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—¿Qué hora era cuando volvieron a bajar la escalera?

—Debió de ser una hora más tarde.

—¿Dónde estaba Mary Gerrard?

—Sentada en la sala. Respiraba de una manera muy extraña y se hallaba en estado comatoso. Telefoneé al doctor, por sugerencia de miss Hopkins. Él llegó poco antes de morir Mary.

Sir Edwin preguntó dramáticamente:

—Miss Carlisle, ¿mató usted a Mary Gerrard?

—¡No!

III

Sir Samuel Attenbury. El corazón que palpita tumultuosamente.

¡Ahora..., ahora estaba a merced de un enemigo! ¡Nada de dulzura, nada de suavidad; ya no más preguntas cuyas respuestas le fuesen previamente conocidas!

Pero él comenzó muy benignamente:

—¿Estaba usted prometida para casarse (nos ha dicho) con mister Roderick Welman?

—Sí.

—¿Le quería usted?

—Mucho.

—¿Estaba profundamente enamorada de Roderick Welman y muy celosa del amor que él sentía por Mary Gerrard?

—No. (Ese «no», ¿sonaba debidamente indignado?)

Sir Samuel dijo en tono amenazador:

—Sugiero que usted planeó deliberadamente suprimir a esa muchacha, con la esperanza de que Roderick Welman volvería a usted.

—Ciertamente que no. (Desdeñosa, algo cansada. Eso era mejor.)

Las preguntas continuaron. Semejaba un sueño, un sueño desagradable. Una pesadilla.

Pregunta tras pregunta. Preguntas horribles, dolorosas. Para algunas de ellas estaba preparada; otras la pillaron desprevenida. Siempre tratando de recordar su papel. Ni una sola vez podía desahogarse para decir: «Sí, la odiaba. Sí, la quería ver muerta. Sí, mientras cortaba los emparedados pensaba en que preferiría verla muerta.»

Conservar la calma y contestar tan breve y fríamente como le fuese posible.

Luchando..., luchando siempre..., pero con dificultades...

Luchando palmo a palmo.

Ya había terminado. El hombre horrible, de nariz judía, se disponía a sentarse. Y la voz bondadosa y untuosa de sir Edwin Bulmer le estaba haciendo algunas preguntas más. Preguntas fáciles, agradables, destinadas a borrar cualquier mala impresión que hubiese podido causar cuando la interrogaron.

Estaba de nuevo en el banquillo. Mirando al Jurado.

IV

(Roddy, Roddy, de pie allí, parpadeando un poco, con aire de detestar todo aquello. Roddy..., presentando un aspecto... no real del todo. Pero ya no hay nada real. Todo remolinea de una manera diabólica. Lo negro es blanco, lo de arriba está abajo, y el Este es Oeste... Y yo no soy Elinor Carlisle: yo soy «la acusada». Y si me ahorcan o si me ponen en libertad, nada volverá a ser lo mismo. Si hubiese algo, algo, una cosa tan sólo a que agarrarse...)

(El rostro de Peter Lord, quizá, con sus pecas y su aire extraordinario de ser el mismo de siempre...)

¿Qué preguntaba ahora sir Edwin?

—¿Quiere usted decirnos los sentimientos de miss Carlisle hacia usted?

Roddy respondió con voz precisa:

—Yo diría que me estimaba mucho; pero no estaba enamorada de mí con gran pasión.

—¿Consideraba usted satisfactorio el compromiso de matrimonio?

—Completamente. Teníamos mucho en común.

—¿Querría usted explicar con todo detalle al Jurado por qué fue roto el compromiso?

—Verá usted: cuando mistress Welman murió, la sorpresa fue grande. No me gustaba la idea de casarme con una mujer rica, cuando yo no tenía un céntimo. Y el compromiso se disolvió de común acuerdo, y aun experimentamos cierto alivio los dos.

—¿Quiere usted decirnos qué clase de relaciones tenía con Mary Gerrard?

