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Hombres y mujeres se aproximaron, prestaron oído y, mientras escuchaban, olvidaron el peligro y dejaron de preocuparse del ruido del cañón en tanto duró el relato de Mihailo.

En los tiempos en que el famoso pope Nicolás era cura de Vichegrado, lanko Gatal, después de numerosos años de matrimonio, que le habían proporcionado una caterva de hijas, tuvo un hijo. A la semana siguiente, el niño fue llevado a bautizar. Algunos parientes y unos cuantos vecinos acompañaron al feliz padre y al padrino. Ya mientras bajaban de Okolichta, hicieron frecuentes altos y bebieron rakia ardiente de la bota del padrino. Y cuando, cruzando el puente, llegaron a la kapia, se sentaron un rato para descansar y echar otro traguito. Era un frío día de un otoño tardío y no había en la kapia ningún camarero ni ningún turco de la ciudad de los que solían ir a tomar café. Por esa razón, las gentes de Okolichta se instalaron como si estuviesen en su casa, abrieron sus bolsas de provisiones y la emprendieron con un nuevo frasco de rakia. Bebiendo a la salud unos de otros, de modo elocuente y con todo su corazón, se olvidaron de la criatura y del pope que había de bautizarla después del servicio. Como por aquel tiempo -allá, hacia 1870- no estaba permitido que repicasen las campanas de las iglesias, el feliz cortejo no se dio cuenta de que el tiempo pasaba y de que el servicio había terminado hacía un buen rato. En sus conversaciones, en las que se mezclaban audazmente el futuro lejano del niño y el pasado de los padres, el tiempo no tenía importancia ni era tomado en consideración. En vanas ocasiones se despertó la conciencia del padrino, el cual advirtió que tenían que seguir la marcha; pero los demás le hicieron callar inmediatamente.

– Bueno, amigos míos, vamos a cumplir con nuestras obligaciones de cristianos -balbució el padrino.

– ¿Qué diantre te pasa para molestarnos? Ninguno de esta parroquia se ha quedado sin bautizar -respondieron los otros mientras le alargaban sus botas con rakia.

También el padre, en un determinado momento, mostró prisa por seguir, pero la rakia les hizo continuar en donde estaban dentro de la mayor armonía. La mujer que hasta aquel momento había tenido al niño en sus brazos amoratados de frío, lo puso sobre el banco de piedra y lo envolvió con una manta de colorines. La criatura estaba tan tranquila como si estuviese en la cuna, y a ratos dormía, a ratos abría unos ojos curiosos que daban la impresión de que ella también participaba de la alegría general. ("Se ve que el pequeño es de nuestra ciudad -decía el padrino -, le gusta la compañía y la fiesta.")

– A tu salud, lanko -exclamó uno de sus vecinos -, que tu hijo sea feliz y que viva muchos años ¡Quiera Dios que sea tu orgullo y que gane la estima de los servios, y que alcance honores y bienes, y que viva en la abundancia! ¡Quiera Dios que…!

– ¿Qué os parece si vamos a bautizarlo? -interrumpió el padre.

– No te preocupes del bautizo -exclamaron todos, y de nuevo la rakia pasó de mano en mano.

– Raguib efendi Borovats no fue bautizado y fíjate qué buen mozo es: puede derribar un caballo -dijo uno de ellos en medio de la risa general.

Pero si aquellas gentes habían perdido, en la kapia, la noción del tiempo, el pope Nicolás no la había perdido: esperó un rato delante de la iglesia, después de lo cual montó en cólera, se puso su pelliza de piel de zorro y bajó, desde el Meïdan, a la ciudad. Allí alguien le dijo que el grupo se encontraba con el niño en la kapia. Partió en aquella dirección para reprenderlos como él sabía hacerlo, pero le acogieron con tanto afecto y con una alegría tan sincera, con tan solemnes excusas, con tan cálidos deseos y tan buenas palabras, que el pope Nicolás, que era un hombre brusco y severo, pero vichegradés con toda su alma, los perdonó, aceptó la bota y tomó un bocado. Se inclinó sobre el pequeño, le dio unos cuantos nombres cariñosos, mientras que la criatura miraba tranquilamente su amplio rostro de ojos azules y barba pelirroja.

El relato que corrió más tarde, según el cual el pequeño había sido bautizado en la kapia, no está de acuerdo con la realidad, pero sí es cierto que se entablaron en aquel lugar largas conversaciones en el transcurso de las cuales se bebieron sus buenos vasos de rakia, brindándose abundantemente. Sólo cuando la tarde ya estaba avanzada, toda la alegre comitiva se puso en marcha hacia el Meïdan. Una vez allí fue abierta la iglesia, donde el padrino balbució con lengua estropajosa, en nombre del nuevo ciudadano de Vichegrado, las palabras de renuncia al diablo y a sus obras.

