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Al día siguiente, llegó un soldado con un regalo para mí del procónsuclass="underline" una pequeña estatuilla de piedra negra muy pulida que representaba una mujer con cabeza de gato. La nota de Falco que la acompañaba explicaba que la había conseguido cuando había servido en la provincia de AEgyptus hacía algunos años: era una imagen de uno de los dioses egipcios, que había comprado en un templo de Menfis, pensando que podía haber cierta belleza en ella. De hecho era hermosa a su manera. Pero también era extraña y aterradora. En ese sentido, se parecía mucho a Quinto Pompeyo Falco, me encontré pensando para mi propia sorpresa. Coloqué la estatuilla en un estante de mi vitrina, en la cual no había nada parecido. Nunca había visto nada similar, así que resolví pedirle que me contara algo de AEgyptus la próxima vez que le viera, que me hablara de sus pirámides, de sus extraños dioses, de sus tórridas inmensidades de arena.

Le envié una escueta nota de agradecimiento. Después esperé siete días tras los cuales le invité a pasar conmigo unos días de asueto en mi propiedad de Istria, a la semana siguiente.

Desafortunadamente, me contestó él, el primo del cesar pasaría porVenecia y habría que mantenerlo entretenido. ¿Podía visitar mi finca en otra ocasión?

El rechazo me cogió desprevenida. Él era mejor jugador de lo que yo suponía; estallé en lágrimas de rabia. Pero tuve bastante juicio como para no responderle inmediatamente. Al cabo de tres días, volví a escribirle, diciéndole que lamentaba no poder ofrecerle una fecha alternativa en aquellos momentos, pero que quizá yo estuviese libre para entretenerlo a él más adelante. Era una estratagema arriesgada. Lo cierto es que ponía en peligro las ambiciones de mi tío, pero, al parecer, Falco no se ofendió. Cuando nuestras góndolas se cruzaron en el canal dos días más tarde, me hizo una elegante reverencia y sonrió.

Yo aguardé lo que creía que era un período de tiempo apropiado y volví a invitarle; esta vez aceptó. Una guardia personal de diez hombres vino con él. ¿Pensaba que quería asesinarlo? Pero claro está que el Imperio debe aprovechar la menor ocasión para proclamar su poderío. Me habían avisado de que traería un séquito y tomé mis propias medidas. Acomodé a sus soldados en dependencias i alejadas del edificio principal y mandé buscar muchachas de las aldeas para que los tuvieran entretenidos y contentos. A Falco lo instalé en la suite de huéspedes de mi propia residencia.

Tenía otro regalo para mí. Era un collar hecho con cuentas de alguna extraña piedra verde, tallada con curiosos diseños, y que tenía en el centro un trozo de piedra roja como la sangre.

—¡Qué preciosidad! —dije, aunque pensé que era espantoso y estridente.

—Procede de las tierras de México —me dijo él—, que es un gran reino de Nova Roma, al otro lado de la mar Océana. Allí adoran a misteriosos dioses. Celebran ritos en lo alto de una gran pirámide, y en ellos, los sacerdotes extraen los corazones de víctimas propiciatorías hasta que ríos de sangre corren por las calles de la ciudad.

—¿Ha estado allí?

—Sí, sí. Hace seis años. En México y en otra tierra llamada Perú. Entonces servía al embajador del cesar en los reinos de Nova Roma. Me dejó pasmada pensar que aquel hombre había estado en Nova Roma. Esos dos grandes continentes al otro lado del océano… a mí me parecían tan lejanos como la luna. Pero claro, en esta gloriosa época del Imperio, bajo Flavio Rómulo, los romanos han llevado sus estandartes a los lugares más remotos del mundo.

Acaricié las cuentas de piedra —la piedra verde era tan suave como la seda y parecía arder con un fuego interior— y me puse el collar.

—¿AEgyptus… Nova Roma… —Sacudí la cabeza—. ¿Así que ha estado en todas partes?

