El corazón de Matt dio un vuelco.
– ¿Estás dispuesta a dar a lo nuestro una oportunidad al menos? No tomes ninguna decisión todavía. Los dos tenemos derecho a ser felices. No descartemos esto antes de que empiece. ¿De acuerdo?
– Lo intentaré.
Era cuanto podía prometerle. En lo más hondo de su ser, creía que a Matt le convenía otra persona, alguien menos complicado, que hubiera sufrido menos que ella. A veces se sentía tan dañada… Sin embargo, con él siempre se sentía en paz, entera y segura, lo cual significaba mucho.
Aquel fin de semana, Matt fue a la ciudad para cenar con ella y Pip, y el domingo las dos fueron a visitarlo a la playa. Robert había ido a pasar el día, y Matt estaba ansioso por que se conocieran. Ophélie quedó muy impresionada. Era un muchacho magnífico y, pese a los años que habían pasado separados, se parecía mucho a Matt. Como tan a menudo ocurre, la genética se había impuesto, y en este caso para bien. En un momento dado habló con gran franqueza de la perfidia de su madre, y a todas luces estaba consternado por ella. Sin embargo, parecía aceptarla e incluso quererla como era. Tenía un alma bondadosa, proclive al perdón, aunque comentó que Vanessa estaba furiosa con Sally y no le dirigía la palabra desde que sabía lo ocurrido.
Para cuando volvió a la ciudad con Pip, Ophélie se sentía mejor. Matt le había rodeado los hombros con el brazo en varias ocasiones y la había cogido de la mano mientras paseaban por la playa. Sin embargo, no la atosigó ni dejó entrever a Pip que había algo entre ellos. Quería conceder a Ophélie tiempo para adaptarse. Su relación pasada, presente y futura revestía gran importancia para él, y quería tratarla con mimo, darle todo el tiempo y espacio que necesitara para hacerle un hueco en su corazón.
El lunes por la noche, cuando estaba a punto de descolgar el teléfono para llamarla, el aparato sonó. Esperaba que fuera ella. El día antes la había visto contenta y relajada, al igual que por la noche, cuando la llamó. Quería decirle que la quería, pero no lo había hecho, pues deseaba decírselo en persona la primera vez, no por teléfono. Sin embargo, no era Ophélie quien llamaba, ni tampoco Pip. Era Sally desde Auckland, y Matt se aterrorizó al escuchar su voz. Sally estaba llorando, y Matt pensó de inmediato en su hija, aterrado por la posibilidad de que le hubiera ocurrido algo.
– ¿Sally?
Apenas alcanzaba a entenderla, pero, aun después de tantos años, reconoció su voz al instante.
– ¿Qué pasa? ¿Qué es lo que sucede?
Las únicas palabras que distinguió fueron «desplomado… pista de tenis…», y de repente, con una sensación de alivio casi pecaminosa, comprendió que Sally hablaba de su marido, no de su hija menor.
– ¿Qué? No te entiendo. ¿Qué le ha pasado a Hamish?
¿Y por qué lo llamaba a él?
Sally profirió un sollozo desgarrador y a continuación escupió las palabras.
– Está muerto. Tuvo un infarto hace una hora en la pista de tenis. Intentaron reanimarlo, pero… se fue.
De nuevo empezó a sollozar mientras Matt escuchaba con la mirada perdida en el vacío, rememorando los últimos diez años de su vida. El día que Sally le anunció que lo dejaba y se iba a Auckland. El hecho de que se hubiera liado con su amigo y terminado el matrimonio por él… y luego el traslado a Auckland con sus hijos…
– Hamish y yo íbamos a casarnos, Matt.
El disparo directo al corazón… los viajes durante cuatro años para ver a sus hijos para que ella acabara apartándolo de ellos durante los últimos seis… Y ahora lo llamaba para contarle que Hamish había muerto. Ni siquiera sabía qué sentía por su antiguo amigo traidor… por ella… por sí mismo… No era capaz de pensar.
– ¿Estás ahí, Matt?
Sally hablaba sin parar entre sollozos, algo relativo al funeral, sus hijos, y si Matt creía que Robert debía volver a casa para el entierro, porque Hamish había sido tan bueno con él… y los hijos que había tenido con Hamish eran tan pequeños… Matt se sentía abrumado.
