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Los shuar empujaron la canoa y enseguida borraron sus huellas de la playa.

Capítulo cuarto

Luego de cinco días de navegación, arribó a El Idilio. El lugar estaba cambiado. Una veintena de casas se ordenaba formando una calle frente al río, y al final una construcción algo mayor enseñaba en el frontis un rótulo amarillo con la palabra ALCALDÍA.

Había también un muelle de tablones que Antonio José Bolívar evitó, y navegó algunos metros más aguas abajo hasta que el cansancio le indicó un sitio donde levantó la choza.

Al comienzo los lugareños lo rehuyeron mirándolo como a un salvaje al verle internarse en el monte, armado de la escopeta, una Remington del catorce heredada del único hombre que matara y de manera equivocada, pero pronto descubrieron el valor de tenerlo cerca.

Tanto los colonos como los buscadores de oro cometían toda clase de errores estúpidos en la selva. La depredaban sin consideración, y esto conseguía que algunas bestias se volvieran feroces.

A veces, por ganar unos metros de terreno plano talaban sin orden dejando aislada a una quebrantahuesos, y ésta se desquitaba eliminándoles una acémila, o cometían la torpeza de atacar a los saínos en época de celo, lo que transformaba a los pequeños jabalíes en monstruos agresivos. Y estaban también los gringos venidos desde las instalaciones petroleras.

Llegaban en grupos bulliciosos portando armas suficientes para equipar a un batallón, y se lanzaban monte adentro dispuestos a acabar con todo lo que se moviera. Se ensañaban con los tigrillos, sin diferenciar crías o hembras preñadas, y, más tarde, antes de largarse, se fotografiaban junto a las docenas de pieles estacadas.

Los gringos se iban, las pieles permanecían pudriéndose hasta que una mano diligente las arrojaba al río, y los tigrillos sobrevivientes se desquitaban destripando reses famélicas.

Antonio José Bolívar se ocupaba de mantenerlos a raya, en tanto los colonos destrozaban la selva construyendo la obra maestra del hombre civilizado: el desierto.

Pero los animales duraron poco. Las especies sobrevivientes se tornaron más astutas, y, siguiendo el ejemplo de los shuar y otras culturas amazónicas, los animales también se internaron selva adentro, en un éxodo imprescindible hacia el oriente.

Antonio José Bolívar Proaño se quedó con todo el tiempo para sí mismo, y descubrió que sabía leer al mismo tiempo que se le pudrían los dientes.

Se preocupó de lo último al sentir cómo la boca expelía un aliento fétido acompañado de persistentes dolores en los maxilares.

Muchas veces presenció la faena del doctor Rubicundo Loachamín en sus viajes semestrales, y nunca se imaginó ocupando el sillón de los padecimientos, hasta que un día los dolores se hicieron insoportables y no tuvo más remedio que subir a la consulta.

– Doctor, en pocas palabras, me quedan pocos. Yo mismo me he sacado los que jodian demasiado, pero con los de detrás no puedo. Límpieme la boca y discutamos el precio de una de esas placas tan bonitas.

En esa misma ocasión el Sucre desembarcó a una pareja de funcionarios estatales, quienes al instalarse con una mesa bajo el portal de la alcaldía fueron tomados por recaudadores de algún nuevo impuesto.

El alcalde se vio obligado a usar todo su escaso poder de convicción para arrastrar a los escurridizos lugareños hasta la mesa gubernamental. Ahí, los dos aburridos, emisarios del poder recogían los sufragios secretos de los habitantes de El Idilio, con motivo de unas elecciones presidenciales que habrían de celebrarse un mes más tarde.

Antonio José Bolívar llegó también hasta la mesa.

– ¿Sabes leer? -le preguntaron.

– No me acuerdo.

– A ver. ¿Qué dice aquí?

Desconfiado, acercó el rostro hasta el papel que le tendían, y se asombró de ser capaz de descifrar los signos oscuros.

– El se-ñor-señor-can-di-da-to-candidato.

– ¿Sabes?, tienes derecho a voto.

