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Las poses eran atrevidas, y era obvio que a Brenda le incomodaban. No así a Ted. Se movía y la miraba con lo que suponía era la mirada de la más ardiente sexualidad. En dos ocasiones Brenda fue incapaz de aguantarse y se le rió en la cara. Myron todavía odiaba a Ted, pero Brenda comenzaba a gustarle cada vez más.

Sacó el móvil y marcó el número privado de Win. Éste era un importante consultor financiero en Lock-Horne Securities, una antigua firma financiera que ya vendía valores de renta variable a bordo del Mayflower. Su despacho estaba en el Lock-Horne e Building, en Park Avenue y la 47, en el centro de Manhattan. Myron alquilaba un despacho allí. Un agente deportivo en Park Avenue; eso sí que era clase.

Después de tres timbrazos, el contestador automático se puso en marcha. El insoportable acento de superioridad de Win dijo: «Cuelgue sin dejar un mensaje y muérase». Bip. Myron meneó la cabeza, sonrió, y, como siempre, dejó un mensaje.

Cortó y marcó el número de su despacho. Respondió Esperanza.

– MB SportsReps.

La M correspondía a Myron, la B a Bolitar, SportsReps porque era representante de deportistas. El nombre se le había ocurrido a él solito, sin la ayuda de ningún profesional de marketing. Pero a pesar del ello, Myron continuaba mostrándose humilde.

– ¿Algún mensaje? -preguntó.

– Más o menos un millón.

– ¿Alguno crucial?

– Greenspan quería tu opinión sobre el aumento de los tipos de interés. Aparte de eso, nada más. -Esperanza, siempre tan lista-. ¿Qué quería Norm?

Esperanza Díaz -la «española lista» en palabras de Norm- llevaba en MB SportsReps desde su creación. Antes había sido luchadora profesional con el apodo de la «Pequeña Pocahontas»; para decirlo de forma sencilla, llevaba un bikini que recordaba al de Raquel Welch en la película Hace un millón de años y luchaba con otras mujeres delante de una horda que babeaba. Esperanza consideraba el cambio de su carrera como representante de deportistas como un paso atrás.

– Tiene que ver con Brenda Slaughter -comenzó Myron.

– ¿La jugadora de baloncesto?

– Sí.

– La he visto jugar un par de veces -comentó Esperanza-. En televisión se la ve estupenda.

– También en persona.

Hubo una pausa. Después Esperanza preguntó:

– ¿Crees que participa del amor de nombre impronunciable?

– ¿Eh?

– ¿Se mueve hacia las mujeres?

– Vaya -dijo Myron-. Me olvidé de mirar si tenía el tatuaje.

Las preferencias sexuales de Esperanza cambiaban como las de un político en un año sin elecciones. En estos momentos parecía haberse decantado por el sexo masculino, pero Myron suponía que era una de las ventajas de la bisexualidad: amar a todos. Él no tenía ningún problema al respecto. En el instituto había salido casi exclusivamente con chicas bisexuales.

– No importa -afirmó Esperanza-. En realidad me gusta David. -Su actual novio. No duraría-. Pero tienes que admitirlo, Brenda Slaughter está como un tren.

– Admitido.

– Puede ser divertida para una noche o dos.

Myron asintió al teléfono. Un hombre de menor categoría podría haber imaginado unas cuantas imágenes exclusivas de la ágil belleza española en las garras de la pasión con la extraordinaria amazona negra del sostén deportivo. Pero no Myron. Demasiado mundano.

– Norm quiere que la vigilemos -explicó Myron.

La puso al corriente. Cuando acabó, la oyó soltar un suspiro.

– ¿Qué? -preguntó.

– Por Dios, Myron, ¿somos representantes o de la agencia Pinkerton?

– Es para conseguir clientes.

– No te lo crees ni tú.

– ¿Qué demonios significa eso?

– Nada. ¿Qué quieres que haga?

– Su padre ha desaparecido. Su nombre es Horace Slaughter. A ver qué puedes averiguar sobre él.

