– Mamá dice que hace años que no sabe nada de ti.
– Os seguí escribiendo durante tres años después de dejar de recibir vuestras cartas -explicó Matt, trastornado.
– No fuimos nosotros quienes dejamos de escribir, sino tú -exclamó Robert con idéntica expresión.
– No es verdad. Tu madre me dijo que ya no queríais saber nada de mí, que solo queríais estar con Hamish. Por entonces llevaba tres años escribiéndoos sin recibir respuesta. Un buen día me preguntó si permitiría que Hamish os adoptara, pero le dije que no. Sois mis hijos y siempre lo seréis. Pero después de tres años de silencio acabé por desistir. Desde entonces han pasado tres años más. Sin embargo, tu madre y yo siempre hemos estado en contacto. Siempre me decía que Vanessa y tú erais más felices sin mí, que eso es lo que queríais, así que os dejé en paz.
Tardaron toda la tarde en encajar todas las piezas del rompecabezas, pero una vez explicadas ambas partes de la historia, lo sucedido era evidente. Sally había interceptado sus cartas y contado a sus hijos que Matt había dejado de escribir, al tiempo que decía a Matt que sus hijos ya no querían saber nada de él. Se había asegurado de que Hamish lo sustituyera como padre y quizá incluso le había mentido al respecto. Había arrebatado los niños a Matt con gran astucia y malicia, pensando que sería para siempre, y así había sido durante seis años. Lo había hecho con una inteligencia rayana en la genialidad. Robert le contó que llevaba buscándolo desde septiembre y que por fin lo había localizado tres días antes, decidiendo que su regalo de Acción de Gracias consistiría en visitar a su padre. Tan solo temía que Matt no quisiera verlo. Nunca había entendido por qué su padre los había abandonado y tenía miedo de que no quisiera saber nada de él. No esperaba el recibimiento ni la historia que acababa de escuchar. Ambos lloraron al darse cuenta de lo que había sucedido, y se abrazaron una y otra vez en el sofá. Ya era noche cerrada cuando quedaron desentrañados todos los misterios. Robert le mostró una fotografía de Vanessa, una preciosa jovencita rubia de dieciséis años. Al cabo de unos minutos la llamaron; Robert sabía dónde estaba, y en Nueva Zelanda eran las tres de la tarde.
– Tengo una sorpresa para ti -anunció Robert a su hermana con aire misterioso, abrumado por lo que estaba a punto de hacer y aferrado a la mano de su padre con lágrimas en los ojos-. Tengo mucho que contarte. Ya hablaremos y te lo contaré todo, pero ahora mismo alguien quiere saludarte.
– Hola, Nessie -musitó Matt.
Por un instante reinó el silencio en el otro extremo de la línea. Las lágrimas rodaban por las mejillas de Matt.
– ¿Papá?
A sus oídos, todavía hablaba como una niña pequeña, casi como siempre, aunque un poco más adulta. Al poco, también ella rompió a llorar.
– ¿Dónde estás? No lo entiendo. ¿Cómo te ha encontrado Robert? Siempre he pensado que habías muerto y que nadie se había enterado. Mamá no sabía nada de ti. Siempre decía que habías desaparecido de la faz de la tierra.
Pero no lo suficiente para su gusto, pensó Matt. Qué traición tan malvada. Y durante todo ese tiempo, había seguido cobrando los cheques de la pensión y enviándole postales por Navidad.
– Ya te lo contaré en otro momento. No me he ido a ninguna parte. Creía que los que habíais desaparecido erais vosotros. Robert y yo te lo explicaremos todo. Solo quería decirte que te quiero… Llevo seis años queriendo decírtelo. Parece que mamá ha jugado con todos nosotros. Os escribí durante tres años sin obtener respuesta.
Quería que al menos supiera eso.
– Nunca recibimos tus cartas -exclamó Vanessa, desconcertada.
Era demasiada información para asimilarla de una sola vez. La madre en la que confiaban, la mujer a la que él había amado, había cometido un crimen terrible.
