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– ¿El equipo?

– Sí -asintió ella mientras llevaba las tazas al fregadero, reacia a hablar del tema con él.

– Madre mía, cuánto me gustaría que lo dejaras. No sé qué tengo que hacer para convencerte. Un día de estos, Ophélie, pasará algo terrible, y no quiero que te suceda nada. Hasta ahora han tenido suerte, pero la suerte no puede durarles siempre. Te arriesgas demasiado, y ellos también. Sales dos veces por semana, lo que significa que las probabilidades son cada vez más altas.

– No me pasará nada -intentó tranquilizarlo Ophélie, pero como de costumbre Matt no quedó convencido.

Se fue a las cinco, y al cabo de unos minutos llegó Alice para quedarse con Pip, una rutina ya consolidada. Ophélie salía con el equipo desde septiembre y se sentía completamente segura en el trabajo, a diferencia de Matt, que siempre barruntaba catástrofes, temor que Ophélie no compartía. Conocía bien a sus compañeros y sabía cuan competentes eran. Siempre se comportaban con sensatez y cautela. Eran vaqueros, como se llamaban ellos mismos, pero vaqueros que sabían moverse por las calles, cuidaban de sí mismos y de ella. Además, también ella había aprendido mucho; ya no era una novata.

A las siete estaba en la furgoneta, sentada junto a Bob, mientras Jeff y Millie los seguían en la otra. Habían añadido más suministros para la ruta, tales como alimentos, más medicamentos, ropa de abrigo y preservativos. Asimismo, un mayorista donaba anoraks de plumón al centro con regularidad. Las furgonetas iban cargadas hasta los topes, y esa noche hacía un frío espantoso. Bob le comentó con una sonrisa maliciosa que debería haberse puesto calzoncillos largos.

– Bueno, ¿y cómo estás? -le preguntó con su habitual afabilidad-. ¿Qué tal las Navidades?

– Bastante bien. El día en sí fue duro.

Ambos habían pasado por ello, de modo que Bob asintió.

– Pero al día siguiente fuimos a esquiar con unos amigos a Tahoe. Estuvo muy bien.

– Sí, nosotros fuimos a Alpine el año pasado. Me encantaría llevar a los niños otra vez este año, pero es muy caro.

El comentario hizo recordar de nuevo a Ophélie lo afortunada que era al no tener problemas económicos. Bob tenía tres bocas que alimentar y muy pocos recursos, pero hacía cuanto estaba en su mano por sus hijos.

– ¿Y qué tal tu vida amorosa, por cierto?

Al pasar tantas horas juntos en la furgoneta, se hacían muchas confidencias, y además tenían en común el hecho de ser viudos y tener hijos. Intercambiaban gran cantidad de información y consejos, y hablaban más de lo que habrían hablado en un despacho. Aquello no era un trabajo de oficina.

– ¿Qué vida amorosa? -replicó ella con expresión inocente.

Bob le propinó un empujoncito cariñoso.

– Venga ya, no te hagas la tonta. Hace un par de meses estabas en las nubes, como si Cupido te hubiera clavado la flecha en el culo, así que… ¿qué ha pasado?

Apreciaba a Ophélie. Era una mujer de gran corazón y, a juzgar por lo que había observado trabajando con ella en las calles, los tenía bien puestos, como decía a menudo a Jeff. Casi nada la asustaba. Nunca se cortaba, nunca se quedaba rezagada, estaba siempre ahí, noche tras noche, ayudando como los demás, y los otros tres la adoraban.

– Vamos, cuenta -insistió.

Tenían tiempo para charlar antes de llegar al barrio de la Misión.

– Pues que estoy asustada. Supongo que parece una tontería. Es un hombre maravilloso y lo quiero, pero no puedo, Bob, al menos de momento. Creo que me han pasado demasiadas cosas.

