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La hembra decidía entrar a su escondite ya que él no respondía al desafío.

Arrastrando el cuerpo de espaldas, retrocedió hasta el otro extremo de la canoa, justo a tiempo para evitar la garra aparecida lanzando zarpazos a ciegas.

Alzó la cabeza con la escopeta pegada al pecho y disparó.

Pudo ver la sangre saltando de la pata del animal, al mismo tiempo que un intenso dolor en el pie derecho le indicaba que calculó mal la abertura de las piernas, y varios perdigones le habían penetrado en el empeine.

Estaban iguales. Los dos heridos.

La escuchó alejarse, y ayudado por el machete levantó un poco la canoa, el espacio suficiente para verla, a unos cien metros, lamiéndose la pata herida.

Entonces, recargó el arma y con un movimiento dio vuelta a la canoa.

Al incorporarse, la herida le produjo un dolor enorme, y el animal, sorprendido, se tendió sobre las piedras calculando el ataque.

– Aquí estoy. Terminemos este maldito juego de una vez por todas.

Se escuchó gritando con una voz desconocida, y sin estar seguro de haberlo hecho en shuar o en castellano, la vio correr por la playa como una saeta moteada, sin hacer caso de la pata herida.

El viejo se hincó, y el animal, unos cinco metros antes del choque, dio el prodigioso salto mostrando las garras y los colmillos.

Una fuerza desconocida le obligó a esperar a que la hembra alcanzara la cumbre de su vuelo. Entonces apretó los gatillos y el animal se detuvo en el aire, quebró el cuerpo a un costado y cayó pesadamente con el pecho abierto por la doble perdigonada.

Antonio José Bolívar Proaño se incorporó lentamente. Se acercó al animal muerto y se estremeció al ver que la doble carga la había destrozado. El pecho era un cardenal gigantesco y por la espalda asomaban restos de tripas y pulmones deshechos.

Era más grande de lo que había pensado al verla por primera vez. Flaca y todo, era un animal soberbio, hermoso, una obra maestra de gallardía imposible de reproducir ni con el pensamiento.

El viejo la acarició, ignorando el dolor del pie herido, y lloró avergonzado, sintiéndose indigno, envilecido, en ningún caso vencedor de esa batalla.

Con los ojos nublados de lágrimas y lluvia, empujó el cuerpo del animal hasta la orilla del río, y las aguas se lo llevaron selva adentro, hasta los territorios jamás profanados por el hombre blanco, hasta el encuentro con el Amazonas, hacia los rápidos donde sería destrozado por puñales de piedra, a salvo para siempre de las indignas alimañas.

Enseguida arrojó con furia la escopeta y la vio hundirse sin gloria. Bestia de metal indeseada por todas las criaturas.

Antonio José Bolívar Proaño se quitó la dentadura postiza, la guardó envuelta en el pañuelo y, sin dejar de maldecir al gringo inaugurador de la tragedia, al alcalde, a los buscadores de oro, a todos los que emputecían la virginidad de su amazonia, cortó de un machetazo una gruesa rama, y apoyado en ella se echó a andar en pos de El Idilio, de su choza, y de sus novelas que hablaban del amor con palabras tan hermosas que a veces le hacían olvidar la barbarie humana.

Artatore, Yugoslavia, 1987 Hamburgo, Alemania, 1988