– ¿Derecho a qué?

– A voto. Al sufragio universal y secreto. A elegir democráticamente entre los tres candidatos que aspiren a la primera magistratura. ¿Entiendes?

– Ni una palabra. ¿Cuánto me cuesta ese derecho?

– Nada, hombre. Por algo es un derecho.

– ¿Y a quién tengo que votar?

– A quién va a ser. A su excelencia, el candidato del pueblo.

Antonio José Bolívar votó al elegido y, a cambio del ejercicio de su derecho, recibió una botella de Frontera.

Sabía leer.

Fue el descubrimiento más importante de toda su vida. Sabía leer. Era poseedor del antídoto contra el ponzoñoso veneno de la vejez. Sabía leer. Pero no tenía qué leer.

A regañadientes, el alcalde accedió a prestarle unos periódicos viejos que conservaba de manera visible, como pruebas de su innegable vinculación con el poder central, pero a Antonio José Bolívar no le parecieron interesantes.

La reproducción de párrafos de discursos pronunciados en el Congreso, en los que el honorable Bucaram aseguraba que a otro honorable se le aguaban los espermas, o un artículo detallando cómo Artemio Mateluna mató de veinte puñaladas, pero sin rencor, a su mejor amigo, o la crónica denunciando a la hinchada del Manta por haber capado a un arbitro de fútbol en el estadio, no le parecían alicientes tan grandes como para ejercitar la lectura. Todo eso ocurría en un mundo lejano, sin referencias que lo hicieran entendible y sin invitaciones que lo hicieran imaginable.

Cierto día, junto a las cajas de cerveza y a las bombonas de gas, el Sucre desembarcó a un aburrido clérigo, enviado por las autoridades eclesiásticas con la misión de bautizar niños y terminar con los concubinatos. Tres días se quedó el fraile en El Idilio, sin encontrar a nadie dispuesto a llevarlo a los caseríos de los colonos. Al fin, aburrido ante la indiferencia de la clientela, se sentó en el muelle esperando a que el barco lo sacara de allí. Para matar las horas de canícula sacó un viejo libro de su talego e intentó leer hasta que la voluntad del sopor fuese mayor que la suya.

El libro en las manos del cura tuvo un efecto de carnada para los ojos de Antonio José Bolívar. Pacientemente, esperó hasta que el cura, vencido por el sueño, lo dejó caer a un costado.

Era una biografía de san Francisco que revisó furtivamente, sintiendo que al hacerlo cometía un latrocinio deleznable.

Juntaba las sílabas, y a medida que lo hacía las ansias por comprender todo cuanto estaba en esas páginas lo llevaron a repetir a media voz las palabras atrapadas.

El cura despertó y miró divertido a Antonio José Bolívar con la nariz metida en el libro.

– ¿Es interesante? -preguntó.

– Disculpe, eminencia. Pero lo vi dormido y no quise molestarlo.

– ¿Te interesa? -repitió el cura.

– Parece que habla mucho sobre los animales -contestó tímidamente.

– San Francisco amaba a los animales. A todas las criaturas de Dios.

– Yo también los quiero. A mi manera. ¿Conoce usted a san Francisco?

– No. Dios me privó de tal placer. San Francisco murió hace muchísimos años. Es decir, dejó la vida terrenal y ahora vive eternamente junto al Creador.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque he leído el libro. Es uno de mis preferidos.

El cura enfatizaba sus palabras acariciando el gastado empaste. Antonio José Bolívar lo miraba embelesado, sintiendo la comezón de la envidia.

– ¿Ha leído muchos libros?

– Unos cuantos. Antes, cuando todavía era joven y no se me cansaban los ojos, devoraba toda obra que llegara a mis manos.

– ¿Todos los libros tratan de santos?

– No. En el mundo hay millones y millones de libros. En todos los idiomas y tocan todos los temas, incluso algunos que deberían estar vedados para los hombres.

Antonio José Bolívar no entendió aquella censura, y seguía con los ojos clavados en las manos del cura, manos regordetas, blancas sobre el empaste oscuro.