Así fue bautizado el amigo Pedro, al que Dios dé salud. Y ya ha pasado de los cuarenta sin que le haya faltada nada -dijo Mihailo por terminar su relato.

Todos bebieron una vez más rakia y café, olvidando la realidad para poder soportarla. Ya hablaban más fácilmente, con más libertad, y les pareció que había en la vida cosas más humanas y más alegres que aquella tiniebla, aquel miedo y aquel cañoneo asesino.

Pasaron así la noche, como habían pasado su vida, hecha de peligros y de sufrimientos, pero, al mismo tiempo, luminosa, inquebrantable y justa. A impulsos de instintos hereditarios, desmenuzaban su existencia, la dividían en impresiones momentáneas y en necesidades inmediatas, dentro de las cuales se perdían constantemente. Sólo de aquella manera, viviendo cada instante por separado, sin mirar hacia delante ni hacia atrás, era imposible soportar semejante vida y conservarla para cuando llegasen mejores días.

Amaneció. Aquello significaba únicamente que el cañoneo comenzaría a hacerse más vivo y que el incomprensible e infinito juego de la guerra continuaría a la luz del sol. Y es que los días ya no tenían, en sí mismos, ni nombre ni sentido; el tiempo había perdido su significación y su valor. La gente sólo sabía esperar y estremecerse. Aparte de eso, pensaban, trabajaban, hablaban, caminaban como autómatas.

De ese modo -o de otro parecido- vivían los habitantes de los barrios altos situados algo más abajo de la fortaleza, en el Meïdan.

Abajo, en el centro de la ciudad, quedó poca gente. A partir del primer día de guerra se dio orden de que las tiendas se mantuviesen abiertas a fin de que los soldados de paso pudiesen realizar sus compras más indispensables, pero, sobre todo, para demostrar a la población que el enemigo estaba lejos y que no amenazaba ningún peligro a la ciudad. La orden, no se sabe cómo, seguía en vigor, incluso cuando empezaron los bombardeos; pero todo el mundo se esforzaba, con un pretexto más o menos justificado, en cerrar las tiendas durante la mayor parte del día. Aquellas que se encontraban muy cerca del puente y de la hostería de piedra, como la de Pavlé Rankovitch y la de Alí-Hodja, estaban cerradas todo el día por hallarse demasiado expuestas a los cañonazos. También el hotel de Lotika permanecía cerrado; el techo había sido destruido por un proyectil y los muros estaban acribillados de shrapnells.

Alí-Hodja sólo bajaba una o dos veces para ver si todo estaba en orden, y después se volvía a casa.

Lotika, con toda su familia, abandonó el hotel el primer día en que el puente empezó a ser bombardeado. Pasó con los suyos a la orilla izquierda del Drina y se refugió en una casa turca nueva y espaciosa. Aquella casa se encontraba a cierta distancia de la carretera, metida en una depresión y rodeada por el espeso follaje de un vergel, que le servía de protección. El propietario estaba en el campo con toda su familia.

Lotika y los suyos abandonaron el hotel a la caída de la noche, cuando solía reinar un silencio absoluto. De todos sus criados sólo había permanecido con ellos el fiel e inmutable Milán, un solterón que siempre iba muy bien arreglado. Hacía ya tiempo que no se tenía necesidad de expulsar a nadie del hotel. Los demás criados huyeron, como suele ocurrir en semejantes circunstancias, cuando fue disparado el primer cañonazo sobre la ciudad. Como siempre, Lotika fue la que se encargó de dirigir la mudanza y la que dio las órdenes oportunas para efectuarla, sin que nadie interviniese. Designó los objetos más indispensables y los más valiosos que había que trasladar, indicó los que podían dejarse, se preocupó de cómo debía de ir vestido cada uno y de lo que tendría que ponerse el hijo idiota y cojo de Debora, enferma y desconsolada, y de Mina, que estaba loca de miedo. Aprovechando la oscuridad de la calurosa noche de verano, cruzaron el puente con algunos trastos, llevando al niño enfermo en un carrito de mano y con las maletas y los paquetes. Por primera vez, desde hacía treinta años, el hotel se quedaba completamente cerrado y sin un alma viviente. Siniestro, tocado por los primeros proyectiles, parecía ya una vieja ruina. Apenas empezó a pasar por el puente aquel grupo integrado por sanos y enfermos, por jóvenes y viejos, cuando ya daban la impresión de esos judíos errantes, de esos desdichados fugitivos que, en todos los tiempos, han hollado los caminos del mundo.