– Vaya -masculló él con el ceño fruncido-. Pues a mí me parece que tú necesitas algo más en la vida, Opie.
Su nombre le parecía bonito, pero imposible de pronunciar, tal como había bromeado al conocerla.
– Venga, cuidaremos de ti. ¿Qué me dices?
– No tengo con quien dejarla -dijo Ophélie, tentada, pero también asustada, porque el desafío era difícil de resistir.
– ¿Con once años? -exclamó Jeff con aire exasperado.
Le dedicó una sonrisa de oreja a oreja que le iluminó el oscuro rostro. Era un hombre extremadamente apuesto, de metro noventa, que había pasado nueve años en los cuerpos especiales de la Marina.
– Joder, yo a su edad cuidaba de mis cinco hermanos y me dedicaba a sacar a mi vieja de la cárcel cada semana. Era prostituta.
Sonaba a estereotipo, pero era cierto. Lo que Jeff no le mencionó, aunque Ophélie lo sabía por otras personas, era su extraordinaria calidad humana y la familia que había criado. Uno de sus hermanos había estudiado en Princeton gracias a una beca, otro en Yale. Ambos eran abogados, su hermano menor estudiaba medicina, otro era un activista dedicado a la violencia urbana y el quinto tenía cuatro hijos y estaba a punto de presentarse al Congreso. Jeff era un hombre excepcional y muy persuasivo. Ophélie contempló muy en serio la posibilidad de acompañarlos pese a que había jurado no hacerlo nunca; le parecía demasiado peligroso.
– Venga, guapa, danos una oportunidad. Después de salir una noche con nosotros no querrás volver a sentarte a tu mesa nunca más. Nosotros somos lo más guay de este sitio, la razón de ser del centro. Salimos a las seis y media; no faltes.
Era más una orden que una invitación, de modo que Ophélie prometió que haría lo que pudiera. Seguía pensando en ello media hora más tarde, al recoger a Pip de la escuela, y durante el trayecto a casa estuvo muy callada.
– ¿Estás bien, mamá? -inquirió Pip con su habitual preocupación.
Ophélie le aseguró que sí y, tras observarla con mayor detenimiento, Pip concluyó que era cierto, porque a aquellas alturas ya conocía todas las señales de alarma. Ahora tan solo parecía distraída, no deprimida ni retraída.
– ¿Qué has hecho hoy en el centro?
Como de costumbre, Ophélie le dio la versión abreviada y luego subió a hacer una llamada desde su dormitorio. La mujer que limpiaba la casa varias veces por semana dijo que podía cuidar de Pip aquella noche, y Ophélie le pidió que fuera a las cinco y media. No sabía cómo reaccionaría Pip y no quería desilusionarla, pero Pip prefería ir al cine el sábado, porque al día siguiente tenía partido y no quería estar demasiado cansada. Ophélie le explicó que el centro organizaba una actividad en la que le apetecía participar, y la niña respondió que le parecía estupendo. Se alegraba de que su madre hiciera algo que le gustaba; era infinitamente mejor que quedarse encerrada en su habitación el día entero o pasar las noches en vela deambulando por la casa con expresión angustiada, como el año anterior.
Tal como había prometido, Alice, la señora de la limpieza, se presentó a las cinco y media en punto, y cuando Ophélie salió Pip estaba mirando la tele. Ophélie llevaba téjanos, un jersey grueso, un anorak de esquí que había encontrado en el fondo de su armario y botas de senderismo que no se había puesto en varios años. Asimismo, cogió una gorra de punto y un par de guantes por si hacía mucho frío, tal como le había advertido Jeff. Las noches de San Francisco eran frías en cualquier época del año, a veces sobre todo en verano, y el tiempo había refrescado en las últimas semanas. Sabía que el equipo llevaba rosquillas, bocadillos y termos de café, y que a veces paraban en McDonald's a media noche para repostar. Estaba preparada para cualquier eventualidad, pero cuando aparcó cerca del centro, advirtió que el corazón le latía desbocado. Cuando menos, la noche sería interesante, quizá la más interesante de su vida, y sabía que si Matt, Andrea o Pip estuvieran al corriente habrían intentado disuadirla o se habrían muerto de miedo por ella. También Ophélie estaba asustada, a decir verdad.
Al entrar en el garaje situado detrás del centro vio a Jeff, Bob y Millie cargando las furgonetas. Ponían cajas y bolsas de lona en la caja de una de ellas, mientras que en la otra iban los sacos de dormir y la ropa donada. Jeff sonrió complacido al verla.
