Qué curioso que no se le hubiera ocurrido aquella idea ni una sola vez en los últimos seis años. En cambio, ahora sí, porque encajaba en sus propósitos, fueran cuales fuesen. Matt sabía que ese vínculo favorecería a Sally, pero a él no, desde luego. Su ex mujer era presa de su narcisismo intrínseco. Todo giraba en torno a sus necesidades, nunca las de los demás.
– No sé… -farfulló-. No le veo el sentido.
– Perdón. Humanidad. Compasión. Estuvimos casados quince años. ¿No podemos ser amigos?
– ¿Sería muy grosero recordarte que me dejaste por uno de mis mejores amigos, te fuiste a vivir a miles de kilómetros de distancia con mis hijos y no me permitiste mantener el contacto con ellos durante seis años? Todo eso es muy difícil de asimilar, incluso entre «amigos», como dices tú. Ya me dirás qué prueba de amistad es esa.
– Lo sé, lo sé… He cometido muchos errores -se apresuró a replicar Sally.
Acto seguido puso voz de confesional, precisamente lo que no quería de ella.
– Si te sirve de consuelo, Hamish y yo nunca fuimos felices. Teníamos muchos problemas.
– Lo siento -murmuró Matt con un estremecimiento-. Siempre me dio la impresión de que erais muy felices. Era muy generoso contigo y con tus hijos.
Y un tipo decente. Hasta que se largó con Sally, a Matt siempre le había caído bien.
– Generoso sí, pero no tenía… aquello. No como tú. Le gustaba pasarlo bien y bebía como un cosaco, lo que acabó matándolo -constató sin compasión alguna-. No teníamos vida sexual.
– Sally, por favor… por el amor de Dios, no me interesa -masculló Matt, horrorizado.
– Lo siento, había olvidado que eres muy pudoroso.
Quizá en público, pero en el dormitorio no, desde luego, y Sally lo sabía. Lo había echado mucho de menos. Hamish contaba los chistes más verdes del mundo y le encantaba mirar culos y tetas, pero le gustaba tanto acostarse con una película porno y una botella como con ella.
– ¿Por qué no lo dejamos? Esta conversación carece de sentido. No puedes rebobinar la historia. Se acabó.
– No se acabó, nunca se ha acabado, y lo sabes.
Sally acababa de tocarle una fibra tan sensible que Matt dio un respingo. De eso llevaba escondiéndose una década. A pesar de todo lo que había sucedido, siempre la había querido, y ella lo sabía, aún lo percibía. Era un tiburón dotado de radar e instintos infalibles.
– Me da igual. Se acabó -persistió Matt.
El tono casi ronco que empleó produjo a Sally el mismo estremecimiento de siempre. Tampoco ella había conseguido olvidarlo. Había cortado la relación y amputado su vida como una extremidad inútil, pero los nervios que rodeaban el muñón seguían tremendamente vivos.
– Pues no cenes conmigo. Ven a tomar una copa. Veámonos un rato, por el amor de Dios. ¿Qué más da? ¿Por qué no?
Porque no quería sufrir más, se recordó Matt. No obstante, se sentía atraído hacia ella de forma irresistible y se odió por ello.
– Ya te vi ayer en el vestíbulo del hotel.
– No es verdad. Viste a la viuda de Hamish, a sus dos hijos y a tu hija.
– Pero esa eres tú -musitó él sin querer escuchar otra respuesta.
– No, no para ti, Matt.
El silencio que se hizo entre ellos era ensordecedor, y Matt maldijo para sus adentros. Sally le hacía perder el juicio, siempre lo había hecho. Conocía al dedillo todos sus puntos sensibles, sus debilidades, y le encantaba jugar con ellos.
– Vale, vale, pero solo media hora. Nos veremos, enterraremos el hacha, nos declararemos oficialmente amigos y luego, por el amor de Dios, sal de mi vida antes de que me vuelva del todo loco.
De nuevo había logrado llegar hasta él. Era su sino, el purgatorio en el que llevaba viviendo tanto tiempo después de que Sally lo condenara a él.
– Gracias, Matt -murmuró su ex mujer con dulzura-. Mañana a las seis. Ven a mi suite. No habrá nadie y podremos hablar.
