– Me alegro -murmuró, deseando que los sentimientos que ella albergaba hacia su matrimonio fueran tan fáciles de resolver.
Pero Ophélie no tenía nadie a quien ir a ver, nadie con quien hablar del tema, nadie a quien gritar, con quien discutir, a quien llorar ni que le explicara por qué había sucedido todo. La única alternativa que le quedaba era resolverlo por sí sola, con el tiempo, en soledad y silencio.
Cuando los chicos volvieron de esquiar, Ophélie preparó la cena, y más tarde los cinco se sentaron junto al fuego para conversar. Vanessa habló de sus numerosos novios en Auckland mientras Pip la contemplaba con admiración y Robert les tomaba el pelo a ambas. Era una acogedora escena familiar que conmovió a los dos adultos, lo que Matt había anhelado durante los largos años que había pasado separado de sus hijos, lo que Ophélie echaba tanto de menos ahora que Ted y Chad ya no estaban. Experimentaban una sensación de integridad, la normalidad de ser dos adultos rodeados de tres hijos, riendo junto al fuego. Era algo que ninguno de los dos había tenido nunca y que ambos siempre habían deseado.
– Agradable, ¿verdad? -dijo Matt con una sonrisa cuando se encontraron en la cocina, ella a fin de preparar un plato de galletas para los chicos, él para servir un par de copas de vino para ellos.
– Mucho -asintió Ophélie, devolviéndole la sonrisa.
Era un sueño hecho realidad para casi todo el mundo y también para ellos, y lo único que Matt anhelaba era que durara para siempre. Sabía que Ophélie tenía cosas que procesar, temores que superar, como él, pero quería que ambos llegaran a la misma conclusión y acabaran encontrándose. Sin embargo, se mostraba en todo momento cuidadoso con ella, porque sabía tan bien como ella lo que Ted le había hecho. Era como si le hubiera lanzado una maldición, como si la hubiera condenado a la desconfianza para siempre jamás. Y nadie sabía mejor que Matt lo que esa maldición significaba. Pero por el momento se habían librado de ella en su protegido mundo de Tahoe.
En Nochevieja cenaron en un restaurante cercano, y más tarde pasaron por un hotel para echar un vistazo al jolgorio. Casi todos los presentes llevaban atuendos de esquí y gruesos jerséis de colores; solo unos pocos, como Ophélie, llevaban abrigos de pieles. Estaba muy elegante con un mono de terciopelo negro completado con una chaqueta de zorro negro y gorro a juego.
– Pareces una seta negra, mamá -se quejó Pip con expresión desaprobadora.
Sin embargo, Vanessa declaró que la indumentaria era «guay». En cualquier caso, Ophélie no se habría cambiado. Era inmune a los gustos más conservadores de Pip, y a Matt le encantaba su aspecto. Ophélie siempre ofrecía una apariencia muy francesa. Fuera por el pañuelo, los pendientes o el viejo bolso Hermès que tenía desde los diecinueve años, tanto los accesorios que desenterraba del armario como su forma de llevarlos delataban su procedencia.
En atención a sus orígenes y el ambiente que los rodeaba, permitió a Pip tomar una copa de champán para celebrar la Nochevieja. Matt hizo lo propio con Vanessa, y aunque no tenía la edad legal para beber alcohol, ofreció a su hijo una copa de vino porque Robert no conducía esa noche. El muchacho bebió con cierta soltura, lo que convenció a Matt de que, fuera legal o no, sin duda se tomaba más de una copa en Stanford como todo el mundo. Era un joven normal y corriente.
Se encontraban en el vestíbulo del hotel cuando dieron las campanadas y se besaron en las mejillas al estilo francés mientras se deseaban feliz Año Nuevo. No fue hasta una hora después, ya en casa y después de que los chicos se acostaran, que Matt besó a Ophélie con más pasión. Estaban solos en el salón, acurrucados junto a las llamas moribundas del fuego, aunque la habitación seguía caldeada. Había sido una velada encantadora, sobre todo para los chicos, que parecían llevarse de maravilla. Por su parte, Matt nunca había sido tan feliz, y Ophélie se sentía inundada de paz. Pese a todo lo sucedido en los últimos meses, en el último año, percibía que las cargas que acarreaba sobre los hombros empezaban a desaparecer una por una.
