En más de una ocasión se le había ocurrido que una de las razones de Ophélie para trabajar con el equipo era una pulsión suicida, pero, fuera cual fuese el motivo, estaba resuelto a salirse con la suya y conseguir que lo dejara. No le importaba que trabajara en el centro, pero no quería que saliera a las calles. No se trataba de que no la respetara, sino de que quería salvarla de sí misma y sus ideas altruistas.
– Ophélie, lo digo en serio. Quiero que lo dejes, puedes ayudar a los indigentes de otras formas. Te lo debes a ti misma.
– Nada es más efectivo que el trabajo del equipo. Atienden a los indigentes donde más lo necesitan, les dan lo que les hace falta. Los más desesperados no son capaces de acudir a nosotros; tenemos que llegar hasta ellos -explicó Ophélie en un intento de convencerlo, como siempre, como él hacía con ella.
Era una lucha pendiente entre ellos, pero Ophélie no cedía ni un milímetro. Sin embargo, Matt seguía intentándolo y no pensaba cejar en su empeño.
– Lo que no entiendes es que esas personas no son delincuentes. Son seres tristes, rotos, muy necesitados de ayuda. Algunos son unos críos, y también hay muchos ancianos. No puedo darles la espalda y decirme que ya se encargará otro de ellos. Si no lo hago yo, ¿quién los ayudará? Muchos de ellos son buenas personas, y tengo una responsabilidad para con ellos. ¿Qué otra cosa quieres para Navidad? -preguntó tanto para cambiar de tema como para obtener información acerca de sus gustos.
Pero Matt meneó la cabeza.
– Eso es lo único que quiero, y si no me lo das, Papá Noel te traerá carbón o caca de reno.
A veces se preguntaba si Ophélie tendría razón y él estaría exagerando. Ella era muy persuasiva, pero su actitud no convencía a Matt. En aquel momento se echó a reír por su comentario, sin saber que Matt tenía su regalo envuelto y preparado desde hacía días. Esperaba que le gustara. Y con el permiso de Ophélie, había comprado una preciosa bicicleta para Pip, que la niña podría usar en el parque de la ciudad y en la playa cuando fueran de visita. Estaba contento, porque era un regalo paternal, algo que a su madre no se le habría ocurrido comprarle. Ophélie llevaba semanas comprando ropa y juegos para su hija. Tenía una edad complicada, demasiado mayor para los juguetes y demasiado joven para los regalos de adolescente. A sus doce años, se hallaba en tierra de nadie. Matt había escondido la bicicleta en el garaje de la playa, bajo una sábana, y Ophélie le había asegurado que Pip se entusiasmaría.
El único regalo que Matt no quería era el que recibió la semana anterior a Navidad, una llamada de Sally anunciándole que llegaba al día siguiente con Vanessa y sus dos hijos pequeños. Los cuatro hijos de Hamish pasarían las Navidades con su madre, y Sally había decidido ir a San Francisco «para verle», según lo expresó. Lo único que Matt quería era ver a su hija, no a su ex mujer. Planeaban alojarse en el Ritz. En cuanto colgó, Matt llamó a Ophélie, que estaba a punto de salir con el equipo.
– ¿Qué se supone que debo hacer? -exclamó Matt, irritado-. No pienso verla, solo quiero ver a Nessie. La buena noticia es que irá conmigo a Tahoe… Nessie, no Sally -puntualizó.
No obstante, Ophélie se inquietó, aunque no quería dejárselo entrever a Matt. Estaba demasiado vinculada a Matt para que no la afectara el espectro de su ex mujer. ¿Y si volvía a enamorarse de ella? Si había sucedido una vez, podía suceder de nuevo pese a todo lo que le había hecho Sally. En los últimos días había conseguido tranquilizarse, pero la llegada inminente de Sally la alteró de nuevo. Intuía que Matt la vería y de ese modo reavivaría antiguos sentimientos. Los hombres eran muy ingenuos en aquellas lides, y la insistencia de Sally revelaba que tramaba algo. Con toda la delicadeza de que fue capaz, intentó advertírselo a Matt.
– ¿Sally? Qué tontería. Lo nuestro está muerto y enterrado. Lo que pasa es que se aburre y no sabe qué hacer con su vida, con la empresa… No tienes nada de que preocuparte, Ophélie. Lo tengo superado desde hace diez años.
Hablaba con gran convicción, pero todas las alarmas de Ophélie se habían disparado.
