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Aunque no lo hubiese jurado, el Plevliak habría dado fe a la amenaza de Abidaga; incluso durante el sueño, temblaba creyendo oír su voz y sentir su mirada. Ahora, salía de la entrevista con Abidaga presa de uno de aquellos accesos de terror, espantosos y convulsivos, e inmediatamente, con la energía que da la desesperación, puso manos a la obra. Reunió a todos sus hombres y, pasando bruscamente de un adormecimiento mortal a una rabia loca, les habló con dureza:

– ¡Ciegos! ¡Holgazanes! – gritaba a voz en cuello como si lo hubiesen ensartado vivo en una estaca; más que voces eran alaridos los que lanzaba a cada uno de sus hombres -. ¿Así es cómo hacéis guardia y vigiláis los bienes imperiales? Cuando hay que ir a comer, todos sois ligeros y rápidos, pero cuando se trata del servicio, andáis como si os hubiesen atado las piernas y vuestra razón se paraliza. A causa de vosotros me arde la cara de vergüenza. Pero ya está bien de no hacer nada, ¡vagos! Meteos en la cabeza que, en esos mismos andamiajes, haré una matanza de guardianes. Ni uno de vosotros conservará la cabeza sobre los hombros si, dentro de dos días, no ha cesado el desastre y si no habéis atrapado y aniquilado a esos granujas. Os quedan aún dos días de vida. ¡Os lo juro por la fe y por el Corán!

Continuó vociferando durante largo rato. Al fin, no sabiendo qué decirles ni qué amenazas lanzarles, les escupió a la cara, uno tras otro. Pero cuando hubo concluido de gritar y se sintió liberado de la presión del terror (que había adoptado la forma de la cólera), puso inmediatamente manos a la obra con una energía desesperada. Pasó la noche patrullando, por la orilla, con sus hombres.

En determinado momento les pareció oír un ruido en el lugar en que los andamiajes se encontraban más adelantados dentro del agua y corrieron hacia aquel punto. Oyeron el crujido de una tabla, la caída de una piedra al agua. Cuando llegaron, encontraron efectivamente quebrados los andamiajes y demolido el muro, mas no hallaron traza de los culpables. Ante aquel vacío fantástico, los guardianes sintieron un estremecimiento, causado, en parte, por la humedad de la noche y, en parte, por un temor supersticioso. Se llamaban unos a otros, abrían desmesuradamente los ojos en la oscuridad, agitaban sus antorchas encendidas, pero todo resultaba inútil. Se habían producido nuevas destrucciones; sin embargo, los autores no fueron ni cogidos ni muertos, como si verdaderamente se tratase de seres invisibles.

A la noche siguiente, el Plevliak preparó mejor la emboscada. Situó a algunos de los hombres en la otra orilla. Cuando cayó la oscuridad, escondió a unos guardianes entre los andamiajes y él mismo, con dos hombres más, se instaló en un bote que, sin que fuese visto a causa de la oscuridad, condujo a la orilla izquierda. Desde allí, con sólo remar un poco, podrían encontrarse junto a uno u otro de los dos pilares. En estas condiciones, como pájaros de presa, les sería fácil atacar al saboteador desde ambos lados para que no pudiese escapar, a menos que fuese una criatura voladora o submarina.

Durante aquella noche, larga y fría, el Plevliak permaneció echado dentro del bote, cubierto con pieles de cordero y torturado por pensamientos sombríos, en tanto una pregunta no cesaba de agitarse en su cabeza: ¿Ejecutaría Abidaga su amenaza y le quitaría la vida que, junto a tal jefe, no era de modo alguno una vida, sino tan sólo miedo y tormento? A lo largo de toda la construcción, no se oía el menor ruido, excepto un chapoteo monótono y el murmullo del agua invisible. En esta situación, empezó a apuntar el día y el Plevliak tuvo la sensación de que la vida se oscurecía y se acortaba dentro de su cuerpo transido y agotado.