(«¡Oh, Roddy, pobre Roddy, cómo debes de detestar todo esto!»)

—La encontraba encantadora.

—¿Estaba usted enamorado de ella?

—Un poco.

—¿Cuándo la vio por última vez?

—Debe de haber sido el cinco o el seis de julio.

Sir Edwin dijo, con tono acerado en la voz:

—Creo que usted la vio después de eso.

—No, fui al extranjero, a Venecia y a Dalmacia.

—Volvió usted a Inglaterra... ¿Cuándo?

—Cuando recibí el telegrama... Déjeme pensar... Debió de ser el día uno de agosto.

—Pero creo que usted se encontraba en Inglaterra el veintisiete de julio.

—No.

—Vamos, mister Welman. Recuerde que ha prestado juramento. ¿No es cierto que su pasaporte indica que usted regresó a Inglaterra el veinticinco de julio y volvió a partir el veintisiete por la noche?

La voz de sir Edwin tenía un matiz sutilmente amenazador.

Elinor frunció el ceño, vuelta de repente a la realidad. ¿Por qué razón el abogado defensor coaccionaba a su propio testigo?

Roderick había palidecido ligeramente. Permaneció silencioso un minuto o dos. Luego dijo, con un esfuerzo:

—Sí, así es...

—¿Fue usted a ver a esa muchachita, Mary Gerrard, a Londres, el día veinticinco, al lugar donde se alojaba?

—Sí.

—¿Le pidió que se casara con usted?

—Sí.

—¿Cuál fue la respuesta de la muchacha?

—Rehusó.

—¿Usted no es un hombre rico, mister Welman?

—No.

—¿Y tiene muchas deudas?

—¿Qué le importa a usted?

—¿No sabía que miss Carlisle le había dejado a usted toda su fortuna para el caso de su muerte?

—Ésa es la primera noticia que tengo de ello.

—¿Estuvo usted en Maidensford en la mañana del veintisiete de julio?

—No.

Sir Edwin se sentó.

El acusador dijo:

—Dice usted que, en su opinión, la acusada no estaba profundamente enamorada de usted.

—Eso es lo que dije.

—¿Es usted un hombre caballeroso, mister Welman?

—No sé lo que quiere usted decir.

—Si una dama estuviese profundamente enamorada de usted y usted no lo estuviese de ella, ¿creería usted que tenía el deber de ocultarlo?

—Ciertamente que no.

—¿Adonde fue usted a la escuela, mister Welman?

—A Eton.

Sir Samuel dijo, con una sonrisa suave:

—Eso es todo.

V

Alfred James Wargrave.

—¿Es usted cultivador de rosas y vive en Emsworth, Berks?

—Sí.

—¿Fue usted el veinte de octubre a Maidensford y examinó un rosal que había en el pabellón, en Hunterbury Hall?

—Sí.

—¿Quiere describirnos ese rosal?

—Era un rosal trepador, un Zephyrine draughin... Da una rosa rosada, de perfume suave. No tiene espinas.

—¿Sería imposible pincharse en un rosal de esa descripción?

—Completamente imposible. Es una planta que no tiene espinas.

La parte contraria no le interrogó.

VI

—¿Usted es James Arthur Littledale? ¿Es usted químico y está empleado en el laboratorio de productos farmacéuticos de la casa Jenkins y Hale?

—Sí.

—¿Quiere decirnos qué es este trozo de papel?

La muestra le fue entregada.

—Es un fragmento de una de nuestras etiquetas.

—¿Qué clase de etiqueta?

—La etiqueta que ponemos a los tubos de tabletas hipodérmicas.

—¿Es suficiente este trozo para que usted pueda decir con seguridad qué clase de droga había en el tubo al cual estaba pegada esta etiqueta?

—Sí. Yo diría concretamente que el tubo en cuestión contenía tabletas hipodérmicas de hidrocloruro de apomorfina, de un vigésimo de gramo.

—¿No hidrocloruro de morfina?

—No, no podía ser eso.

—¿Por qué no?