– Sí, estoy aquí. -De repente pensó en su hijo-. ¿Quieres que llame a Robert para decírselo? Si crees que será demasiado doloroso para él, puedo ir a Stanford.
Resultaba curioso cómo intercedía en ocasiones el destino. Un padre reaparecía en la vida de Robert justo antes de que otro desapareciera de ella. Muy peculiar.
– Ya le he llamado -repuso ella con sequedad, como siempre sin considerar el efecto que la noticia podía causar en Robert; muy típico de Sally.
– ¿Y cómo se lo ha tomado? -inquirió él, preocupado.
– No lo sé. Adoraba a Hamish.
– Voy a llamarlo -anunció Matt, ansioso por colgar el teléfono.
– ¿Quieres venir al funeral? -preguntó Sally sin detenerse a pensar en la distancia, el tiempo ni sus sentimientos.
Hamish lo había traicionado, había estado a punto de destrozarle la vida, eso sí, con ayuda de Sally.
– No -replicó.
– Puede que Vanessa y yo llevemos a los niños a Estados Unidos por Navidad -musitó ella en tono afligido-. No creo que debas venir a verla esta semana, a menos que quieras acompañarnos al funeral.
Matt tenía intención de tomar el avión el jueves para visitar a su hija después de seis largos, interminables y vacíos años sin ver a sus hijos. Sin embargo, a todas luces no era el mejor momento.
– Esperaré. Iré en cuanto las cosas se calmen, a menos que me la envíes aquí.
Dijo «enviar», no «traer», pues no le había hecho ni pizca de gracia la insinuación de que Sally acompañaría a su hija. No tenía ningunas ganas de volver a ver a su ex mujer.
– Ahora mismo tienes otras cosas en que pensar.
Un funeral que planificar, un marido al que enterrar, decisiones que tomar, otras vidas que destruir… Desde luego, no albergaba ningún sentimiento amistoso hacia ella desde que el regreso de Robert desenmascarara su traición. Sabía que jamás podría perdonarla por lo que había hecho.
– No quiero ni imaginar qué significará esto para nuestra empresa -exclamó Sally en tono quejumbroso.
Como siempre, solo pensaba en el trabajo; en este sentido, nada había cambiado.
– Es duro, lo sé -espetó él con una amargura que Sally no detectó-. Véndela, Sal, no pasa nada. Seguro que encuentras otras cosas que hacer. No sirve de nada aferrarse al pasado.
Eran casi las mismas palabras que ella le había dicho diez años antes, pero ya no las recordaba. Por insensibles que fueran sus comentarios, nunca los recordaba ni se responsabilizaba de ellos. Los sentimientos y el bienestar de los demás jamás aparecían en la pantalla de su radar.
– ¿Realmente crees que debo venderla? -preguntó con seriedad e interés, mientras que lo único que quería Matt era colgar y llamar a su hijo.
– No tengo ni idea. Tengo que dejarte. Siento lo de Hamish, dales de mi parte el pésame a sus hijos. Ya te avisaré cuando vaya a ver a Ness, y por favor, dile que la llamaré más tarde.
Dicho aquello colgó.
Llamó a Robert y lo localizó en su habitación de la residencia de Stanford. No estaba llorando, pero parecía triste y algo perdido.
– Lo siento, hijo, sé que lo querías. A mí también me caía bien.
Antes de que destruyera mi vida, añadió mentalmente Matt.
– Sé que fastidió tu matrimonio con mamá, pero siempre se portó muy bien con nosotros. Lo siento por mamá; por teléfono parecía destrozada.
Pero no lo suficiente para no comentar con Matt el futuro de su empresa. El engranaje de su cerebro siempre giraba en su beneficio; Sally siempre había sido así y, en un momento dado, Hamish le había convenido más. Tenía más dinero, más juguetes, más casas y más sentido del humor, de modo que dejó tirado a su marido para irse con él. Todavía le costaba asimilarlo y sabía que siempre le costaría. Había pagado un precio demasiado alto, todo lo que amaba, su esposa, sus hijos, la empresa… De hecho, la empresa importaba menos, pero lo demás era irreemplazable. Diez espantosos años de su vida.