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– Lo siento, Britt -la miró con ojos amenazadores-. Sé que no te gusta la violencia, pero si no sacas a estos patanes de aquí, terminaré peleándome con todos.

Britt comprendió la situación con una mirada, se volvió y con su eficiencia habitual, despejó la habitación de modo que a los pocos minutos, incluso Jimmy y Lani se habían ido. Ella y Mitch se habían quedado solos.

Mitch seguía de pie, en medio de la habitación, con los brazos extendidos y los puños cerrados y ella se acercó despacio a él.

– ¿Con quién vas a pelearte ahora, Mitch? -preguntó con calma-. ¿Vas a intentar pelearte conmigo?

Mitch se enderezó sin dejar de mirarla.

– ¿Me vas a dar un puñetazo? -preguntó Britt-. Es conmigo con quién estás enfadado, ¿no?

– No estoy enfadado contigo, Britt. Yo… yo… -cerró los ojos un segundo. No pudo decirlo.

– ¿Qué? -le besó los nudillos lastimados con cariño-. ¿Qué Mitch? -repitió mirándolo a los ojos.

– No, Britt, no hagas esto -murmuró Mitch.

– Ven -dijo ella suspirando y riendo quedo. Le aflojó el nudo de la corbata y se la quitó-. Ven conmigo.

Lo condujo a la alcoba. Las gemelas dormían en la siguiente habitación. Al principio él creyó que lo llevaba para que las viera, pero ella se volvió y señaló la cama.

– Acuéstate -dijo ella.

Él parpadeó sin comprender y se preguntó si había bebido tanto que estaba sufriendo alucinaciones.

– ¿Qué? -preguntó él.

– La cama -bajó la colcha y lo condujo de la mano-. Acuéstate.

Mitch estaba un poco mareado. Se sentó en el borde de la cama y Britt le empujó suavemente.

– Cierra los ojos -murmuró-. Duérmete.

Mitch cerró los ojos y sintió que ella le quitaba los zapatos y luego los calcetines. Pensó que no iba a tardar en dormirse.

Al cabo de unos segundos, sintió que Britt le desabrochaba la camisa y deslizaba las manos por su pecho, avivando inmediatamente sus sentidos.

Aquello era el paraíso. Suspiró contento y se desperezó como un gato gigante.

Pero abrió los ojos cuando sintió que ella le tocaba el cinturón.

– ¿Britt? -preguntó y levantó la cabeza pensando que se había vuelto loco. Aquello no podía estar sucediendo.

– Calla -le puso un dedo en los labios-. Duérmete.

Pero ya no podría dormir. La observó incrédulo mientras ella le quitaba el cinturón, abría el broche y bajaba la cremallera, le quitaba el pantalón y deslizaba las manos por su piel.

– No estás durmiéndote -lo acusó.

No hubo manera de que Mitch ocultara la prueba de que estaba bien despierto.

– No puedo dormir y hacer el amor al mismo tiempo -le informó con voz ronca después de gemir y tirar de ella para tumbarla encima de él.

– Creía que cuando los hombres bebían… -murmuró sorprendida.

– Britt, lo que acabas de hacerme bastaría para revivir a un muerto -rió nervioso. Deslizó las manos debajo del vestido y empezó a quitarle las braguitas-. Si quieres que me detenga dímelo -dijo entre beso y beso-. Pero si me vas a detener hazlo pronto -añadió y rodó por la cama para que Britt quedara debajo de él-. Dentro de un minuto ya no podré parar.

– Ya es demasiado tarde -murmuró envolviéndose con sus piernas-. Ah, Mitch, abrázame fuerte.

Y con fuerza y una urgencia irresistible se unieron en una llamarada de calor. Britt se permitió ahogarse en el éxtasis del poder masculino y él se sintió dentro de la suavidad femenina como si tuviera que conquistarla para hacerla suya. Britt era todo lo que siempre había querido y lo que siempre necesitaría. Ella lo complementaba totalmente. Juntos podían llegar a la conclusión perfecta del amor y el placer.

Pero cuando lo tuvieron en la mano, se les escapó bailando como burlándose de ellos e incitándolos a que volvieran a intentarlo otro día.

Terminaron abrazados, cubiertos de sudor, riendo por lo que acababan de experimentar, mirándose maravillados a los ojos, sabiendo que algo especial les había ocurrido, algo que nunca habían tenido. Era algo que sólo ellos dos podían compartir y comprender, aunque nunca pudieran decirlo con palabras.

