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– ¿Te parece bien dejar tu tienda así, abierta de par en par? Y luego, si te falta algo, dirás que mis soldados te han robado. ¿Es que voy a tener que guardar yo tus cosas?

La cara de aquel hombre, casi inmóvil, revelaba tranquilidad, pero su voz sonaba irritada, mientras que, en su mano, la varita se levantaba amenazadora. Vlado Maritch se acercó a él y le dijo algo en voz baja.

– Me parece muy bien que sea bueno y honrado, pero si vuelvo a encontrar su tienda abierta y sin vigilancia, tendrá que lamentarlo.

Y los hombres siguieron su camino. "Éstos son los otros", se dijo el hodja siguiéndolos con la mirada. "No han hecho más que llegar, y ya me han encontrado. No puede pasar nada en esta ciudad sin que yo pague las consecuencias." Se mantenía en pie, delante de su tienda arruinada. Estaba con la boca abierta y sentía la cabeza pesada y el cuerpo quebrantado. Ante su vista, se extendía el mercado, que, con las primeras luces del sol, parecía un campo de batalla, cubierto de piedras grandes y chicas, de tejas y de trozos de árboles. Su mirada se dirigió al puente. La kapia seguía en su sitio, pero inmediatamente después, el puente quedaba cortado. El séptimo pilar ya no existía; entre el sexto y el octavo se abría un vacío a través del cual, mirando en diagonal, podía verse el agua verde del río. A partir del octavo pilar, seguía el puente y alcanzaba la otra orilla; se mostraba tan liso, tan regular, tan blanco como siempre.

El hodja parpadeó varias veces, sin poder creer en aquella desgracia; después, cerró los ojos. Por su mente cruzó la imagen de los soldados que, cinco o seis años antes, al amparo de una tienda de campaña verde, perforaron aquel mismo pilar; volvió a su memoria la compuerta de hierro que, desde entonces, cerró el paso al pilar minado; y recordó el rostro enigmático, pero elocuente, el rostro sordo, ciego, mudo del suboficial Brankovitch. Se estremeció y abrió nuevamente los ojos, pero se le presentó la misma visión: el mercado cubierto de piedras y el puente privado de uno de sus pilares y, entre dos de los ojos brutalmente seccionados, un vacío. Tales cosas sólo pueden ocurrir en sueños. Sólo pueden verse en sueños. Mas cuando dio la espalda a aquel espectáculo increíble, se encontró frente a su tienda, en la que pudo distinguir una piedra enorme, un trozo del séptimo pilar que aparecía mezclado con las mercancías. Si se trataba de un sueño, era un sueño que aparecía en todas partes.

En el centro de la ciudad se oyó una llamada, una orden pronunciada en voz alta en lengua servia; y a continuación pasos precipitados que se acercaban. Alí-Hodja cerró rápidamente los postigos, puso el candado y se dirigió a su casa.

Ya le había ocurrido algunas veces que, cuando subía, se le cortaba el aliento y el corazón empezaba a latirle de una manera extraña. Hacía algún tiempo, poco después de cumplir los cincuenta años, que aquella colina empezó a hacerse cada vez más escarpada y más largo el camino que conducía a su casa. Pero nunca como aquel día, precisamente cuando hubiera querido alejarse lo más deprisa posible del centro de la ciudad y llegar pronto a su domicilio. El corazón se le sobresaltó de un modo anormal, sintió que el aliento se le cortaba y se vio forzado a detenerse.

Le pareció que alguien cantaba abajo, allá, donde estaba el puente demolido, cortado en dos de un modo espantoso y cruel. No sintió necesidad de volverse (por nada del mundo se volvería) para contemplar la escena: al fondo, se encontraba el pilar cortado con limpieza, como un tronco gigantesco; mil trozos de piedra estaban desperdigados en torno; los ojos, a la izquierda y a la derecha del pilar, aparecían brutalmente segados. Entre ellos, había un vacío de quince metros. Y los extremos rotos de los ojos trataban dolorosamente de reunirse.