– ¿Feliz? -preguntó Matt, estrechándola contra sí.
Hablaban en susurros en la estancia iluminada tan solo por el fuego, seguros de que por entonces los chicos ya se habrían dormido. Pip pasaría de nuevo la noche en la habitación de Vanessa; las dos se habían convertido en grandes amigas. Pip consideraba a la hija de Matt la hermana mayor que nunca había tenido y siempre había deseado. Y para Vanessa, cuyos hermanos eran todos varones, también resultaba agradable.
– Mucho -aseguró Ophélie en voz baja.
Siempre se sentía feliz con él, protegida, segura y querida. Tenía la sensación de que nada malo podía ocurrirle mientras se hallara en su compañía. Por su parte, lo único que Matt quería era protegerla de todos los males que había sufrido, untar con bálsamo sus heridas, una tarea que no lo abrumaba.
Volvió a besarla, y al poco empezaron a explorarse el uno al otro como nunca habían hecho hasta entonces. Al sentir las caricias de Matt, Ophélie comprendió cuánto lo deseaba. Era como si toda su esencia de mujer hubiera muerto catorce meses antes, junto con Ted, y ahora resucitara lentamente entre las manos de Matt, que también se sentía abrumado por el deseo. Permanecieron sentados en el sofá durante largo rato, hasta que por fin se tendieron en él con los cuerpos entrelazados.
– Nos vamos a meter en un lío si seguimos aquí demasiado rato -susurró Matt por fin.
Ophélie soltó una risita ahogada, sintiéndose como una chiquilla por primera vez en muchos años. Matt hizo acopio de todo su valor para formularle la siguiente pregunta, pero tenía la sensación de que había llegado el momento para ambos.
– ¿Quieres subir a mi habitación?
Ophélie asintió con la cabeza, y el corazón de Matt casi estalló de alivio. Hacía tanto que lo deseaba, más de lo que se había atrevido a reconocer, aun ante sí mismo.
Ambos se levantaron. Matt la cogió de la mano y la llevó a su habitación de puntillas. Ophélie estuvo a punto de echarse a reír porque le parecía gracioso esconderse de sus hijos, pero lo cierto era que todos dormían. En cuanto entraron en el dormitorio de Matt, este cerró la puerta con llave, la alzó en volandas y la llevó hasta la cama, donde la depositó con suavidad antes de tenderse junto a ella.
– Te quiero tanto, Ophélie -susurró.
La luz de la luna bañaba la estancia. Envueltos por la calidez de la habitación, se besaron y se desvistieron uno a otro. Al poco yacían bajo las sábanas. Matt la acarició con suma delicadeza. Percibía su temblor, y lo único que deseaba era lograr que se sintiera feliz y amada.
– Yo también te quiero, Matt -repuso ella con voz temblorosa.
Matt advirtió su temor, y durante largo rato se limitó a abrazarla con fuerza.
– No pasa nada, cariño… conmigo estás a salvo… Te prometo que no te pasará nada malo…
Notó lágrimas saladas en sus mejillas al besarla.
– Tengo tanto miedo, Matt…
– No, por favor… Te quiero muchísimo… nunca te haría daño, te lo prometo.
Ophélie le creía, pero ya no creía en la vida. La vida los heriría a la primera oportunidad. Sucederían cosas terribles si bajaba la guardia y franqueaba la entrada a Matt en su mundo. Lo perdería, o él la traicionaría, la dejaría, moriría… Nada era ya cierto, de eso estaba convencida. No podía confiar en nada ni en nadie, ni siquiera en él, no estando tan cerca. Comprendió que había sido una locura creer que sí podría.
– Matt, no puedo… -farfulló con voz angustiada-. Tengo demasiado miedo.
No podía hacer el amor con él, no podía permitir que se acercara tanto. La asustaba demasiado amar tanto y, en cuanto le dejara entrar en su vida, en su alma, en su cuerpo y en su corazón, nada sería ya inofensivo. Matt sería dueño de todo, y los demonios que destrozaban la vida de las personas serían dueños de los dos.