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Raye Morgan

Un regalo en mi puerta

Un regalo en mi puerta

Serie: Caine 3

Título Originaclass="underline" Babies on the doorstep

Capítulo Uno

Al principio, Brittany Lee pensó que el sonido que oía eran los maullidos de unos gatitos que llamaban a su madre.

Acababa de salir del ascensor de su edificio alto y tenía muchas cosas en la cabeza. El día había sido especialmente agitado en el museo. Algún tipo anónimo había enviado una caja de recortes de periódico y decía que hacía años se los había dejado el rey Kamehameha. Eso había provocado una discusión en la oficina para decidir si era necesario investigar si eran verdaderos, ponerles fecha o echarlos al cubo de la basura. Britt había apoyado la última opción. Ese tipo de recortes no le parecían importantes.

Pero su jefe, Gary Temeculosa había vencido.

– Estos recortes pueden haber viajado por los caminos polvorientos de nuestros ancestros -había dicho con reverencia.

Britt había hecho una mueca, a espaldas de él, y había pedido que le dieran la tarde libre. Había momentos en que el mundo enrarecido del museo le parecía insoportable, a pesar de que había dedicado su vida a él.

Por esa razón Britt llegó a casa antes de lo acostumbrado y cuando las puertas del ascensor se abrieron y oyó los débiles gritos, frunció el ceño intrigada.

– Más vale que no sea un bebé -dijo una rubia que también salía en ese momento del ascensor sin dirigirse a nadie en especial-. Me habían dicho que en este edificio no había niños.

Le habían dicho lo mismo a Britt y en ese momento no le había dado importancia al asunto. Pero se irritó por la forma de hablar de esa mujer. Nunca había anhelado oír risas infantiles, pero esa prohibición le pareció una manera de negar la vida.

No dijo nada. Ya había discutido bastante ese día. En vez de eso le sonrió a la mujer y cruzó rápidamente el pasillo para llegar a su flamante apartamento.

Era un edificio nuevo y Britt todavía se emocionaba al caminar entre las paredes color crema, ver su imagen en los espejos biselados y sentir la luz del sol que se filtraba por las ventanas del patio interior. Pero la emoción se convertía a menudo en un sentimiento de pánico. En realidad no podía permitirse el lujo de vivir en ese lugar. En cualquier momento se darían cuenta de que trataba de parecer profesional y la echarían fuera.

Se estremeció al oír los gemidos.

– Gatitos -murmuró mirando el canasto de donde parecían provenir los sonidos.

Habían dejado el canasto de mimbre delante de una puerta-. Alguien le ha dejado a mi vecino unos gatitos.

Gatitos. La palabra la hizo sonreír. Titubeó y estuvo tentada a echar un vistazo. Los gatitos le encantaban.

No. Se detuvo justo a tiempo. Si veía a los gatitos, querría tener uno, o dos. Debía ser sensata. Sabía que en ese momento se sentía especialmente vulnerable. Estaba acostumbrada a vivir sola y no le molestaba pensar que iba a pasar así el resto de su vida, pero era muy tentador tener a alguien que la esperara todas las noches. En ese momento no podía permitirse el lujo de tener una mascota. No se arriesgaría a mirar.

Abrió rápidamente la puerta de su apartamento y cerró.

El peligro de la tentación de los gatitos había pasado.

Dejó caer el bolso sobre un mueble, se detuvo en medio de la habitación y observó su casa con un poco de temor reverencial. La sala, la vista de Diamond Head:… ¡Vaya! ¿Realmente vivía ahí?

Era perfecto. Siempre intentaba que las cosas fueran perfectas. Su morada era tan perfecta como todo en su vida. Quizá ya podría ser feliz.

Hizo una muecaa ante el espejo del vestíbulo. La felicidad. ¡Qué concepto! Tenía un buen trabajo y una buena vida. Tenía amigos agradables, buenos compañeros en el trabajo y su trayectoria iba por buen camino. Tenía veintiocho años y aunque no se consideraba plenamente feliz, al menos, debería estar satisfecha.

En silencio se dijo que lo estaba, definitivamente lo estaba.

