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Las lágrimas corrían por el rostro de Arthur. No hizo nada por detenerlas.

– Horace nunca lo supo, ¿no es así? -prosiguió Myron.

Arthur meneó la cabeza.

– Anita se quedó embarazada al principio de nuestra relación. Pero Brenda nació con la piel lo bastante oscura como para no llamar la atención. Anita insistió en que lo mantuviésemos en secreto. No quería ver a nuestra hija estigmatizada. Además, tampoco quería que creciese en esta casa. Lo comprendí.

– ¿Entonces qué pasó con Horace? ¿Por qué llamó después de veinte años?

– Fueron los Ache, que intentaban ayudar a Davison. De alguna manera se enteraron del dinero de las becas. Creo que por uno de los abogados. Querían causarme problemas en la campaña. Así que se lo dijeron a Slaughter. Creyeron que se mostraría codicioso e iría a por el dinero.

– Pero a él no le importaba el dinero -dijo Myron-. Quería encontrar a Anita.

– Sí. Me llamó varias veces. Vino a las oficinas de campaña. No quería olvidar el tema. Así que hice que Sam lo desilusionase.

La sangre en la taquilla.

– ¿Le dieron una paliza?

Arthur asintió.

– Pero no muy fuerte. Quería asustarlo, no herirlo. Hace mucho tiempo Anita me hizo prometer que nunca le haría daño. Hice todo lo posible por mantener la promesa.

– ¿Se suponía que Sam debía vigilarle?

– Sí. Para asegurarnos de que no causaría más problemas. Y, no sé, quizá tenía la ilusión de que encontraría a Anita.

– Pero escapó.

– Sí.

Tenía sentido, se dijo Myron. A Horace le habían roto la nariz. Había ido al hospital de San Barnabás después de la paliza. Se había limpiado. Sam le había asustado, de acuerdo, pero sólo lo suficiente para convencer a Horace de que debía ocultarse. Así que vació la cuenta y desapareció. Sam y Mario lo buscaron. Siguieron a Brenda. Visitaron a Mabel Edwards y la amenazaron. Escucharon las grabaciones de las llamadas telefónicas. Horace por fin la llamó. ¿Y entonces?

– Usted mató a Horace.

– No. Nunca lo encontramos.

Un agujero, pensó Myron. Aún quedaban unos cuantos que no había tapado.

– Pero hizo que su gente hiciese las crípticas llamadas a Brenda.

– Sólo para ver si ella sabía dónde estaba Anita. Las otras llamadas, las amenazadoras, las hicieron los Ache. Querían encontrar a Horace y que formalizase el contrato antes del partido inaugural.

Myron asintió. De nuevo tenía sentido. Se volvió y miró a Chance. Chance le sostuvo la mirada. Mostraba una pequeña sonrisa en su rostro.

– ¿Va a decírselo, Chance?

Chance se levantó para mantener un cara-a-cara con Myron.

– Es hombre muerto -dijo, casi en tono burlón-. Lo único que ha hecho aquí es cavar su propia tumba.

– ¿Va a decírselo, Chance?

– No, Myron. -Señaló las tijeras de podar y se acercó más-. Voy a mirar cómo sufre y después muere.

Myron echó la cabeza hacia atrás y después descargó un golpe de lleno con la frente en la nariz de Chance. Contuvo un poco el impulso en el último momento. Si le pegabas con la cabeza con toda la fuerza, podías matar a una persona. La cabeza es pesada y dura; la cara que recibe el golpe no es ninguna de las dos cosas. Imagínense a una bola de acero que va hacia el nido de un pájaro.

Así y todo, el golpe fue efectivo. La nariz de Chance hizo el equivalente a una separación de las piernas en la gimnasia artística. Myron sintió algo caliente y pegajoso en el pelo. Chance cayó hacia atrás. La sangre manaba de la nariz como de un surtidor. Sus ojos estaban muy abiertos y asombrados. Nadie corrió en su ayuda. De hecho, Sam parecía sonreír.

Myron se volvió hacia Arthur.

– Chance sabía de su aventura, ¿no?

– Sí, por supuesto.

– ¿También sabía de sus planes para fugarse?

Esta vez la respuesta tardó más.

– Sí. Pero ¿qué tiene eso de particular?

