– ¡No, no, ahora! -exclamó dando saltitos de emoción mientras lo observaba rasgar el papel.
En cuanto Matt vio el contenido del paquete, se echó a reír. Eran unas zapatillas peludas amarillas de Paco Pico en su número.
– ¡Me encantan! -exclamó antes de abrazarla.
Se las puso y no se las quitó durante toda la cena.
– Son perfectas. Ahora los tres podremos llevarlas en Tahoe. Tú y tu madre tenéis que traer a Grover y Elmo.
Pip se lo prometió. Al poco estaba abrumada por la hermosa bicicleta que Matt le había comprado. Montó por el comedor y el salón, estuvo a punto de derribar el árbol y luego salió a dar una vuelta a la manzana mientras Ophélie ultimaba la cena.
– ¿Y tú qué? -preguntó Matt a Ophélie mientras ambos tomaban una copa de vino blanco-. ¿Estás preparada para recibir tu regalo?
Sabía que su regalo era un arma de doble filo y que cabía la posibilidad de que la trastornara, pero creía que a la larga le gustaría.
– ¿Puedes concederme unos instantes?
Ophélie asintió, y ambos se sentaron mientras Pip seguía fuera, probando la bicicleta nueva. Matt se alegró de poder pasar unos momentos a solas con su madre. Le alargó el regalo envuelto, y Ophélie no adivinó de qué se trataba. Era una caja grande y plana que no emitía sonido alguno cuando la agitó.
– ¿Qué es? -inquirió, conmovida aun antes de abrirlo.
– Ya lo verás.
Ophélie rasgó el papel y abrió la caja. Era un objeto plano protegido con plástico de burbujas; lo fue abriendo con cuidado y al apartar los últimos restos de papel, profirió una exclamación mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Se llevó una mano a la boca y cerró los ojos. Era Chad, un retrato magnífico de Chad que Matt había pintado para acompañar al de Pip que le había regalado por su cumpleaños. Por fin abrió los ojos, lo miró y se arrojó entre sus brazos sin poder contener el llanto.
– Dios mío, Matt… gracias… gracias…
Volvió a contemplar el retrato. Era como volver a ver a su hijo. De nuevo comprendió cuánto lo echaba de menos, pero al mismo tiempo el cuadro actuaba de bálsamo sobre sus heridas. Era perfecto.
– ¿Cómo lo has hecho?
Era Chad, sin lugar a dudas, incluso la sonrisa era idéntica.
En aquel momento, Matt se sacó algo del bolsillo y se lo alargó. Era la fotografía enmarcada de Chad que se había llevado del salón.
– Te pido disculpas; soy un cleptómano.
Ophélie se echó a reír.
– ¿Sabes que la estaba buscando? No entendía dónde podía haberse metido. Creía que Pip la habría cogido, pero no quería disgustarla preguntándoselo. Suponía que la tenía escondida en su habitación, en algún cajón… pero, en cualquier caso, me pasé semanas buscándola. -Dejó la fotografía sobre la mesa de la que Matt la había cogido para pintar el retrato-. ¿Cómo podré agradecértelo?
– No tienes por qué hacerlo. Te quiero y quiero que seas feliz.
Quería continuar, pero en aquel momento Pip irrumpió en la casa, con Mousse pisándole los talones y ladrando después de acompañarla en el paseo.
– ¡Me encanta la bici! -gritó la niña al pasar a escasos centímetros de una mesilla del vestíbulo y luego de otra. Por fin se detuvo ante ellos entre el chirrido de los frenos. Era una bicicleta de adulto, y a todas luces le gustaba muchísimo. Cuando Ophélie le mostró el retrato de Chad, Pip guardó silencio.
– Vaya… se parece mucho a él…
Se volvió hacia su madre y la cogió de la mano. Ambas contemplaron el cuadro durante largo rato. Los tres tenían lágrimas en los ojos. Fue un momento muy tierno hasta que Ophélie percibió un olor sospechoso procedente de la cocina. El pato no solo estaba asado, sino casi quemado.
– ¡Qué asco! -masculló Pip cuando su madre lo sirvió.
Disfrutaron de una cena y una velada deliciosas. Ophélie esperó a que Pip se acostara para darle su regalo. Era especial e importante para ella, y esperaba que le gustara. La expresión de Matt al abrir el paquete reflejó la misma emoción que el de ella al ver el retrato. Era un antiguo reloj Breguet de los años cincuenta que había pertenecido al padre de Ophélie. Una pieza hermosa que no tenía a quien regalar, ni marido, ni hijo, ni hermano. Lo había guardado para Chad, pero ahora quería que lo tuviera Matt. Éste se lo puso con actitud respetuosa, tan complacido como ella con el retrato de su hijo.