Un sonido interrumpió sus pensamientos. Era un gemido demasiado lastimero para que fuera de un gatito.

Frunció el ceño. Algo en el gemido la atraía hacia la puerta. No podía evitarlo. Era como si el que lloraba afuera la llamara a ella.

Vaciló un segundo, apretó la mandíbula y abrió la puerta. El canasto seguía al otro lado del pasillo y el ruido no lo hacía ningún gatito.

Britt ojeó el pasillo. No vio a nadie. Era demasiado temprano para que los demás hubieran vuelto del trabajo. Dio tres pasos y presionó el timbre de su vecino en tanto ojeaba nerviosa el canasto ruidoso.

– ¿ Hola? -gritó y golpeó la puerta con el puño-. ¿Hay alguien en casa?

Tal como lo esperaba, no recibió contestación. Tendría que ver lo que había en el canasto. Se inclinó, agarró una punta de la tela a cuadros y la levantó.

Justo lo que temía: no eran gatitos. No era ni siquiera un bebé, eran dos. Dos bebés de rostros colorados que se contorsionaban uno al lado del otro. Uno gritaba a pleno pulmón y el otro estaba empezando a llorar con fuerza.

– Bebés -murmuró para asegurarse de que no soñaba-. Bebés.

Se enderezó y llamó a la puerta con todas sus fuerzas.

– ¿Hola? -gritó sin esperanza-. ¿Hay alguien en casa?

Nada. ¿Qué haría? Alguna persona había dejado dos bebés en el pasillo. Ella no podía dejarlos donde estaban. Eran demasiado pequeños. Podía pasarles cualquier cosa.

¿Qué hacer? ¿Llamar al encargado del edificio? ¿A la policía? ¿Al Servicio Social? Ninguna de esas opciones le pareció buena, pero ¿qué otra cosa podía hacer?

Para llamar a cualquiera tendría que volver a su apartamento y no podía dejar a esas criaturas donde estaban. Volvió a mirar el pasillo, seguía sola. Suspiró y levantó el canasto para llevarlo a su casa.

– Dejaré la puerta abierta, por si vuelve -murmuró.

En ese momento vio un sobre en el canasto. Lo levantó. Era de papel color naranja y olía a perfume barato. Habían escrito «Sonny» en el sobre que no estaba sellado.

– Sonny -repitió quedo.

Lo había visto a menudo durante la semana que llevaba viviendo allí. Era alto y atractivo, de ojos azules sonrientes y parecía ser un auténtico donjuán. La noche anterior había visto a una belleza frente a su puerta. El día en que ella se había mudado, dos pelirrojas esculturales habían salido riendo de su apartamento.

Miró el sobre y estuvo tentada a leer lo que estaba escrito adentro. Pero no sería correcto. A regañadientes, lo dejó, levantó el teléfono y marcó el número del encargado del edificio.

– Diga, ¿qué sucede? -contestó el hijo adolescente del encargado.

– Hola, Timmy -contestó ella-. Soy Britt Lee, del 507. Me ayudaste a mudarme la semana pasada, ¿te acuerdas? ¿Está tu madre?

– No, pero yo puedo ayudarla. ¿Qué pasa? ¿Tiene alguna tubería atascada? Puedo subir en…

– No, quería hablar con tu madre. La llamaré más tarde.

¿Qué hacer? ¿Llamar a la policía? Se le hizo un nudo en la boca del estómago. Además, odiaba hacer algo así antes de que supiera de qué se trataba. Se mordió el labio y volvió a mirar el sobre. ¡Al diablo! Tendría que dominar esa situación. Despacio, sacó la hoja del sobre, la abrió y leyó lo siguiente:

Querido Sonny:

Ya no tolero más. No tengo dinero. No puedo trabajar porque no encuentro a nadie que me cuide a los bebés. Acaban de echarme de mi casa. No les gusta oír el llanto de pequeños. ¿Qué se supone debo hacer? ¿No te interesa lo que les pasa? Creí que las cosas cambiarían cuando fueras padre. Eres tan responsable de ellos como yo. Supongo que ya he llegado al límite de modo que ahora te toca a ti. Puedes cuidarlos un tiempo. ¿De acuerdo?

Te quiere, Janinne