– Hasta entonces -espetó él en tono gélido.
Estaba furioso consigo mismo por haber cedido. Por su parte, Sally rezaba por que no cancelara la cita. Sabía que si lo veía, aunque solo fuera durante media hora, todo podía cambiar, y lo peor de todo era que, al colgar el teléfono, Matt también lo sabía.
Capítulo 24
Al día siguiente, Matt llegó a la ciudad a las cinco, y a las seis menos cuarto entraba en el hotel. Paseó por el vestíbulo como un espía, y a las seis en punto llamaba al timbre de la suite de Sally. No quería estar allí, pero sabía que debía afrontar la situación de una vez por todas, ya que, de lo contrario, aquella historia lo atormentaría hasta el fin de sus días.
Sally abrió la puerta. Ofrecía un aspecto serio y elegante con su traje chaqueta negro, medias del mismo color, zapatos de tacón y el largo cabello rubio tan hermoso como el de su hija. Seguía siendo bellísima.
– Hola, Matt -lo saludó con naturalidad antes de ofrecerle una silla y un martini.
Recordaba que siempre le había encantado el martini. De hecho, ya no bebía, pero ese día aceptó. Sally se preparó otro y se sentó en el sofá frente a él. Como era de esperar, los primeros minutos resultaron incómodos, pero al poco los martinis surtieron efecto, y también como era de esperar la química existente entre ellos no tardó en aflorar. Al menos en lo que a ella respectaba, pues los sentimientos de Matt eran sutilmente distintos. Aún no identificaba las diferencias, pero sabía que, de algún modo, sus sentimientos por ella habían cambiado, y eso le produjo un profundo alivio.
– ¿Por qué no te has vuelto a casar? -le preguntó Sally, jugueteando con las aceitunas.
– Tú me curaste del matrimonio -repuso él con una sonrisa mientras admiraba sus piernas.
Las tenía tan bonitas como siempre, y la falda corta brindaba una panorámica impresionante.
– Llevo diez años viviendo como un ermitaño… Soy un recluso… un artista -explicó con ligereza.
No quería hacerla sentir culpable; aquella era su vida y se sentía a gusto con ella. De hecho, la prefería a la que habían llevado durante su matrimonio.
– ¿Por qué te haces eso a ti mismo? -inquirió ella con expresión preocupada.
– La verdad es que me gusta. He hecho lo que quería. He demostrado todo lo que quería demostrar, y ahora vivo en la playa y pinto… y hablo con niñas y perros perdidos -añadió, pensando en Pip.
Pensar en la niña lo hizo pensar en Ophélie, quien a su manera era mucho más hermosa que la mujer que tenía delante. Eran lo más distintas que podían ser dos personas.
– Necesitas una vida de verdad, Matt -insistió Sally en voz baja-. ¿Nunca te planteas volver a Nueva York?
Ella sí se lo había planteado. Nunca le había gustado mucho Auckland ni Nueva Zelanda, y ahora era libre para ir a donde le viniera en gana.
– Nunca -repuso él con sinceridad-. Ya me conozco el percal.
Pensar en Ophélie, aunque solo hubiera sido por un instante, lo ayudó a recobrar la cordura y guardar las distancias.
– ¿Qué me dices de París o Londres?
– Puede, cuando me canse de hacer el vago en la playa, pero todavía no es el caso. Cuando llegue el momento, es posible que me traslade a Europa. Pero ahora que Robert va a pasar los próximos cuatro años aquí, tengo muchos motivos para quedarme.
Y Vanessa le había dicho que tenía intención de ingresar en la UCLA al cabo de dos años, o tal vez incluso en Berkeley, de modo que Matt no iría a ninguna parte. Le habían robado a sus hijos durante demasiado tiempo, y ahora quería aprovechar cada minuto posible con ellos.
– Me sorprende que no te aburras viviendo como un recluso, Matt. Antes eras muy inquieto.
Y el director artístico de la agencia publicitaria más importante de Nueva York, con muchos clientes importantes y poderosos. Él y Sally habían fletado aviones, yates y mansiones para entretenerlos. Sin embargo, Matt llevaba diez años sin echar de menos aquella vida.