Cero?

– La vació.

– ¿Cuánto?

– Once mil. En efectivo.

Myron soltó un silbido y se echó hacia atrás.

– Por lo tanto, está claro que pensaba largarse. Encaja con lo que vimos en el apartamento.

– Ajá.

– Tengo un asunto aún más difícil para ti -dijo Myron-. Su esposa, Anita Slaughter.

– ¿Todavía están casados?

– No lo sé. Quizá legalmente. Ella se fugó hace veinte años. No creo que alguna vez se hayan tomado la molestia de divorciarse. Esperanza frunció el entrecejo.

– ¿Dijiste veinte años atrás?

– Sí. Al parecer nadie la ha vuelto a ver desde entonces.

– ¿Qué es exactamente lo que estamos buscando?

– En dos palabras: a ella.

– ¿No sabes dónde está?

– Ni una sola pista. Como dije, lleva desaparecida desde hace veinte años.

Esperanza aguardó un segundo.

– Podría estar muerta.

– Lo sé.

– Si ha conseguido permanecer oculta todo este tiempo, es probable que haya cambiado de nombre. O abandonado el país.

– Correcto.

– No debe haber muchos registros, si es que hay alguno, de hace veinte años. Desde luego nada en el ordenador.

Myron sonrió.

– ¿No te pone frenética cuando te lo pongo tan fácil?

– Ya sé que sólo soy una miserable ayudante…

– No eres mi miserable ayudante.

Ella lo miró.

– Tampoco soy tu socia.

Eso lo hizo callar.

– Soy consciente de que sólo soy tu miserable ayudante -repitió ella-, ¿pero de verdad tenemos tiempo para ocuparnos de esta mierda?

– Sólo haz una búsqueda rutinaria. Mira a ver si tenemos suerte.

– De acuerdo. -Su tono era como el de una puerta que cierra-. Pero tenemos otras cosas que discutir.

– Dispara.

– El contrato de Milner. No quieren renegociarlo.

Analizaron el tema Milner, discutieron un poco más, desarrollaron y afinaron una estrategia, y después llegaron a la conclusión de que su estrategia no funcionaría. Detrás de ellos, Myron oyó cómo comenzaban las obras. Estaban quitando espacio a la sala de espera y la sala de reuniones para hacer el despacho privado que ocuparía Esperanza.

Después de unos pocos minutos, Esperanza se detuvo y lo miró.

– ¿Qué? -preguntó Myron.

– Vas a seguir con esto hasta el final -respondió Esperanza-. Vas a buscar a sus padres.

– Su padre es un viejo amigo mío.

– Jesús, por favor no me digas: «Se lo debo».

– No es sólo eso. Es un buen negocio.

– No es un buen negocio. Estás fuera de la oficina mucho tiempo. Los clientes quieren hablar contigo en persona. También los patrocinadores.

– Tengo mi móvil.

Esperanza negó con la cabeza.

– No podemos continuar de esta manera.

– ¿De qué manera?

– Si no me haces socia, me largo.

– No me vengas con esas ahora, Esperanza. Por favor.

– Ya lo estás haciendo de nuevo.

– ¿Qué?