Permanecieron abrazados media hora más, acariciándose y hablando quedo, riendo y dándose besos fugaces. Después Britt se levantó de la cama para dirigirse al baño. Mitch se quedó acostado observándola, creyendo que la había hecho cambiar de opinión y que Britt nunca renunciaría a lo que con él había conquistado.

– Supongo que tendrás que tener en cuenta mi plan de contratar a alguien -comentó él-. A menos de que se nos ocurra otra cosa.

– Sé lo que voy a hacer -se asomo a la puerta del baño.

– ¿De verdad? -la miró con ternura-. ¿Qué piensas hacer?

– Me casaré con Gary. No tengo otra elección. Desapareció detrás de la puerta que cerró con llave dejando a Mitch conmocionado.

Mitch no podía creerlo. ¿Cómo era posible que pensara casarse con ese hombre? La semana siguiente estuvieron haciendo los preparativos para la boda. Gary iba al apartamento de Britt con frecuencia y se mostraba altivamente superior. Lani también iba para ayudar a cuidar a las gemelas mientras Britt y Gary se iban para hacer lo que todas las parejas hacían antes de casarse. Mitch se pasaba los días enfurruñado y malhumorado.

Britt había pedido permiso para no ir al museo por lo menos durante seis meses y Gary se lo había concedido con gusto. Mitch se había tomado una semana de vacaciones. Deseaba estar disponible para los bebés. Les decía a todos que pasara lo que pasara él seguiría siendo parte de la vida de las criaturas. Ninguna maldita boda lo cambiaría.

Él fue el que las llevó al pediatra a revisión. Quiso hacerlo por si había alguna mala noticia que tendría que explicarle a Britt. Afortunadamente eso no ocurrió.

– No hay indicios de lo que usted temía -le había dicho el médico-. Diría que la madre se abstuvo de usar drogas durante todo el embarazo.

– Gracias, Janine -había murmurado él al salir del consultorio del médico aquella tarde.

Britt se mostraba contenta y Mitch no podía comprenderlo. Iba a su apartamento todo lo que podía, pero a veces se sentía marginado por lo que en él ocurría.

– He comprado un cochecito para poder llevar a las gemelas al parque -le informó a Britt un día, bastante complacido.

– Gary iba a hacerlo -contestó ella, sin levantar la mirada de la revista que tenía en la mano.

– Gary no tendrá que molestarse -replicó Mitch-. ¿Qué hace él por las niñas?

– De hecho, no mucho. No ha tenido tiempo.

– Quiero que me llames si me necesitas, incluso cuando te hayas casado -se sentó en el sofá, al lado de Britt-. ¿De acuerdo? Cuidaré a esos desastres incluso a media noche.

– ¿Cómo vas a cuidarlas tú si voy a estar casada con otro hombre? -lo miró y movió la cabeza.

– Pero ellas no lo estarán.

– En cierto modo, sí.

– ¿Qué haréis para la luna de miel? -gruñó resentido y haciendo una mueca.

– No tendremos tiempo para eso. Volveremos a casa para cuidar a las gemelas.

– ¿Ni siquiera tendrás una noche libre para ti? -la observó esperanzado.

– ¿Por qué? ¿Quieres cuidarlas?

– Ya sé lo que vamos a hacer -dijo Mitch-. Yo las cuidaré cuando vosotros estéis aquí. Seré como una nodriza que vive en casa, pero tendré una cama en un rincón de vuestra alcoba…

– ¿Por qué no dormir entre los dos en la misma cama? -preguntó Britt riendo.

– Estupendo. Eso haré.

Rieron juntos, pero el buen humor desapareció pronto de los ojos de Mitch.

– ¿Por qué hiciste el amor conmigo sabiendo que te ibas a casar con Gary? -preguntó sin morderse la lengua.

Britt contestó de inmediato.

– Porque lo necesitabas.

– ¿Yo lo necesitaba? Tú fuiste la que me sedujo la segunda vez.

Britt sonrió de manera enigmática y se volvió. Mitch se preguntó de qué diablos estaría hablando. Se sentía desgarrado. Ella nunca sería de Gary, aunque el acta matrimonial dijera lo contrario. Britt era de él. `De él!