– No sé qué decir -musitó mientras contemplaba el bello reloj-. Te quiero, Ophélie -declaró antes de besarla.
Lo que compartían era lo que deseaba, tan distinto a lo que había compartido con Sally. Era una relación tranquila, poderosa y auténtica entre dos buenas personas que establecían entre ellos un vínculo sólido y sin prisas. Matt habría hecho casi cualquier cosa por Ophélie y por Pip, y ella lo sabía. Era una buena mujer, una mujer magnífica, y Matt se sentía muy afortunado. Se sentía a salvo en su compañía, como ella en la suya. Nada podía herirlos cuando se encontraban dentro del círculo de fuerza que compartían.
– Yo también te quiero, Matt. Feliz Navidad -susurró antes de devolverle el beso.
Aquel beso encerraba cuanto Ophélie sentía por él, toda la pasión contenida en su ser.
Aquella noche, al marcharse, Matt llevaba el reloj de su padre. Ophélie se tumbó en la cama, contemplando el retrato de Chad con una sonrisa en los labios. La bicicleta roja de Pip estaba apoyada contra la cama de la niña, donde está la había dejado.
Fue una Navidad mágica.
La «verdadera» Nochebuena que Ophélie y Pip pasaron a solas resultó mucho más difícil y, como era de esperar, dolorosa. Pese a todos sus esfuerzos por crear un ambiente más distendido, sus pensamientos giraron más en torno a los ausentes que los presentes. Ambas eran conscientes de la ausencia de Andrea, y la falta de Ted y Chad era como un chiste malo que no se acababa nunca. A mediodía, Ophélie sintió deseos de levantar los brazos y gritar: «¡Vale, ya basta! ¡Podéis salir de vuestro escondite!». Pero no salieron de su escondite, nunca saldrían. Además de su ausencia, la abrumaba el conocimiento de que los recuerdos de su matrimonio que antes conservaba como oro en paño habían quedado mancillados para siempre por lo sucedido con Andrea y el bebé.
Fue un día complicado, y ambas se alegraron cuando tocó a su fin. Aquella noche se acostaron en la cama de Ophélie, y lo único que les levantó un poco el ánimo fue la perspectiva de viajar a Tahoe al día siguiente para ver a Matt y su familia. Fiel a su promesa, Pip puso en la maleta las zapatillas de Elmo y Grover. A las diez de la noche dormía a pierna suelta entre los brazos de su madre, quien permaneció despierta largo rato, abrazando a su pequeña.
Las fiestas habían resultado menos duras que el año anterior, sobre todo porque empezaban a acostumbrarse a la nueva situación, a la realidad de que la mitad de su familia había desaparecido. Pero en ciertos aspectos, también era más difícil, porque empezaban a darse cuenta de que las cosas nunca cambiarían. La vida familiar tal como la conocían y amaban había pasado a la historia. Quizá algún día volverían a ser felices, pero nunca sería lo mismo. Tanto Ophélie como Pip lo comprendían.
A las dos les había resultado de gran ayuda tener noticias frecuentes de Matt. Ophélie no había sabido nada de Andrea ni sentía deseo alguno de hablar con ella. Andrea había desaparecido de sus vidas para siempre. Pip le había preguntado por ella en cierta ocasión, pero al ver la expresión de su madre, enmudeció y jamás la volvió a mencionar. Andrea ya no existía en su mundo.
Tumbada en la cama, Ophélie pensó en todo aquello, en Ted, en Chad y por fin en Matt. Le encantaba el retrato que había pintado y el modo en que se comportaba con Pip. Su amabilidad había sido inconmensurable desde el principio. Percibía que se estaba enamorando de él, que cada vez se sentía más atraída por él, pero no sabía qué quería hacer, si estaba preparada para otro hombre ni si lo llegaría a estar jamás. No solo porque había estado enamorada de Ted, sino también porque desde Acción de Gracias había perdido toda fe en lo que podía significar el amor entre dos personas. Ahora ya solo significaba dolor, decepción y traición, la pérdida de todo lo que había amado y en lo que había confiado. No quería volver a pasar por ello, con nadie, por muy amable y afectuoso que fuera Matt. A fin de cuentas, era humano, y los seres humanos se hacían cosas terribles, a menudo en nombre del amor. Pedirle a alguien que volviera a creer, que volviera a arriesgarlo todo, se le antojaba demasiado. Estaba convencida de que jamás podría confiar en alguien como había confiado, ni siquiera en Matt, y él se merecía algo más, sobre todo después de lo que había sufrido con Sally.