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– Apague eso -ordenó enérgico el viejo sin alzar la voz.

– ¿Por qué? Hay algo ahí y quiero ver de qué se trata -respondió el gordo, moviendo el chorro de luz en todas direcciones y accionando al mismo tiempo el martillo del revólver.

– Le dije que apague esa mierda. -El viejo le botó la linterna de un manotazo.

– Qué te has creído…

Las palabras del gordo fueron ahogadas por un intenso batir de alas y una cascada fétida cayó sobre el grupo.

– Buena la hizo. Tenemos que marcharnos ahora mismo o las hormigas vendrán a disputarnos la mierda fresca.

El alcalde no supo cómo reaccionar. A tientas buscó la linterna, y a tientas siguió al grupo desplazándose del lugar donde habían pernoctado.

Los hombres maldecían la necedad del gordo con palabras masticadas para que no percibiera la magnitud de los insultos.

Caminaron hasta un claro de selva y allí recibieron con plenitud el aguacero.

– ¿Qué pasó? ¿Qué fue eso? -preguntó el gordo al detenerse.

– Mierda. ¿No huele?

– Ya sé que es mierda. ¿Estábamos bajo una manada de monos?

Una tenue luminosidad hizo visibles las siluetas de los hombres y los contornos selváticos.

– Por si le sirve de algo, excelencia, cuando se pernocta en la jungla hay que arrimarse a un árbol quemado o petrificado. Ahí cuelgan los murciélagos, la mejor señal de alarma con que se puede contar. Los bichos se preparaban para volar en dirección contraria al ruido que escuchamos y hubiéramos sabido dónde estaba. Pero usted, con su lucecita y sus gritos, los espantó y nos lanzaron la chorrera de mierda. Como todos los roedores, son muy sensibles y a la menor señal de peligro sueltan todo lo que tienen adentro para volverse livianos. Ande, frótese bien la cabeza si no quiere que se lo coman los mosquitos.

El alcalde imitó al resto del grupo sacándose los apestosos excrementos. Al terminar, ya tenían luminosidad suficiente para continuar la marcha.

Caminaron tres horas, siempre hacia el oriente, sorteando riachuelos crecidos, quebradas, claros de selva que cruzaban mirando al cielo con la boca abierta para recibir el agua fresca, y al arribar a una laguna hicieron alto para comer algo.

Reunieron frutos y camarones que el gordo se negó a comer crudos. El gordo, enfundado en el impermeable de hule azul, tintaba de frío y continuaba lamentándose de no poder encender una fogata.

– Estamos cerca -dijo uno.

– Sí. Pero haremos un rodeo para llegar por atrás. Sería fácil bordear el río y llegar de frente, pero se me ocurre que el bicho es inteligente y podría darnos una sorpresa -señaló el viejo.

Los hombres manifestaron su acuerdo y bajaron la comida con unos buches de Frontera.

Al ver cómo el gordo se alejaba, no demasiado, y se perdía oculto tras un arbusto, se dieron codazos.

– Su señoría no quiere mostrarnos el culo.

– Es tan cojudo que va a sentarse en un hormiguero creyendo que es una letrina.

– Apuesto que pide papel para limpiarse -soltó otro entre risas.

Se divertían a espaldas de la Babosa, como siempre lo nombraban en su ausencia. Las risas fueron cortadas, primero por el grito aterrorizado del gordo, y enseguida por la serie de disparos apurados. Seis tiros del revólver, vaciado con generosidad.

El alcalde apareció subiéndose los pantalones y llamándolos a gritos.

– ¡Vengan! ¡Vengan! La he visto. Estaba detrás mío punto de atacarme, y parece que le metí un par de balas. ¡Vengan! ¡Todos a buscarla!

Prepararon las escopetas y se lanzaron a buscar en la dirección que el gordo les indicara. Siguiendo un notorio rastro de sangre que aumentaba la euforia del alcalde, llegaron hasta un hermoso animal de hocico alargado dando los últimos estertores. La bella piel amarilla moteada se teñía de sangre y lodo. El animal los miraba con los ojos muy abiertos y desde su hocico de trompeta escapaba un débil jadeo.

– Es un oso mielero. ¿Por qué no mira antes de disparar con su maldito juguete? Trae mala suerte matar a un oso mielero. Eso lo saben todos, hasta los tontos. No existe otro animal más inofensivo en toda la selva.