No, no se volvería por nada del mundo. Pero no podía seguir subiendo; su propio corazón le ahogaba y sus piernas no le obedecían. Se puso a hacer aspiraciones profundas, de un modo lento, regular. Eso le sentaba bien antes y le seguía sentando bien ahora. Notó un alivio en su pecho. Se había creado una especie de equilibrio entre sus aspiraciones profundas y regulares y los latidos de su corazón. Continuó su camino; el pensamiento de su casa y de su cama consiguieron impulsarlo, darle ánimos. Andaba con dificultad, despacio; ante su mirada se desplegaba sin cesar, como si fuese desplazado delante de él, la visión del puente destruido. No es suficiente volver la espalda a una cosa para que deje de perseguirnos y de atormentarnos. Aun cuando hubiese cerrado los ojos, sólo habría visto aquel espectáculo.

"Sí", pensó el hodja con viveza, respirando con algo más de facilidad, "ahora puede comprenderse lo que era, para qué servían todo su equipo y su mecanismo, toda aquella prisa y aquella actividad." (Siempre había una razón, en todos los casos y contra todos. Pero, en aquellos momentos, aquella certeza no podía colmarlo de satisfacción. Por primera vez un sentimiento semejante le resultaba indiferente. Tenía razón para pensar así.) Los había visto, durante muchos años, ocupados siempre con el puente: lo habían limpiado, embellecido, reparado sus cimientos, habían instalado conducciones de agua, luz eléctrica; y después, en un instante, habían hecho saltar todo por los aires, como si se hubiese tratado de una roca y no de una fundación pía, útil y hermosa. Ahora comprendía quiénes eran aquellas gentes y lo que buscaban. Ya lo había intuido desde el primer momento, pero, en aquel día, el más imbécil de los imbéciles podía verlo. Habían empezado atacando lo que era mucho más sólido y más duradero; habían tomado lo que pertenecía a Dios. Y, ¡quién sabe dónde se detendrían! El puente del visir había quedado destrozado; una vez que habían empezado, nadie podría detenerlos.

El hodja se detuvo de nuevo. Volvía a faltarle el aliento y la pendiente se irguió súbitamente ante él. Otra aspiración profunda y su corazón se tranquilizó. Recobró fuerzas, sintió que la vida le volvía y caminó más de prisa.

"Quizá", pensó, "aquí se destruye y en otros sitios se edifica. Tal vez existan todavía regiones apacibles y gentes razonables que respeten la voluntad de Dios. Si Él ha abandonado a esta desdichada ciudad, probablemente no habrá dejado de su mano al mundo entero. Y estos seres no seguirán haciendo lo mismo hasta el fin de los siglos. Pero, ¡quién sabe! (¡Ay, si pudiera respirar mejor!) ¡Quién sabe! Puede ser que esta fe impura que se pone a ordenar, que limpia, que repara y perfecciona para, a continuación, devorarlo y destruirlo todo de un golpe, puede ser que esta fe impura llegue a extenderse por la tierra, puede ser que convierta este mundo de Dios en un campo desierto aniquilado por sus construcciones insensatas y por sus ruinas dignas de un verdugo; puede ser que transforme el suelo en pasto para saciar su hambre sin fin y sus apetitos incomprensibles. Todo es posible, pero hay una cosa que no lo es: no llegarán a desaparecer del todo y para siempre los hombres grandes, prudentes y de alma elevada que construyen en honor a Dios monumentos eternos con los que se embellece la tierra y el hombre alcanza una vida mejor y más fácil. Si esos hombres desapareciesen significaría que el amor de Dios se habría extinguido y borrado del mundo. Eso es un absurdo."

Ocupado por estos pensamientos, el hodja caminaba cada vez con más dificultad, más despacio.

De la ciudad subía claramente el eco de unas canciones. Si, por lo menos, pudiese absorber algo más de aire, si el camino no fuese tan escarpado y lograse llegar a su casa y tenderse sobre el diván; si viese y oyese a alguno de los suyos… No deseaba nada más. Pero era imposible. No lograba hacer coincidir el ritmo de su respiración con los latidos de su corazón; le faltaba el aliento, como ya le había pasado a veces cuando dormía. Sólo que, en esta ocasión, ya no se anunciaba un despertar salvador.