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Aquí estaba, ante cientos de ojos que la asaeteaban; ojos que no eran inhumanos, pero que se fijaban en ella con miradas que la hacían estremecerse.

Sólo el Jurado no la miraba. Confusos, tenían la vista fija en el suelo.

Ella pensó: «Seguramente es porque ya saben lo que van a decir...»

II

En aquel momento prestaba declaración el doctor Lord. ¿Era este Peter Lord aquel doctor jovial y pecoso que había sido tan amable con ella allí en Hunterbury? Ahora había adoptado un continente frío. La gravedad profesional. Sus respuestas tenían un tinte monótono. Le habían llamado por teléfono para que se presentara en Hunterbury Hall. Demasiado tarde para hacer nada. Mary Gerrard murió pocos momentos después de su llegada. La muerte ocurrió, según su opinión, por envenenamiento producido por una variedad de la morfina en una de sus formas menos conocidas..., la foudroyante.

Sir Edwin Bulmer se levantó, tosió ligeramente y se dispuso a interrogar al testigo:

—¿Era usted el médico de cabecera de la difunta mistress Welman?

—Lo era.

—Durante sus visitas a Hunterbury en el mes de junio pasado, ¿tuvo usted ocasión de ver juntas a Mary Gerrard y a la acusada?

—Sí, señor. Varias veces.

—¿Cómo conceptuaría la conducta de la acusada hacia Mary Gerrard?

—Completamente natural y amistosa.

Sir Edwin Bulmer dijo, con una sonrisa desdeñosa:

—¿No observó jamás pruebas de esos celos irreprimibles de que tanto hablan?

Peter Lord levantó la mandíbula con aire de desafío, y dijo con firmeza:

—No.

Elinor pensó: «Si lo notó. Ha dicho una mentira por salvarme. Él lo sabía.»

Al doctor Lord sucedió el forense de la Policía. Su testimonio fue más largo y detallado. La muerte fue debida a envenenamiento por morfina de la variedad foudroyante. «¿Querría explicar ese término?» Lo hizo con verdadero placer. La muerte por envenenamiento debido a la morfina podía producirse de diferentes modos. El más común era un período de extensa excitación, seguido de somnolencia y narcosis, con contracción de las pupilas. Otro, menos conocido, era el caso en que sobreviene un sueño profundo, seguido de muerte al cabo de diez minutos aproximadamente; las pupilas se dilatan por lo general.

III

El juicio se suspendió por unos instantes. Poco después se volvió a abrir la sesión. Durante algunas horas depusieron varias eminencias médicas.

El doctor Alan García, distinguido analista, con gran profusión de términos científicos, se extendió en consideraciones sobre el contenido del estómago de la víctima. Pan, pasta de pescado, manteca, té, huellas de morfina..., y añadió otras cosas ininteligibles. Calculaba la cantidad de morfina ingerida por la asesinada en cuatro gramos. Uno solo habría sido ya mortal.

Sir Edwin se levantó y preguntó con dulzura:

—Desearía que se explicara usted con más claridad. Dice que encontró en el estómago pan, manteca, pasta de pescado, té y morfina. ¿No había otros residuos de alimentos?

—No.

—Lo cual quiere decir que la interfecta no había tomado más que los emparedados y el té en mucho tiempo.

—Precisamente.

—¿Podría demostrarse cuál fue el medio empleado para administrar el veneno?

—No comprendo lo que quiere decir.

—Simplificaré la cuestión. ¿No pudo mezclarse la morfina a la pasta de pescado, al pan, a la manteca, al té o a la leche que se añadió al té?

—Ciertamente.

—¿No puede demostrarse que la morfina fuese administrada por mediación de la pasta y no con cualquiera de los otros medios?

—No.

—En resumen, la morfina pudo ser ingerida separadamente, es decir, sin utilizar ninguno de los medios expuestos. ¿Pudo serle administrada en forma de pastilla?

—Naturalmente.

Sir Edwin se sentó sonriente.

Sir Samuel volvió a interrogar:

—Pero usted cree que, cualquiera que fuese el medio empleado, la morfina fue ingerida al mismo tiempo que los alimentos, ¿no es así?

—Sí.

—Muchas gracias.

IV

El inspector Brill prestó juramento con fluidez mecánica. Permaneció de pie como un soldado, estólido, deponiendo con la facilidad que da la práctica.

—Me ordenaron que fuese a la casa. La acusada me dijo: «Debe de haber sido a causa de la mala calidad de la pasta.» Encontré un frasco que había contenido pasta, pero que había sido lavado cuidadosamente, y otro semivacío. En un registro posterior de la cocina encontré un trozo de papel en una hendidura, debajo del vertedero.

El Jurado inspeccionó el hallazgo.

—¿Qué creyó usted que era?

—Un fragmento de una etiqueta impresa, como las que usan en los tubos de morfina.

El abogado defensor se levantó. Dijo:

—¿Encontró usted ese fragmento en una hendidura del suelo?

—Sí.

—¿Es un trozo de etiqueta?

—Sí.

—¿Consiguió usted hallar el resto de ella?

—No.

—No encontró ningún tubo de vidrio ni botella alguna en que pudiera estar adherida la etiqueta, ¿no es así?

—En efecto, no lo encontré.

—¿En qué estado se hallaba ese trozo de papel cuando usted lo vio: limpio o sucio?

—Era reciente.

—¿Qué quiere usted dar a entender con reciente?

—Que tenía un poco de polvo; pero, por lo demás, estaba limpio.

—¿No pudo haber estado allí durante algún tiempo?

—No.

—¿Puede usted asegurar que cayó allí el mismo día en que usted lo encontró... y no antes?

—Sí.

Con un gruñido, sir Edwin se sentó en su sillón.

V

Ahora sube al estrado la enfermera Hopkins. Tiene la cara de color púrpura, pero no parece nerviosa.

«Sin embargo —pensó Elinor—, la enfermera no me causa tanto miedo como el inspector Brill.» Era la falta de humanidad del inspector lo que la paralizaba. Se veía tan claramente que no era más que una parte de la gran máquina... La enfermera tenía pasiones humanas, prejuicios...

—¿Se llama usted Jessie Hopkins?

—Sí.

—¿Es usted enfermera titulada de distrito y reside en Rose Cottage, en Hunterbury?

—Sí.

—¿Dónde se hallaba usted el veintiocho de junio pasado?

—En Hunterbury Hall.

—¿La habían llamado para que fuese allí?

—Mistress Welman tuvo un ataque... el segundo. Fui para ayudar a la enfermera O'Brien hasta que encontrara otra.

—¿Llevaba usted una cartera de cuero pequeña?

—Sí.

—Diga usted al Jurado lo que había en ella.

—Vendas, gasas, una jeringuilla y ciertas drogas, incluso un tubo de hidrocloruro de morfina.

—¿Con qué objeto lo tenía allí?

—Tenía que poner a uno de mis enfermos dos inyecciones diarias: mañana y tarde.

—¿Qué contenía el tubo?

—Unas veinte pastillas, cada una con medio gramo de hidrocloruro de morfina.

—¿Qué hizo usted con la cartera?

—La dejé en el recibidor.

—Eso fue la noche del veintiocho. ¿Cuándo tuvo usted que volver a mirar la cartera?

—A la mañana siguiente, a eso de las nueve, cuando me disponía a salir de la casa.

—¿Echó de menos alguna cosa?

—El tubo de morfina.

—¿Mencionó usted esa pérdida?

—Hablé de ello a miss O'Brien, la enfermera que cuidaba a la paciente.

—¿Esa cartera estaba en el recibidor, por donde la gente tenía la costumbre de entrar y salir?