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Como digo, no podía evitar encontrarme con él en algún momento. De vez en cuando lo sorprendía observándome desde lejos en alguna señalada ocasión de Estado. Pero nunca le di la satisfacción de devolverle la mirada. Pero entonces llegó una noche en la que ya no pude rehuir el contacto directo con él.

Fue con ocasión de un banquete en la villa del hermano menor de mi padre, Demetrio. Al morir mi padre, Demetrio se convirtió en el cabeza de familia, y su invitación tenía el carácter de una orden. Lo que yo no sabía era que Demetrio, a pesar de sus sacas de oro y de sus muchas propiedades en el interior, andaba en busca de un puesto político en la nueva administración de Roma. Deseaba convertirse en Señor de la Caballería. No se trataba de una posición militar en absoluto (ya que ¿qué clase de caballería podría tener Venecia, rodeada de agua como estaba?) sino, sencillamente, de una bicoca que le daría derechos sobre una parte de los ingresos públicos de aduanas. Así pues, estaba cultivando la amistad de Pompeyo Falco y le había invitado al banquete. Y, para mi horror, me había sentado a mí a la derecha del procónsul en la mesa del banquete. ¿Acaso iba mi tío a desempeñar el papel de proxeneta con tal de hacerse con algunos ducados extra al año? Pues eso es lo que parecía. Yo ardía de furia. Pero ya no había nada que pudiera hacer excepto desempeñar mi papel. No deseaba provocar un escándalo en la casa de mi tío.

Falco me dijo:

—Según parece, somos compañeros esta noche. ¿Puedo acompañarla a su asiento, lady Eudoxia?

Hablaba en griego, un griego excelente, a decir verdad, aunque con un cierto y leve acento bárbaro. Le cogí del brazo. Era más alto de lo que suponía y muy ancho de hombros. Sus ojos eran despiertos y penetrantes y su sonrisa fácil y convincente. A cierta distancia, su aspecto era juvenil, pero ahora comprobé que era mayor de lo que había pensado: treinta y cinco por lo menos, quizá incluso más. Lo detesté por sus modales espontáneos y confiados, por sus aires de amo y señor, por su dominio de nuestra lengua. Incluso por su barba, negra y espesa; las barbas ya no estaban de moda en el mundo griego desde hacía varias generaciones. La suya era un fleco corto y tupido, la barba de un soldado, que le daba el aspecto de uno de los emperadores de las antiguas monedas romanas. Muy probablemente, ése era su propósito.

Sirvieron bandejas de pescado a la parrilla acompañadas de vino frío.

—Me encanta su vino veneciano —dijo—. Es mucho más delicado que esos caldos fuertes del sur. ¿Desea que le sirva?

Había sirvientes alrededor para escanciarlo. Pero el procónsul de Venecia me sirvió el vino, y todo el mundo en la sala se percató del detalle.

Yo era la sobrina consciente de sus deberes. Charlamos amigablemente como si Pompeyo Falco fuera un simple invitado y no el representante de nuestro conquistador. Fingí haber aceptado completamente la caída de Bizancio y la presencia de funcionarios romanos entre nosotros. ¿De dónde era? DeTarraco, dijo él, una lejana ciudad hacia el oeste, explicó, en Hispania. El emperador Flavio Rómulo también era de Tarraco. Ah, entonces ¿estaba emparentado con el emperador? No, contestó Falco, en absoluto, pero era un amigo próximo del hijo menor del emperador, Marco Quintilio. Los dos habían luchado juntos en la campaña de Capadocia.

—¿Y está contento de que le hayan destinado a Venecia? —le pregunté, mientras fluía el vino.

—Oh, sí, señora, mucho. ¡Qué ciudad tan hermosa! Tan extraordinaria: con todos estos canales, todos estos puentes, y qué civilizado es todo aquí, después del frenesí y el clamor de Roma.

—Así es, somos muy civilizados —le contesté.

Sin embargo, por dentro me hervía la sangre, pues yo sabía lo que él quería decir en realidad: ¡Qué pintoresca es su Venecia, qué dulce, qué preciosa chuchería de ciudad! Y qué inteligentes fueron al construirla en el mar, de manera que las calles sean canales y se deba ir en góndola en lugar de en carruaje.Y qué alivio supone para mí pasar algún tiempo en este plácido remanso de provincias, bebiendo buen vino con hermosas damas, mientras todos los prohombres locales corretean a mi alrededor desesperadamente tratando de ganarse mi favor, en lugar de tener que abrirme paso en la jungla asesina de la corte imperial en Roma. Y a medida que él fue alabando las bellezas de la ciudad, yo fui odiándolo más y más. Una cosa es ser conquistada y otra que te traten con condescendencia.

Sabía que intentaba seducirme. No se necesitaba mucha sabiduría para darse cuenta de eso. Entonces me propuse seducirle yo primero, allí mismo: hacerme con el control sobre aquel romano mientras pudiera para humillarlo y, de ese modo, derrotarlo. Falco era un animal bastante atractivo. A un nivel estrictamente animal, seguramente podría obtenerse de él algún placer. Y también estaba el otro placer, el del conquistador conquistado, el cazador transformado en presa: sí. Sí. Lo ansiaba. Yo ya no era la inocente muchacha de diecisiete años que había sido entregada como novia al radiante Heraclio Cantacuzeno. Ahora tenía mis artimañas. Era una mujer, no una niña.

Dirigí la conversación hacia las artes, la literatura, la filosofía, la historia. Quería mostrarle cuan bárbaro era; pero resultó ser inesperadamente educado, y cuando le pregunté si había ido al teatro a ver la obra que estaban representando, la Nausica de Sófocles, me dijo que sí había ido a verla, aunque su obra favorita de Sófocles era el Filoctetes, porque definía de manera sobresaliente el conflicto entre el honor y el patriotismo.

—Pero aún así, lady Eudoxia, puedo comprender la razón de su debilidad por Nausica, pues seguramente esa amable princesa debe de ser una mujer próxima a usted en espíritu.

Más halagos, y más odio por mi parte. Pero lo cierto es que lloré en el teatro cuando Nausica y Odiseo se aman y se separan, y quizá sí vi algo de ella en mí misma o algo mío en ella.

Al final de la velada me invitó a comer con él en su palacio al cabo de dos días. Lo había previsto y, fríamente, alegué un compromiso anterior. Entonces, él me propuso cenar el primer día de la semana siguiente. De nuevo me inventé una excusa para declinar su invitación. El entendió la naturaleza del juego que habíamos empezado.

—Quizás en otra ocasión, entonces —dijo, y dignamente, cambió mi compañía por la de mi tío.

Yo quería volver a verlo, naturalmente, pero cuando y donde yo quisiera. Y pronto encontré el momento. Cuando a Venecia llegan grupos de músicos, siempre son bienvenidos en mi casa. Yo iba a celebrar un concierto e invité al procónsul. Vino. Acompañado por un impasible séquito romano. Le asigné el lugar de honor, por supuesto. Falco habló conmigo después de la actuación para elogiar la calidad de las flautas y la conmovedora voz de la cantante, pero no dijo nada acerca de invitarme a cenar. Bueno, había abdicado en mi favor. A partir de ese momento, sería yo quien definiera la naturaleza de la caza. Tampoco yo le invité, pero lo acompañé en un breve recorrido por los salones inferiores de mi palacio antes de que se marchara, y él admiró las pinturas, las esculturas, la vitrina de las antigüedades, todos los hermosos objetos que yo había heredado de mi padre y de mi abuelo.