– Vaya, vaya, vaya… Hola, Opie, bienvenida al mundo real.
Ophélie no sabía si se trataba de un cumplido o de una mofa, pero, en cualquier caso, el joven parecía contento de verla, y también Millie le sonrió.
– Me alegro de que hayas podido venir -la saludó en voz baja antes de seguir cargando.
Tardaron media hora más en acabar de cargar, ayudados por Ophélie. Resultaba muy cansado, y eso que el trabajo auténtico aún no había empezado. En cuanto terminaron, Jeff le dijo que fuera con Bob en la segunda furgoneta.
El alto y callado asiático le indicó el asiento del acompañante, porque había desmontado todos los demás para dar cabida a los suministros.
– ¿Estás segura de que quieres hacer esto? -le preguntó con calma mientras arrancaba.
Conocía a Jeff y su modo de persuadir a la gente, y admiraba a Ophélie por acompañarlos; desde luego, tenía redaños. No tenía por qué unirse al equipo, no tenía nada que demostrar a nadie. Parecía proceder de una vida distinta, pero la respetaba por presentarse, por estar dispuesta a exponerse e incluso a arriesgar la vida.
– No tienes ninguna obligación, ¿sabes? Nos llaman los vaqueros del centro y estamos un poco locos. Nadie te considerará cobarde si te rajas.
Le estaba brindando la oportunidad de dejarlo correr antes de que fuera demasiado tarde; le parecía justo, porque Ophélie no sabía lo que le depararía la noche.
– Jeff sí me considerará cobarde -puntualizó ella con una sonrisa.
– Puede -convino Bob con una carcajada-, pero ¿qué más da? A quién coño le importa. ¿Qué, Opie, te vienes o te quedas? Decidas lo que decidas, no pasa nada.
Ophélie meditó unos instantes y miró a Bob de hito en hito. Por fin respiró hondo, a punto de dar marcha atrás, y al mirarlo de nuevo se dio cuenta de que se sentía a salvo con él. No lo conocía de nada, pero presentía que podía confiar en él, y estaba en lo cierto. En aquel momento sonó el claxon de la otra furgoneta. Jeff empezaba a impacientarse y no entendía a qué se debía la demora.
– ¿Vienes o te quedas? -insistió Bob.
Ophélie espiró despacio sin apartar la vista de él.
– Voy -brotó de sus labios.
– ¡Genial! -exclamó Bob con una sonrisa de oreja a oreja. Pisó el acelerador, y las dos furgonetas cargadas hasta los topes salieron del garaje. Eran las siete de la tarde.
Capítulo 16
Durante las ocho horas siguientes, Ophélie vio cosas cuya existencia jamás habría soñado siquiera, y menos aún tan cerca de su casa. Fueron a barrios que no conocía, entraron en callejones que la hicieron estremecer y vieron a personas cuya situación le resultaba tan incomprensible que apenas si pudo soportarlo. Personas con el rostro cubierto de llagas y costras, con los pies envueltos en andrajos en lugar de zapatos, o descalzos y a veces semidesnudos en la oscuridad. También vio a indigentes limpios y de aspecto corriente ocultos en rincones bajo los puentes, o durmiendo al abrigo de cajas de cartón en medio de la suciedad. Dondequiera que iban, la gente les daba las gracias y los bendecía. Fue una noche larga, lenta y atormentadora, pero al mismo tiempo Ophélie nunca había experimentado tanta paz, tanto gozo, tanta sensación de utilidad, a excepción tal vez de las noches en que diera a luz a Chad y Pip.
Durante casi toda la noche, Bob y ella trabajaron como un solo hombre. No hacía falta que Bob le dijera lo que debía hacer; no había más que seguir el dictado del corazón, y el resto venía por sí solo. Cuando alguien necesitaba un saco de dormir, se lo daban, o bien ropa de abrigo. Jeff y Millie se encargaban de los suministros médicos y de higiene. En un momento dado encontraron un campamento de chicos fugados cerca de los muelles de carga al sur de Market, y Bob anotó la dirección antes de explicar a Ophélie que disponían de otro programa de ayuda para chicos fugados. A la mañana siguiente les daría la dirección para que acudieran a buscarlos. Solo un puñado de ellos se mostraban dispuestos a dejar las calles; en mayor medida aún que los adultos, desconfiaban de los albergues y los programas, y no querían que los enviaran a casa. En la mayoría de los casos, las situaciones de las que huían eran peores que lo que vivían en la calle.