—Sí, prácticamente sí —dijo riéndose—. Los hombres que servimos a Flavio César estamos cada vez más acostumbrados a los grandes viajes. Mi hermano ha estado en Catay y las islas de Cipango. Mi tío se adentró mucho en África, muy al sur, más allá de AEgyptus, hasta las tierras donde moran los hombres vellosos. Es una edad de oro, mi señora. El Imperio extiende vigorosamente su dominio a todos los rincones del mundo. —Entonces sonrió, se inclinó, acercándoseme, y preguntó—: ¿Y usted? ¿Ha viajado usted mucho?

—He estado en Constantinopla —dije.

—Ah, la gran capital, sí. Me detuve allí, de camino a AEgyptus. Las carreras en el hipódromo… no hay nada igual, ¡ni siquiera en la ciudad de Roma! Vi el palacio real. Desde fuera, naturalmente. Se dice que tiene muros de oro. No creo que ni siquiera la morada de César pueda igualarlo.

—Yo estuve una vez dentro, cuando era una muchacha. Quiero decir, cuando el basileo todavía gobernaba. Vi los salones dorados, y vi los leones de oro que están sentados junto al trono y agitan sus colas. En el salón del trono vi unas aves, adornadas con piedras preciosas sobre los árboles de oro y plata, que abren el pico y cantan. El basileo me dio un anillo. Mi padre era un pariente lejano suyo, ¿sabe? Pertenezco a la familia de los Phokas. Más tarde me casé con un Cantacuzeno. Mi marido también estaba emparentado con la familia real.

—Ah —dijo él, como si estuviera muy impresionado, como si esos nombres de la aristocracia bizantina tuvieran realmente algún significado para él.

Pero yo sabía bien que seguía tratándome con condescendencia. Un emperador destronado ya no es un emperador, y los méritos de una aristocracia caída son poco deslumbrantes.

Y ¿qué podía importarle que yo hubiera estado en Constantinopla a él, que también había estado allí, de paso hacia el fabuloso AEgyptus? El único gran viaje que yo había hecho en mi vida era una simple escala para él. Su cosmopolitismo me humillaba. De eso se trataba, ¿no? Él había estado en otros continentes, otros mundos, ¡AEgyptus! ¡Nova Roma! Él podía elogiar cosas de nuestra capital, sí, pero su tono daba a entender que en realidad la consideraba inferior a la ciudad de Roma e inferior también, quizá, a las ciudades de México y Perú, y otros lugares exóticos que hubiera visitado en nombre de César. El número y el alcance de sus viajes me dejaron anonadada. Allí estábamos nosotros, los griegos, encerrados en un reino en constante mengua y que, ahora, se había derrumbado completamente. Y allí estaba yo, la hija de una ciudad menor en la periferia de ese reino caído, patéticamente orgullosa de mi única visita a nuestra antes poderosa capital. Él en cambio era un romano; todo el mundo le abría las puertas. Si la poderosa Constantinopla de muros dorados era, simplemente, una ciudad más para él, ¿qué sería nuestra pequeña Venecia? ¿Qué era yo?

Le odié con más violencia que nunca. Deseé no haberlo invitado nunca.

Pero era mi huésped. Yo había hecho preparar un maravilloso banquete con los mejores vinos y exquisiteces que era posible que incluso un romano muy viajado no hubiera probado en su vida. Obviamente, fue de su agrado. Bebió y bebió y bebió. Le subieron los colores, pero en ningún momento perdió el control, y hablamos hasta muy entrada la noche.

Debo confesar que me dejó estupefacta con la amplitud de miras de su mente.

No era un simple bárbaro. Había tenido un tutor griego, como lo habían tenido todos los romanos de buena familia durante más de mil años. Un sabio anciano ateniense llamado Euclides fue quien llenó la cabeza del joven Falco con poesía, teatro y filosofía, lo había iniciado en los matices más sutiles de nuestra lengua y le había enseñado las ciencias abstractas en las que siempre hemos sobresalido nosotros, los griegos. Así que ese procónsul estaba familiarizado no sólo con disciplinas romanas como la ciencia, la ingeniería y el arte de la guerra, sino también con Platón, Aristóteles, con los dramaturgos y los poetas, y con la historia de mi estirpe desde el tiempo de Agamenón…, de hecho era capaz de disertar sobre todo tipo de cosas, sobre algunas de las cuales yo sólo tenía referencias pero no conocía en profundidad.