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Pasaron a la otra orilla y llegaron a la enorme casa turca en la que iban a vivir. Lotika se encargó de colocar cada cosa en su sitio y puso en orden a su familia y arregló sus equipajes de siniestrados. Pero cuando le llegó la hora de irse a la cama, en aquella casa medio vacía y que no era la suya, sin los cacharros y los papeles que la habían rodeado durante toda su vida, se le quebró el corazón y, por primera vez desde que tenía conciencia de sí misma, le abandonaron de golpe todas sus fuerzas. Su grito de dolor retumbó en la casa vacía. Fue algo que nadie había visto ni oído jamás, algo cuya existencia no podía ser sospechada: el llanto de Lotika, violento, abrumado y ahogado como el de un hombre; un llanto que no retenía, que no podía retener. Reinó en la familia una estupefacción llena de temor, un silencio casi religioso; a continuación, estallaron los sollozos, los lamentos generales. Para ellos, el derrumbamiento de las fuerzas de Lotika era un golpe más duro que la guerra, que el éxodo y que la pérdida de su casa, ya que, con ella, podía arreglarse todo y superarse las dificultades; pero sin ella no se podía hacer ni imaginar nada.

Cuando amaneció el día siguiente, un día radiante de verano con el cielo cubierto de nubes rojas, con un abundante rocío, lleno del canto de los pájaros, en lugar de la Lotika de otros tiempos que, hasta la tarde de la víspera, había regido la suerte de todos los suyos, en lugar de aquella Lotika apareció, desplomada en el suelo, una judía vieja e impotente que ya no era capaz de cuidar ni de sí misma, que lloraba como un niño, sin saber decir de qué tenía miedo ni qué era lo que la hacía sufrir.

Entonces se produjo otro milagro, El anciano Tsaler, pesado y soñoliento, que, ni siquiera en su juventud, había tenido voluntad ni pensamiento propio, aquel hombre que se había dejado conducir, con toda la familia, por Lotika y que nunca había sido joven, se reveló de pronto como un verdadero jefe de familia, dotado de una gran prudencia y de una notable resolución, capaz de tomar las decisiones necesarias y con la fuerza suficiente para llevarlas a la práctica. Consoló y cuidó a su cuñada como a un niño enfermo y se ocupó de todos del mismo modo que ella lo había hecho hasta entonces. Aprovechando los ratos de tranquilidad, iba a la ciudad y volvía trayendo del hotel abandonado los alimentos, los trastos y los vestidos indispensables. Encontró en algún sitio a un médico y lo condujo junto a la enferma. El médico comprobó que la mujer, agotada, padecía una depresión nerviosa total, recomendó que se la alejase lo antes posible de aquel lugar, que fuese sacada de la zona en que se desarrollaban las operaciones militares y recetó unas gotas. Tsaler se las arregló con las autoridades para obtener un coche y transportar a toda la familia a Rogatitsa, primero, y, después, a Sarajevo. Sólo tenían que esperar uno o dos días, hasta que Lotika se recuperase lo suficiente como para poder viajar. Pero la mujer seguía postrada como una paralítica, lloraba ruidosamente y, en su lenguaje pintoresco y enmarañado, pronunciaba palabras incoherentes que ponían de manifiesto una desesperación extrema, un gran miedo y un profundo hastío. Junto a ella se arrastraba por el desnudo suelo el desdichado hijo de Debora, que miraba con curiosidad la cara de su tía, llamándola con aquellas exclamaciones guturales e ininteligibles que Lotika comprendía tan bien, pero a las que ya no podía responder. No quería ni comer ni ver a nadie. Sufría indeciblemente imaginándose una serie de dolores puramente físicos. A veces, le parecía que se abrían de pronto, debajo de ella, dos tablas que tapaban una trampa traidora, y entonces le parecía caer a un abismo desconocido sin que pudiese agarrarse a nada, sin que nadie la defendiese, a no ser sus propios gritos. Otras veces, creía ser grande, ligera y fuerte; imaginaba que tenía piernas de gigante y poderosas alas, y que corría como un avestruz, pero dando zancadas más largas que de la casa a Sarajevo. Bajo sus pies chapoteaban los ríos y los mares, como si fuesen unas pequeñas charcas, y las ciudades y los pueblos crujían igual que arena o cristal. Aquellas sensaciones aceleraban los latidos de su corazón y la hacían jadear. No sabía dónde se detendría ni a qué lugar la conduciría aquella carrera alada, pero comprendía que se escapaba de las tablas que se abrían debajo de ella con la velocidad del relámpago. Se daba cuenta de que caminaba y de que dejaba tras de sí una tierra en la que no era conveniente seguir, sentía que cruzaba, como a través de llagas pestilentes, por pueblos y por grandes ciudades en los cuales las gentes se engañaban y mentían por medio de cifras y palabras. Cuando habían concluido sus comedias con palabras y cuando las cifras se habían embrollado, cambiaban sin más de juego, de igual modo que el mago hace girar el escenario. Y, en contra de lo que se decía y de lo que se esperaba, se veían avanzar cañones, fusiles y otros artefactos mortales, y avanzaban nuevas gentes, con los ojos inyectados en sangre, con las cuales toda conversación, todo trato, todo acuerdo resultaba imposible. Ante aquella invasión, Lotika dejaba de ser un pájaro gigante para convertirse en una pobre anciana impotente que reposaba sobre el duro suelo. Pero las gentes surgían a millares, a millones, y disparaban, y producían la muerte a mansalva, y degollaban metódicamente, y reducían todo a la nada, despiadadas y sin razón. Uno de ellos se inclinó sobre la mujer: no podía verle la cara, pero notó cómo apoyaba la punta de su bayoneta sobre su pecho.

– ¡No! ¡Socorro, salvadme! -gritó Lotika, despertándose y desprendiéndose del chal gris que la tapaba.

El idiota, agazapado junto al muro, la examinó con sus grandes ojos negros en los que había más curiosidad que piedad o miedo. Mina acudió, calmó a Lotika, enjugó el sudor frío que cubría su rostro y le hizo beber un vaso de agua en la que había echado unas gotas de valeriana, cuidadosamente contadas. El largo día estival, extendiéndose sobre la verde llanura, parecía interminable, y nadie podía recordar cuándo había despuntado; sólo pensaban en la caída de la tarde. En la casa también hacía calor, pero no se notaba el fuego del sol. Se oyeron unos pasos. Alguien llegaba. Un soldado o un oficial hizo su aparición casualmente. Había alimentos y fruta en abundancia. Milán preparó café. Toda la escena habría dado la sensación de una estancia en el campo, si no hubiera sido por el desesperado grito de Lotika que se dejaba oír de vez en cuando. También rompían la ilusión el fragor de los cañones que llegaba hasta aquel lugar oculto y que producía la impresión de que algo no iba bien en el mundo, de que la desgracia general estaba mucho más próxima y era mucho mayor de lo que hacía pensar la apacible serenidad del día.

El hotel de Lotika y sus habitaciones fueron reducidos a este estado por la guerra.

También la tienda de Pavlé Rankovitch estaba cerrada. Durante el segundo día de la guerra, Pavlé y algunos otros notables servios fueron tomados como rehenes. Unos cuantos fueron llevados a la estación, en donde respondían con sus vidas del orden, de la paz y de la regularidad en la circulación; otros se encontraban cerca del puente, al final de la plaza, en una pequeña barraca de madera en la cual se hallaba, durante los días de mercado, la báscula pública, y en la que eran pagados los derechos de peaje. Aquellos rehenes respondían también con su vida de que nadie destruiría ni produciría daños al puente.