– Voy a necesitar ayuda.

Myron se frotó los ojos.

– Creía que íbamos a contratar a alguien permanente.

– ¿Y quién tiene tiempo?

Silencio.

– Bien -dijo Myron. Suspiró-. Llama a Big Cyndi. Pero hazle saber que sólo está a prueba.

– Vale.

– Y si entra algún cliente, quiero que Cyndi se esconda en mi despacho.

– Sí, vale, lo que tú quieras.

Colgó el teléfono.

Cuando acabó la sesión fotográfica, Brenda Slaughter se le acercó.

– ¿Dónde vive ahora tu padre? -preguntó Myron.

– En el mismo lugar.

– ¿Has estado allí desde que desapareció?

– No.

– Entonces comenzaremos por allí.

3

Newark. Nueva Jersey. La parte mala. Casi una redundancia.

Decadencia era la primera palabra que venía a la mente. Los edificios estaban más que ruinosos; en realidad se estaban cayendo, derretidos por una especie de ácido. Aquí la renovación urbana era un concepto tan conocido como el del viaje en el tiempo. El entorno se parecía más a un noticiario de guerra -Frankfurt después del bombardeo aliado- que a un lugar habitable.

El vecindario se veía incluso peor de lo que recordaba. Cuando Myron era un adolescente, él y su padre habían circulado por esas mismas calles; incluso las puertas del coche parecían cerrarse de pronto como si notasen el inminente peligro. El rostro de su padre se tensaba. «Un retrete», solía murmurar. Su padre había crecido no muy lejos de allí, pero de eso hacía ya mucho tiempo. Él era el hombre que Myron amaba e idolatraba por encima de cualquier otro, el alma más amable que había conocido, y ahora apenas si podía contener la furia. «Mira lo que han hecho con el viejo barrio», decía.

Mira lo que han hecho.

Ellos.

El Ford Taurus de Myron pasó a poca velocidad junto a la vieja cancha. Los rostros negros lo miraron con furia. Estaban jugando cinco contra cinco con muchísimos chicos tumbados a los costados a la espera de enfrentarse a los vencedores. Las zapatillas baratas de los tiempos de Myron -Thom McAn, Keds o Kmart- habían sido reemplazadas por otras de más de cien dólares que los chicos de ahora a duras penas podían pagar. Sintió una punzada. Le hubiese gustado adoptar una postura noble sobre el tema -la corrupción de los valores, el materialismo y cosas por el estilo- pero era un agente deportivo que ganaba dinero con la publicidad de artículos deportivos, y eso pagaba parte de su comida. No se sentía bien al respecto, pero tampoco quería ser un hipócrita.

Ya nadie llevaba pantalón corto. Todos los chicos vestían tejanos azules o negros que apenas si enganchaban por encima del trasero, algo así como un payaso de circo que busca ganarse otra carcajada. La cintura bajaba por las nalgas para dejar a la vista los calzoncillos de diseño. Myron no quería parecer un vejete, quejándose por los gustos de las jóvenes generaciones, pero estos hacían que los pantalones acampanados y los zuecos pareciesen prácticos. ¿Cómo podías jugar bien si tenías que detenerte continuamente para subirte los pantalones?

Pero el mayor cambio estaba en las miradas. Myron se había asustado la primera vez que vino a estas canchas con quince años, cuando estudiaba en el instituto, pero sabía que si quería pasar al siguiente nivel, tenía que enfrentarse a los mejores competidores. Eso significaba jugar aquí. Al principio no había sido bienvenido. Ni mucho menos. Pero las miradas de curiosa animosidad que había recibido entonces no eran nada comparado con las miradas asesinas de estos chicos. Su odio era desnudo, en primera fila, cargado con una fría resignación. Resulta cursi decirlo, pero entonces -menos de veinte años atrás- se trataba de algo diferente. Quizás había más esperanzas. Difícil decirlo.

Como si le hubiese leído el pensamiento, Brenda dijo:

– Yo ya no vengo a jugar por aquí.