No tenía sentido hablarle del bebé de Ted y Andrea, ni de las barbaridades que su antigua amiga decía de Ophélie y Chad en su carta, que insinuaba que Ted estaba de acuerdo con ella, que Ophélie era una incompetente y trataba a su hijo enfermo mental de forma abominable, causándole los problemas que tenía. La inmensa crueldad de su comportamiento aún podía con ella. Incluso había llegado a preguntarse si Andrea tendría razón, si ella habría exacerbado los problemas de Chad. Aun cuando su amiga hubiera manipulado a Ted, tal vez sus palabras encerraran algo de verdad. Ophélie se había atormentado lo indecible por la carta hasta que por fin la había quemado para que Pip nunca la encontrara y la leyera, como le había sucedido a ella.

– Lo sé, lo sé. A mí también me pasaron muchas cosas cuando murió mi mujer. Cuesta creerlo, pero al final lo superas, al menos lo suficiente para rehacer tu vida. Y por cierto -comentó con fingida indiferencia mientras miraba por la ventanilla y no a «Opie», como la llamaban, un apodo que le gustaba-. Voy a casarme.

Ophélie profirió una exclamación de alegría.

– ¡Me alegro mucho por ti! Es genial. ¿Qué les parece a tus hijos?

– Les cae bien… De hecho la adoran… desde siempre.

Ophélie sabía que su prometida era la mejor amiga de su mujer, circunstancia que se daba con frecuencia entre los viudos. A menudo se casaban con las hermanas o las mejores amigas de sus esposas porque ya las conocían y las apreciaban.

– ¿Cuándo es la boda?-le preguntó, complacida.

– Bueno, joder, no lo sé… Ella nunca ha estado casada, así que quiere una boda a lo grande. Por mi parte, preferiría ir al ayuntamiento y tenerlo zanjado en cinco minutos.

– No seas aguafiestas y limítate a pasarlo bien. Con un poco de suerte, es la última vez que te casas.

– Eso espero. Es una buena mujer y mi mejor amiga.

– Es la mejor manera.

Como ella y Matt. Lástima que no consiguiera sobreponerse a sus temores lo suficiente para entablar una auténtica relación con él. Casi envidiaba a Bob. Pero, por otro lado, su mujer llevaba muerta más tiempo que Ted. Quizá algún día, al menos eso esperaba, lograra desterrar sus temores y cautelas para lanzarse a la piscina.

Al poco rodearon el barrio de la Misión e hicieron una parada sin contratiempos en Hunters Point. En un momento dado pensó en el miedo infundado de Matt respecto a su trabajo en la calle. Se sentía del todo tranquila, y cuando se detuvieron a tomar café y comer algo no paró de bromear con Millie y Jeff. Hacía un frío espantoso, y los moradores de la calle lo estaban pasando muy mal, por lo que agradecían cualquier cosa que el equipo les proporcionara.

– Madre mía, qué frío hace -exclamó Bob cuando volvieron a ponerse en marcha.

Cubrieron los muelles de carga, las vías del tren, los pasos subterráneos y los callejones, como de costumbre. Peinaron la Tercera, la Cuarta, la Quinta y la Sexta, aunque Bob comentó que nunca le habían gustado. En esas calles había demasiado tráfico de drogas y personas que podían sentirse amenazadas por ellos, creyendo que pretendían inmiscuirse en sus asuntos. Nunca era buena idea interrumpir una transacción callejera. Aquellos a los que querían atender eran los que se limitaban a intentar sobrevivir, no los que abusaban de estos. En cambio, a Jeff le gustaba el barrio y a veces estaba en lo cierto, porque encontraban a numerosos indigentes tendidos en portales y callejones, abrigados con andrajos y lonas en las cajas que denominaban «cunas».

Enfilaron un callejón llamado Jesse, situado entre la Quinta y la Sexta, porque Millie indicó a Jeff que había visto a un par de personas en el otro extremo. Ambos se apearon de su furgoneta mientras Bob y Ophélie permanecían en la suya, convencidos de que al tratarse de tan solo un par de indigentes, los otros dos podrían arreglárselas. Sin embargo, al poco Jeff les pidió por señas sacos de dormir y abrigos, material que llevaban en la furgoneta de Bob y Ophélie. Ella fue la primera en apearse.

– Ya los llevo yo -dijo por encima del hombro.

Bob titubeó un instante, pero Ophélie actuó tan deprisa que ya se encontraba a medio callejón con los sacos y los abrigos antes de que su compañero tuviera ocasión de apearse.