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– No pienso desistir -advirtió cuando regresaban a su casa-. Pienso perseguirte hasta que abandones esta locura. Puedes seguir trabajando en el centro y hacer lo que quieras durante el día, pero el programa de asistencia es para vaqueros y chalados, para personas que no tienen a nadie a su cargo.

– Mi compañero de furgoneta es un viudo con tres hijos -explicó Ophélie en voz baja, asida del brazo de Matt mientras caminaban.

– Pues también debe de tener ganas de morir. Puede que, si mi mujer hubiera muerto y tuviera tres hijos pequeños que criar, también a mí me entraran ganas de morirme. Lo único que sé es que no puedo permitir que sigas haciendo esto. Si buscas mi aprobación, ya puedes ir quitándotelo de la cabeza; no te la doy. Y si lo que pretendes es matarme de un disgusto, vas por buen camino. Me moriré de preocupación por ti y por Pip cada vez que sepa que estás en la calle.

Estuvo a punto de añadir que también se preocuparía por sí mismo, pero decidió callar.

– Pip no debería habértelo dicho -señaló Ophélie sin perder la calma.

Matt sacudió la cabeza, exasperado.

– Pues me alegro mucho de que me lo haya dicho, porque de lo contrario no me habría enterado nunca. Alguien tiene que hacerte recuperar la cordura, Ophélie. Prométeme que recapacitarás.

– Te lo prometo, pero también te juro que no es tan horrible como parece. Si me siento incómoda, lo dejaré, pero la verdad es que cada vez me siento más cómoda. Los del equipo son muy responsables.

Pero lo que no le contó fue que el grupo era reducido, que a menudo se separaban y que, si alguien disparaba contra uno de ellos o se abalanzaba sobre alguien con un cuchillo o una pistola, era muy improbable que los demás pudieran acudir con suficiente rapidez para salvarlo, sobre todo porque no iban armados. Sencillamente, había que ser inteligente, rápido y mantener los ojos bien abiertos, lo que todos ellos hacían. Pero, por encima de todo, lo más importante era confiar en su propio instinto, en la bondad de los indigentes a los que atendían y en la gracia de Dios. A ninguno de ellos le cabía la menor duda de que podía suceder algo malo en cualquier momento, y Matt era más que consciente de ello.

– Esta conversación no acaba aquí, Ophélie, te lo aseguro -la amenazó cuando se acercaban a la casa.

– No ha sido algo premeditado, Matt -aseguró Ophélie a modo de explicación-. Una noche me llevaron con ellos, y fue amor a primera vista. Quizá un día deberías acompañarnos y verlo por ti mismo -lo invitó.

– No soy tan valiente como tú -replicó él con expresión horrorizada-, ni estoy tan loco. Me moriría de miedo.

Ophélie se echó a reír. No sabía por qué, pero se sentía bien ahí fuera y ya no pasaba miedo, ni siquiera cuando el drogadicto había sacado el arma, aunque no se lo contó a Matt; sin duda la habría hecho encerrar, tal como había amenazado. Desde luego, ninguna de sus explicaciones lo habían tranquilizado en lo más mínimo.

– No da tanto miedo como crees. En la mayoría de los casos ves situaciones tan tristes que te dan ganas de echarte a llorar. Te parte el corazón, Matt.

– Pues a mí lo que me preocupa es que alguien te meta un balazo en la cabeza.

Lo dijo con brusquedad, pero sus palabras expresaban cuanto sentía. Hacía mucho tiempo que nada lo trastornaba de aquel modo, tal vez desde que Sally le comunicara un día que se iba a Auckland con los niños. De repente estaba convencido de que su nueva amiga moriría, y no quería que eso les sucediera a ella, a Pip ni a él mismo. Hacía tiempo que no se jugaba tanto; las apreciaba mucho a ambas y también él corría un riesgo, un riesgo emocional.

Al llegar a la casa añadió un tronco al fuego. Ophélie lo había ayudado a fregar los platos de la comida antes de salir, y Matt se quedó contemplando las llamas durante largo rato antes de volverse hacia ella.

– No sé qué tendré que hacer para que dejes esta locura, Ophélie, pero te aseguro que no desistiré hasta convencerte de que es una idea espantosa.