– Chance le ha estado mintiendo desde hace veinte años. También Sam.

– ¿Qué?

– Acabo de hablar con el detective Wickner. Él estaba allí aquella noche. No sé qué pasó exactamente. Tampoco él. Pero vio a Sam llevarse a Anita del Holiday Inn. Y vio a Chance en el coche.

Arthur miró furioso a su hermano.

– ¿Chance?

– Está mintiendo.

Arthur sacó un arma y apuntó a su hermano.

– Dímelo.

Chance aún intentaba contener el flujo de sangre.

– ¿A quién vas a creer? ¿A mí o…?

Arthur apretó el gatillo. La bala dio en la rodilla de Chance y le rompió la articulación. Manó la sangre. Chance aulló de agonía. Arthur apuntó el arma a la otra rodilla.

– Dímelo.

– ¡Estabas loco! -gritó Chance. Después apretó los dientes. Sus ojos se hicieron pequeños pero muy claros, como si el dolor hubiese barrido la basura-. ¿De verdad creías que papá iba dejar que escapases como si nada? Ibas a destruirlo todo. Intenté hacértelo comprender. Hablé contigo. Como un hermano. Pero tú no quisiste escuchar. Así que fui a ver a Anita. Sólo para hablar. Sólo quería hacerte ver lo destructiva que era toda esa idea. No pretendía hacerle ningún daño. Sólo intentaba ayudar.

El rostro de Chance era una ruina sanguinolenta, pero el de Arthur era una visión todavía más horrible. Las lágrimas todavía estaban allí, continuaban derramándose libremente. Pero no lloraba. Su piel era de un gris blanquecino, sus facciones desfiguradas como una máscara mortuoria. Algo detrás de sus ojos se había quebrado por la furia.

– ¿Qué pasó?

– Averigüé su número de habitación. Cuando llegué allí, la puerta estaba entreabierta. Lo juro, Anita estaba así cuando llegué. Lo juro, Arthur. No la toqué. Al principio creí que quizá lo habías hecho tú. Que quizás habíais tenido una pelea. Pero, en cualquier caso, sabía que sería un desastre si se sabía. Había demasiadas preguntas, demasiados cabos sueltos. Así que llamé a papá. Él se encargó del resto. Vino Sam. Él limpió el lugar. Cogimos el anillo y falsificamos aquella nota. Para que tú dejases de buscar.

– ¿Dónde está ahora? -preguntó Myron.

Chance lo miró, desconcertado.

– ¿De qué demonios hablas?

– ¿La llevó a un medico? ¿Le dio dinero? ¿Le…?

– Anita estaba muerta -respondió Chance.

Silencio.

Arthur soltó un tremendo aullido primitivo. Cayó al suelo.

– Estaba muerta cuando llegué allí, Arthur, lo juro.

Myron sintió que su corazón se hundía en el fango. Intentó hablar, pero no le salieron las palabras. Miró a Sam. Sam asintió. Myron le miró a los ojos.

– ¿Su cuerpo? -consiguió decir.

– Me deshice del cadáver -respondió Sam-. Era lo más conveniente.

Muerta. Anita Slaughter estaba muerta. Myron intentó aceptarlo. En todos estos años Brenda se había sentido indigna sin ningún motivo.

– ¿Dónde está Brenda? -preguntó Myron.

La adrenalina comenzaba a esfumarse, pero Chance consiguió sacudir la cabeza.

– No lo sé.

Myron miró a Sam. Sam se encogió de hombros.

Arthur se sentó. Se abrazó las rodillas y agachó la cabeza. Comenzó a llorar.

– Mi pierna -dijo Chance-. Necesito un médico.

Arthur no se movió.

– También tenemos que matarlo -añadió Chance casi sin mover los labios-. Sabe demasiado, Arthur. Sé que te destroza el dolor, pero no podemos permitir que lo arruine todo.

Sam asintió.

– Tiene razón, señor Bradford.

– Arthur -dijo Myron.

Arthur alzó la mirada.

– Yo soy la mejor esperanza de su hija.

– No lo creo -negó Sam. Apuntó con el arma-. Chance tiene razón, señor Bradford. Es demasiado peligroso. Acabamos de admitir haber encubierto un asesinato. Tiene que morir.