– Cosas más raras se han visto -señaló con sabiduría.
– No en mi caso. Hace años que lo tengo superado, y ella más. No olvides que me abandonó por un tipo con más dinero y más juguetes -masculló, aún afectado por el golpe.
– Pero ahora el dinero lo tiene ella, y él ya no está. Y Sally está asustada y se siente sola. Créeme, todavía no te has librado de ella.
Pero Matt discrepó con vehemencia… hasta que Sally llegó al Ritz y lo llamó una hora más tarde para preguntarle con voz acaramelada si quería ir a tomar el té. Añadió que estaba agotada del viaje y tenía un aspecto horrible, pero que se moría de ganas de verlo. Matt quedó tan atónito que apenas supo qué responder.
De inmediato le acudieron a la mente las advertencias de Ophélie, pero las desechó con igual rapidez. Sally se limitaba a mostrarse amable por los viejos tiempos, pero ni siquiera su amabilidad le importaba y menos aún desde que sabía que le había arrebatado a los niños. Su mente racional la odiaba, pero otras partes de él reaccionaban de forma instintiva a los recuerdos. Era un reflejo pavloviano que lo enfureció; era el método de Sally para atormentarlo y comprobar si aún podía tirar de los antiguos hilos.
– ¿Dónde está Nessie? -preguntó con sequedad, desesperado por ver a su hija, no a Sally, lo antes posible.
– Aquí -repuso Sally con voz mimosa-. También está muy cansada.
– Dile que ya dormirá más tarde. Estaré en el vestíbulo dentro de una hora; quiero que me espere allí.
Estaba tan emocionado que estuvo a punto de colgarle el teléfono a Sally, quien le prometió darle el recado a Vanessa. La joven también se moría de impaciencia por ver a su padre.
Matt se duchó, se afeitó y se cambió de ropa. Llevaba americana y pantalones grises, y ofrecía un aspecto muy apuesto al cruzar el umbral del Ritz-Carlton. Miró en derredor con nerviosismo. ¿Y si no la reconocía? ¿Y si había cambiado tanto que…? Y entonces la vio, de pie como una paloma, con el mismo rostro de niña en un cuerpo de mujer, el cabello largo, rubio y liso… Se abrazaron llorando. Vanessa sepultó el rostro en su cuello, lo besó y le acarició el rostro. La crueldad de su larga separación se ponía de manifiesto en el ansia con que se abrazaban. Matt no quería volver a soltarla jamás y tuvo que sobreponerse para retroceder un poco y así poder contemplarla. La miró con los ojos inundados de amor, y ambos se echaron a reír entre lágrimas.
– Oh, papá… estás igual… No has cambiado nada…
Vanessa no podía dejar de llorar y reír a un tiempo. Matt nunca había visto a nadie tan hermoso como su hija pequeña. El corazón le estallaba al mirarla, al comprender cuan angustiosa había sido tan larga ausencia. Todos los sentimientos que se había obligado a contener durante seis años se adueñaron de él en una oleada imparable.
– ¡Pues tú sí has cambiado! ¡Uau!
Tenía un cuerpo espectacular, como su madre de jovencita. Llevaba un corto vestido gris, zapatos de tacón, maquillaje suficiente para estar preciosa sin rayar en la vulgaridad y diminutos pendientes de diamantes, sin duda regalo de Hamish; siempre había sido generoso con los hijos de Matt.
– ¿Qué quieres hacer? ¿Te apetece un poco de té? ¿Ir a algún sitio?
Por su parte, él solo quería estar con ella.
Vanessa titubeó un instante, y entonces Matt los vio a lo lejos. No se había fijado en nadie más desde que viera a su hija. Pero Sally estaba en medio del vestíbulo, acompañada por una mujer con aspecto de niñera y dos niños pequeños. Los años apenas habían pasado por ella; seguía siendo una mujer bien parecida, aunque algo más corpulenta que antes. Y los niños, que contaban seis y ocho años, eran una monada. Pero en lugar de dejar a Vanessa a solas con él después de tantos años, Sally tenía que entrometerse, que era precisamente lo que no quería Matt, que la vio aproximarse con enojo mientras Vanessa la fulminaba con la mirada. Sally llevaba un vestido corto de color negro, zapatos caros y sexys, abrigo de visón y pendientes de diamantes bastante más grandes que los de Vanessa, a todas luces regalo de su difunto esposo.