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– Lo siento, Matt, espero que no te importe… No he podido resistir la tentación… y quería que conocieras a los niños.

La última vez que los había visto, en Auckland, tenían dos años y pocos meses respectivamente. Eran muy guapos, pero lo que quería era estar con Vanessa, no con Sally y sus hijos. Ya le había hecho suficiente daño; lo único que quería era que volviera a desaparecer de su vida.

Matt saludó a los niños con una cálida sonrisa, les alborotó el cabello y dirigió una cortés inclinación de cabeza a la niñera. No era culpa de los pequeños que su madre se comportara tan mal, pero quería dejar las cosas claras con ella.

– A Vanessa y a mí nos gustaría pasar un rato a solas. Tenemos mucho tiempo perdido que recuperar.

– Claro, claro, lo entiendo -aseguró Sally, que no lo entendía.

Le importaban bien poco las necesidades de los demás, sobre todo las de Matt. Asimismo, hacía caso omiso de la evidente furia que Vanessa le demostraba. La joven aún no había perdonado a su madre por apartarlos de su padre durante seis años y juraba que jamás lo haría.

– He prometido a los niños que iríamos a Macy's a ver a Papá Noel y quizá también a Schwarz. Podríamos quedar para cenar todos juntos mañana por la noche, si estás libre -propuso con la sonrisa que lo había deslumbrado cuando se conocieron, pero ya no.

Sabía que tras aquella sonrisa vivía un tiburón, y las mordeduras habían sido demasiado profundas para volver a caer en la trampa. No obstante, había que reconocer que jugaba bien sus cartas. Cualquier otra persona la habría considerado encantadora y amable. En cualquier caso, quisiera lo que quisiese de él, a Matt le importaba un comino.

– Ya te diré algo -repuso vagamente.

Acto seguido condujo a Vanessa hacia el rincón del vestíbulo donde servían el té. Al cabo de unos instantes vio a Sally, la niñera y los niños cruzar las puertas giratorias y subir a la limusina que los aguardaba. Su ex mujer era una mujer rica ahora, más que antes incluso, pero desde el punto de vista de Matt ello no contribuía en absoluto a su encanto. Nada podía contribuir a su encanto; Sally tenía cuanto una persona podía desear, buena presencia, talento, cerebro, estilo… Todo, salvo corazón.

– Lo siento tanto, papá -musitó Vanessa en cuanto se sentaron.

Comprendía y admiraba a su padre por la elegancia con que había manejado la situación. Vanessa había hablado durante horas con su hermano acerca de lo sucedido y estaba mucho menos dispuesta a perdonar que Robert, que siempre justificaba a su madre y afirmaba que Sally ignoraba el efecto que provocaba en la gente. Sin embargo, Vanessa la odiaba con toda la intensidad de que es capaz una adolescente de dieciséis años, y en este caso con causa fundada.

– La odio, papá -sentenció sin ambages.

Matt no discrepó, pero tampoco quería avivar las llamas ni animarla a odiar a su propia madre, de modo que se mostró muy discreto por el bien de Vanessa. Sin embargo, no había forma de adornar ni explicar la actitud de Sally. Durante seis años los había alejado a unos de otros para sus propios fines. Casi media vida para los niños, más incluso para él, y lo único que querían era recuperar el tiempo perdido.

– No tienes que cenar con ella mañana. Solo quiero estar contigo.

Vanessa comprendía la situación y se mostraba muy madura para una chica de dieciséis años, aunque lo cierto era que también había pasado lo suyo.

– Yo también -convino él con sinceridad-. No quiero enzarzarme en una batalla con tu madre, pero tampoco convertirme en su mejor amigo, la verdad.

Ya era mucho que estuviera dispuesto a mostrarse civilizado con ella.

– No pasa nada, papá.

Hablaron durante tres horas en el vestíbulo del Ritz. Matt volvió a contarle lo que ya sabía, la historia de los seis años de separación. Luego le preguntó cosas sobre ella, sus amigos, el colegio, su vida, sus sueños. Le encantaba estar con ella, absorber todos los detalles. Vanessa y Robert pasarían las Navidades con él en Tahoe, sin su madre. Sally iría a Nueva York a ver a unos amigos en compañía de sus dos hijos. Por lo visto, no tenía adonde ir y buscaba algo. De no aborrecerla tanto, la habría compadecido.

Sally volvió a llamarle al día siguiente para comentar lo de la cena e intentó persuadirlo para que acudiera. Matt se mostró paciente pero firme, y enseguida cambió de tema para hablar de Vanessa y cantar sus alabanzas.

– Has hecho un buen trabajo con ella -elogió con generosidad.

– Es una buena chica -asintió Sally.

A continuación le dijo que estaría en la ciudad otros cuatro días. Matt ardía en deseos de que se marchara; no tenía ningunas ganas de verla.

– ¿Qué me dices de ti, Matt? ¿Cómo te va la vida?

Era un tema que decididamente no quería tratar con ella.

– Bien, gracias. Siento lo de Hamish. Será un gran cambio para ti. ¿Te quedarás en Auckland?

Quería ceñir la conversación a los asuntos más prosaicos, como la casa y sus hijos, pero ella no.

– No tengo ni idea. He decidido vender la empresa. Estoy cansada, Matt. Ya es hora de dejarlo y dedicarme a oler las rosas, como suele decirse.

Una buena idea, pero conociendo a Sally lo más probable es que se dedicara a aplastarlas y quemar los pétalos. Matt lo sabía muy bien.

– Parece lo más sensato.

Respondía a los comentarios de su ex mujer con frases cortas y desprovistas de emoción. No tenía intención de bajar el puente levadizo y esperaba que los cocodrilos del foso la devoraran si intentaba asaltar el castillo.

– Imagino que sigues pintando… Tienes tanto talento… -prosiguió ella, efusiva.

En aquel momento hizo una pausa y cuando siguió hablando lo hizo con voz infantil y triste. Era una táctica que Matt casi había olvidado, encaminada a salirse con la suya.

– Matt… -empezó con un titubeo que apenas duró un instante-. ¿Tan horrible te parece cenar conmigo esta noche? No quiero nada de ti, solo enterrar el hacha de guerra.

De hecho, como Matt bien sabía, ya la había enterrado años atrás, en su espalda, y allí se había quedado, oxidándose cada vez más. Arrancarla no haría sino empeorar las cosas y conseguir que se desangrara.

– Suena bien -suspiró con voz cansina, pues Sally lo agotaba con sus estratagemas-. Pero no creo que cenar juntos sea buena idea. No tiene sentido; dejemos las cosas como están. En realidad, no tenemos nada que decirnos.

– ¿Y qué me dices de una disculpa? Sabe Dios que te debo muchas -insistió ella en voz baja y tan vulnerable que casi le partió el corazón.

Experimentó el impulso de gritarle que dejara de hacer eso. Era demasiado fácil recordar cuánto había significado Sally para él, y al mismo tiempo resultaba tan difícil. No podía hacerlo; aquello acabaría con él.

– No tienes que decir nada, Sally -aseguró Matt.

Hablaba como el marido que había sido, el hombre al que ella había conocido y amado, al que había estado a punto de destruir. A pesar de todo lo ocurrido entre ellos, seguían siendo los mismos, y ambos recordaban los buenos tiempos además de los malos.

– Es agua pasada.

– Pero es que quiero verte. Tal vez podamos volver a ser amigos -exclamó Sally, esperanzada.

– ¿Por qué? Ya tenemos amigos; no nos necesitamos el uno al otro.

– Tenemos dos hijos comunes. Quizá para ellos sea importante que volvamos a establecer un vínculo entre nosotros.