No quería asustar a Pip, de modo que dejó de hablar del asunto, pero se mostró preocupado el resto de la tarde. Quedaron para cenar la semana siguiente a fin de celebrar el cumpleaños de Pip.

– Siento haberle hablado de los indigentes, mamá -se disculpó Pip con evidentes remordimientos cuando se alejaron de la casa.

Ophélie la miró con una sonrisa compungida.

– No pasa nada, cariño. Supongo que no es bueno tener secretos.

– ¿Es tan peligroso como dice Matt? -preguntó la niña, inquieta.

– La verdad es que no -intentó tranquilizarla Ophélie.

En realidad, no era ninguna mentira, ya que se sentía a salvo con el equipo.

– Tenemos que andar con cuidado, pero si lo hacemos no pasa nada. A nadie le ha pasado nunca nada, y quieren que siga siendo así, y yo también.

Sus palabras apaciguaron a Pip.

– Deberías decírselo a Matt -señaló tras observar unos instantes a su madre-. Creo que está muy preocupado por ti.

– Nos aprecia mucho.

Pero lo cierto era que había muchas cosas peligrosas en la vida; nada estaba por completo exento de peligro.

– Quiero a Matt -declaró Pip.

Era la segunda vez que lo decía en dos días, y Ophélie guardó silencio durante el resto del trayecto. Hacía mucho tiempo que nadie se mostraba protector con ella, ni siquiera Ted. De hecho, su marido apenas le había prestado atención los últimos años; estaba demasiado absorto en sus asuntos para preocuparse por ella, además de que no había motivo. La persona por la que Ophélie siempre se había preocupado, sobre todo después de los intentos de suicidio, era Chad, y Ted tampoco se ocupaba de él. Por regla general, solo se ocupaba de sí mismo, pero aun así Ophélie lo amaba.

Aquella noche, Pip llamó a Matt para darle las gracias por el agradable día en la playa y, al cabo de unos minutos, él le pidió que le pasara a su madre. Ophélie casi temía coger el teléfono, pero lo hizo.

– He estado pensando en lo que hemos hablado y he decidido que estoy enfadado contigo -espetó Matt con fiereza-. Es lo más irresponsable que he visto en mi vida para una mujer en tu situación y creo que deberías ir al psicólogo o volver a la terapia de grupo.

– Fue el director del grupo quien me recomendó ir al centro -le recordó Ophélie.

Matt resopló.

– Estoy seguro de que no se imaginaba que acabarías con el equipo de asistencia, sino que te dedicarías a servir cafés, enrollar vendas o lo que sea que hagan allí.

Sabía muy bien lo que hacían; había leído el artículo, pero a todas luces estaba muy alterado.

– Te prometo que no me pasará nada.

– No puedes prometer una cosa así, ni siquiera a ti misma, ni por supuesto a Pip. No puedes prever ni controlar lo que sucede ahí fuera.

– No, pero mañana podría atropellarme un autobús o esta noche podría quedarme fulminada en la cama por un ataque al corazón. No se puede controlar todo en la vida, Matt, lo sabes tan bien como yo.

Ophélie había adoptado una actitud mucho más filosófica ante la vida y la muerte tras la pérdida de Ted y Chad. Morir ya no se le antojaba algo tan aterrador; sabía que la muerte era lo único que escapaba a todo control.

– Eso es mucho menos probable y lo sabes -insistió Matt, exasperado.

Tras unos minutos colgaron. Ophélie no tenía intención de dejar el equipo, y Matt lo sabía. Lo que no sabía era qué hacer al respecto, pero pasó la semana entera pensando en el asunto y volvió a sacar el tema a colación después de la cena de cumpleaños de Pip, en cuanto la niña se acostó.

Las había llevado a un pequeño restaurante italiano que a Pip le encantó. Los camareros le habían cantado «Cumpleaños feliz» con retumbantes voces de barítono, y Matt le había regalado los utensilios de pintura que tanta ilusión le hacían, así como una sudadera con las palabras «Eres mi mejor amiga» pintadas por él en la pechera. Estaba encantada; había sido una velada encantadora y, como siempre, Ophélie le estaba muy agradecida, pero también sabía lo que se avecinaba. Se lo veía en la cara, y él sabía que ella lo veía. Empezaban a conocerse bien.