Los hombres movían la cabeza conmovidos por la suerte del animal, y el gordo recargaba su arma sin atinar a pronunciar nada en su defensa.

Pasado el mediodía, vieron el desteñido letrero de Alkasetzer identificando el puesto de Miranda. Era un rectángulo de latón azul con caracteres casi ilegibles que el puestero había clavado muy arriba del árbol junto al que se elevaba su choza.

Al colono lo encontraron a escasos metros de la entrada. Presentaba la espalda abierta en dos zarpazos que comenzaban en los omóplatos y se prolongaban hasta la cintura. El cuello espantosamente abierto dejaba ver la cervical.

El muerto estaba de bruces y todavía empuñaba un machete.

Ignorando la maestría arquitectónica de las hormigas, que durante la noche construyeron un puente de hojas y ramitas para faenar el cadáver, los hombres lo arrastraron hasta el puesto. Adentro ardía débilmente una lámpara de carburo y apestaba a grasa quemada.

Al acercarse a la hornilla de queroseno descubrieron la fuente del olor. El artefacto estaba aún tibio. Había consumido la última gota de combustible y luego chamuscó las mechas. En una sartén quedaban dos colas de iguanas carbonizadas.

El alcalde miraba el cadáver.

– No lo entiendo. Miranda era veterano aquí y en ningún caso puede hablarse de él como de un hombre miedoso, pero parece que sintió tal pánico, que ni siquiera se preocupó de apagar la cocinilla. ¿Por qué no se encerró al escuchar a la tigrilla? Ahí está colgada la escopeta. ¿Por qué no la usó?

Los demás se hacían preguntas similares.

El alcalde se despojó del impermeable de hule y una cascada de sudor contenido le mojó hasta los pies. Mirando al muerto, fumaron, bebieron, uno se entregó a la reparación de la hornilla, y, autorizados por el gordo, abrieron unas latas de sardinas.

– No era un mal tipo -dijo uno.

– Desde que lo dejó la mujer vivía más solo que bastón de ciego -agregó otro.

– ¿Tenía parientes? -preguntó el alcalde.

– No. Llegó con su hermano, pero se murió de malaria hace varios años. La mujer se le fue con un fotógrafo ambulante y dicen que ahora vive en Zamora. Tal vez el patrón del barco sepa su paradero.

– Supongo que el puesto le dejaba alguna ganancia. ¿Saben qué hacía con el dinero? -intervino de nuevo el gordo.

– ¿Dinero? Se lo jugaba a los naipes, dejando apenas lo necesario para reponer las mercancías. Aquí es así, por si todavía no lo sabe. Es la selva que se nos mete adentro. Si no tenemos un punto fijo al que queremos llegar, damos vueltas y vueltas.

Los hombres asintieron con una especie de orgullo perverso. En eso entró el viejo.

– Afuera hay otro fiambre.

Salieron apresuradamente y, bañados por la lluvia, encontraron al segundo muerto. Estaba de espaldas y con los pantalones abajo. Mostraba las huellas de las garras en los hombros y la garganta abierta con características que empezaban a hacerse familiares. Junto al cadáver, el machete enterrado a poca distancia decía -que no alcanzó a ser utilizado.

– Creo entenderlo -dijo el viejo.

Rodeaban el cuerpo, y en la mirada del alcalde veían cómo el gordo buscaba febrilmente llegar a la misma explicación.

– El muerto es Plascencio Punan, un tipo que no se dejaba ver mucho, y parece que se aprestaban a comer juntos. ¿Vio las colas de iguana chamuscadas? Las trajo Plascencio. No hay tales bichos por aquí y debió de cazarlas a varias jornadas monte adentro. Usted no lo conoció. Era un picapiedras. No andaba tras oro como la mayoría de los dementes que se acercan a estas tierras, y aseguraba que muy adentro se podía encontrar esmeraldas. Recuerdo haberle escuchado hablar de Colombia y de las piedras verdes, grandes como una mano empuñada. Pobre tipo. En algún momento sintió ganas de vaciar el cuerpo y salió a hacerlo. Así lo pilló la bestia. Acuclillado y afirmado en el machete. Se nota que lo atacó de frente, le hundió las garras en los hombros y le zampó los colmillos en el gaznate. Miranda ha de haber escuchado los gritos y debió de presenciar la peor parte de todo, entonces se preocupó nada más que de ensillar a la acémila y largarse. No llegó muy lejos, como hemos visto.