A la noche siguiente, tercera y última, se repitieron la misma vigilia, las mismas disposiciones de la gente, la misma atención temerosa. Y pasó la medianoche. El Plevliak se sintió ganado poco a poco por una apatía mortal. Pero, en aquel momento, se dejó oír un leve chapoteo y, después, más intenso, un golpe sordo contra las vigas de roble que estaban clavadas en el río, soportando los andamiajes. Surgió de aquel punto un silbido estridente. Pero ya antes el bote del Plevliak estaba en movimiento. El jefe de los guardianes, en pie, abría los ojos de par en par en la oscuridad, agitaba las manos y gritaba con voz ronca:

– ¡Remad, remad con toda vuestra fuerza!

Los hombres, medio despiertos, remaban vivamente, pero, antes de que se diesen cuenta, los alcanzó una fuerte corriente. En lugar de abordar en la zona de los andamiajes, derivaron, siguiendo el curso de las aguas. Y no habrían podido arrancarse de la corriente y habrían sido arrastrados lejos, si algo no los hubiese detenido de manera inesperada.

Allí, en medio del remolino, donde no había postes ni andamiajes, su bote chocó con un objeto pesado de madera, produciendo un sonido sordo. El obstáculo los paró. Sólo entonces apreciaron que arriba, en los andamiajes, los guardianes luchaban con alguien y gritaban, confundiéndose sus voces. En la oscuridad se mezclaban sus gritos bruscos e incomprensibles:

– ¡Cógelo, no lo sueltes!

– ¡Kakhriman, ven aquí!

– Ya estoy.

En medio de aquel alboroto, se pudo oír cómo caía al agua un objeto pesado o un cuerpo humano. El Plevliak permaneció perplejo durante algunos instantes, no sabiendo dónde estaba ni lo que sucedía. Pero en cuanto recuperó un poco los ánimos, con la ayuda de un gancho de hierro colocado en la punta de una larga pértiga, se puso a hacer fuerza contra los postes con los que había chocado y, al mismo tiempo, hizo subir el bote río arriba, aproximándose a los andamiajes. Cuando alcanzó las vigas de roble, sintiéndose estimulado, empezó a gritar a voz en cuello:

– ¡La antorcha, encended la antorcha! ¡Echadme la cuerda!

Al principio nadie le respondió. Finalmente, tras muchas llamadas recíprocas en el curso de las cuales ninguno escuchaba ni podía comprender a su vecino, se encendió en lo alto una pequeña antorcha vacilante y temerosa. Aquella primera luz turbó aún más la vista de los guardianes y mezcló, en un torbellino inquieto, hombres y cosas con sus sombras y los reflejos rojos que brillaban en el agua. Alguien encendió otra antorcha. Entonces se estableció la luz y los hombres empezaron a recuperar su sangre fría y a reconocerse unos a otros. En seguida, todo se hizo inteligible y claro.

Entre el bote del Plevliak y los andamiajes, se encontraba una pequeña balsa, formada por tres vigas, y un auténtico remo de barquero más corto y menos resistente de lo normal. La balsa estaba atada, con una cuerda de corteza de avellano, a una de las vigas de roble, bajo los andamiajes, y se mantenía así contra el agua rápida que la salpicaba y la arrastraba, con toda su fuerza, hacia abajo. Los guardianes de los andamiajes ayudaron a su jefe a cruzar la balsa y a trepar hasta ellos. Estaban jadeantes y hoscos. Tendido en el suelo y atado había un campesino cristiano. Su pecho se agitaba aceleradamente y el blanco de sus ojos lucía lleno de espanto.

El guardián de más edad, emocionado, explicó al Plevliak que habían permanecido al acecho escondidos en distintos puntos de los andamios. Y cuando había oído en la oscuridad el ruido de un remo habían pensado que era el bote del jefe, pero habían sido lo suficientemente prudentes como para no dar a conocer su presencia, en espera de lo que pudiera suceder. Fue entonces cuando vieron a dos aldeanos que abordaban los postes y que ataban con dificultad la balsa a uno de ellos.