– Lo sé. No le digas nada a tu madre; quiero hablar con ella personalmente. Estoy muy contento de hablar contigo y tengo muchas ganas de verte -dijo con vehemencia-. Iré a verte pronto. Podríamos pasar juntos las Navidades.
– ¡Uau, eso sería genial!
Seguía hablando como una niña americana, una versión algo más madura de Pip. Quería que ella y Ophélie conocieran a sus hijos.
– Te llamaré dentro de unos días. Tenemos que recuperar el tiempo perdido. Estás preciosa en la foto que Robert me ha enseñado. Has heredado el pelo de mamá.
Pero no su corazón, por suerte, ni su mente retorcida. No podía creer que la mujer a la que había querido y con la que había estado casado le hubiera estafado a sus hijos durante seis años. No se le ocurría traición más espantosa. Ni siquiera alcanzaba a imaginar cómo se le habría ocurrido cometer semejante monstruosidad. Tenía muchas cosas que decirle, pero primero quería calmarse, ya que sabía que de lo contrario no podría mostrarse coherente. También llamaría a Hamish. Suponía que estaba metido en el ajo, pero Robert no parecía estar de acuerdo e insistía en que era un buen tipo; al menos se había portado bien con ellos. Pero lo que había hecho Sally era imperdonable. En cualquier caso, sabía que él nunca podría perdonárselo.
Matt y Vanessa hablaron unos minutos más, y luego su hija habló de nuevo con Robert, quien intentó explicarle cuanto sabía. También a ellos les resultaba increíble, pero Robert creía a su padre. Veía en sus ojos que decía la verdad y también comprendía el precio que había pagado. Matt sufría un dolor insondable que no era capaz de ocultar, ni siquiera ahora ante su hijo. Advertir ese dolor y saber lo que había pasado ponía en peligro la relación de Robert con su madre, lo cual también era duro para él.
Hablaron durante horas y seguían charlando cuando Pip llamó. Robert escuchó la conversación con atención.
– ¿Qué pasa? -preguntó, deseoso de saberlo todo sobre su padre, también quiénes eran sus amigos y qué clase de vida llevaba.
– Una viuda y su hija. Por lo visto ha pasado algo malo.
– ¿Es tu novia? -quiso saber Robert con una sonrisa.
– No, solo somos amigos. Lo ha pasado muy mal. Su marido y su hijo murieron el año pasado.
– Qué horror… ¿Tienes novia? -insistió su hijo con una sonrisa más amplia.
Se alegraba muchísimo de estar allí y quería asimilarlo todo. Matt le había preparado un bocadillo y servido una copa de vino, pero el joven estaba demasiado emocionado para comer o beber.
– No, no tengo novia -rió Matt-, ni tampoco esposa. Vivo como un ermitaño.
– Y todavía pintas -comentó Robert al ver los retratos de él, su hermana y Pip-. ¿Quién es?
– La niña que ha llamado.
– Se parece a Nessie -observó Robert, contemplando absorto la pintura.
Había algo fascinante en sus ojos, un matiz conmovedor en su sonrisa.
– Cierto. La he pintado como regalo sorpresa para su madre, que cumple años la semana que viene.
– Es bueno. ¿Y seguro que su madre no es tu novia?
Algo en su modo de hablar de ella suscitó las sospechas de Robert.
– Que no. ¿Y qué me dices de ti? ¿Tienes mujer o novia?
Robert se echó a reír y le habló de su amor actual, las clases en Stanford, los amigos, sus pasiones y su vida. Tenían que recuperar seis años perdidos, de modo que siguieron hablando durante casi toda la noche. Eran las cuatro de la madrugada cuando Robert se dejó caer en la cama de Matt, que se acostó en el sofá. Robert no tenía pensado pasar la noche en casa de su padre, pero no le apetecía marcharse.
A la mañana siguiente, nada más despertar, reanudaron la conversación. Matt le preparó huevos con beicon, y a las diez, Robert anunció que tenía que marcharse, aunque prometió que volvería la semana siguiente; tenía planes para el fin de semana. Matt anunció que iría a verlo a Stanford entre semana.
– No te librarás de mí -advirtió a su hijo, feliz por primera vez en muchos años, como Robert.