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Habló y habló hasta que yo ya no pude seguir escuchándole, y aún entonces continuó. Y por fin —estábamos en mitad de la noche y los buhos ululaban en la oscuridad—, le tomé de la mano y lo conduje a mi cama, aunque sólo fuera para silenciar aquel flujo de palabras que brotaba de él como los torrentes del mismo Nilo de AEgyptus.

Encendió una vela en el dormitorio. Nuestras ropas cayeron perdiéndose en la penumbra.

Me tomó y me tendió sobre la cama.

Nunca antes me había amado un romano. En el instante previo a que me abrazara tuve un nuevo arrebato de feroz desprecio hacia él y toda su estirpe, pues estaba convencida de que en ese momento afloraría toda su innata brutalidad, que toda su elocuencia filosófica había sido una pose y que ahora iba a poseerme de la forma en que los romanos habían tomado posesión de cualquier cosa que les hubiera salido al paso a lo largo de quince siglos. Él me sojuzgaría, me colonizaría. Él iba a ser ordinario, violento, torpe; pero haría lo que le viniera en gana, como siempre habían hecho los romanos, y después de eso, se levantaría y se marcharía sin una palabra.

Estaba equivocada, como lo había estado en todo lo demás respecto a aquel hombre.

Es cierto que su estilo era romano, no griego. Es decir, en lugar de insinuarse de alguna forma artera, ingeniosa, sutil, fue sencillo y directo, pero de ninguna manera torpe. Sabía lo que había que hacer y lo hizo. Y las cosas que tenía que aprender, como las hay para cualquier hombre que está por primera vez con una nueva mujer, sabía identificarlas y sabía cómo aprenderlas. Entonces comprendí lo que querían decir las mujeres al afirmar que los griegos hacían el amor como poetas y los romanos como ingenieros. Y de lo que me di cuenta en ese momento, es de que los ingenieros tienen muchas virtudes de las que carecen la mayor parte de los poetas, y de que, así como un ingeniero puede ser capaz de escribir hermosos versos, ¿no te lo pensarías dos veces antes de cruzar un puente que hubiera sido diseñado o construido por un poeta?

Nos quedamos en la cama hasta el amanecer. Reímos y hablamos cuando no estábamos abrazándonos.Y después de no dormir, nos levantamos desnudos, nos fuimos a los baños y nos lavamos en medio de un gran júbilo. Y, todavía desnudos, salimos a recibir el dulce y rosado amanecer. Permanecimos de pie, uno al lado del otro, sin decir una palabra, observando el sol salir de Bizancio e iniciar su periplo diurno hasta Roma, hacia los territorios que bordean el mar Occidental, hacia Nova Roma, hacia la remota Catay.

Nos vestimos y desayunamos vino, queso e higos. Luego mandé ensillar unos caballos y lo llevé a hacer un recorrido por la finca. Le mostré los olivares, los campos de trigo, el molino con su arroyo y las higueras cargadas de fruta. El día era cálido y hermoso. Las aves cantaban y el cielo estaba despejado.

Más tarde, cuando comimos en el patio contemplando el jardín, dijo:

—Éste es un lugar maravilloso. Espero, cuando sea viejo, poder retirarme a una propiedad en el campo como ésta.

—Seguramente habrá más de una en tu familia —dije yo.

—Varias. Pero creo que ninguna tan plácida. Nosotros, los romanos, nos hemos olvidado de vivir apaciblemente.

—Mientras que nosotros, al ser una estirpe en decadencia, podemos permitirnos el lujo de un poco de tranquilidad, ¿no es así?

Me miró con extrañeza.

—¿Os consideráis una estirpe en decadencia?

—No seas falso, Quinto Pompeyo. No tienes por qué adularme ahora. Por supuesto que lo somos.

—¿Porque ya no tenéis el poder imperial?

—Por supuesto. Hace tiempo venían a nosotros embajadores desde lugares como Nova Roma, Bagdad, Menfis, Catay. No a Venecia, quiero decir a Constantinopla. Ahora los embajadores sólo van a Roma. Los únicos que visitan las ciudades griegas son los turistas. Y los procónsules romanos.

—Qué extraña es tu manera de ver el mundo, Eudoxia.

—¿Qué quieres decir?

—Equiparas la pérdida del Imperio con la decadencia.

—¿No lo harías tú?

—Si le ocurriera a Roma, sí. Pero Bizancio no es Roma. —Ahora me miraba con gravedad—. El Imperio Oriental fue una locura, una distracción, un gran error que, por alguna razón, se prolongó mil años. Nunca debería haber ocurrido. La responsabilidad de gobernar el mundo fue otorgada a Roma: nosotros la aceptamos como nuestra obligación. En primer lugar nunca hubo ninguna necesidad de un Imperio Oriental.

—¿Quieres decir que todo fue un terrible error de Constantino?

—Exactamente. Entonces Roma atravesaba una mala época. Incluso los imperios tienen fluctuaciones. También el nuestro. Habíamos contraído demasiadas obligaciones financieras y todo estaba tambaleándose. Constantino tenía problemas políticos en su patria y demasiados hijos problemáticos. Creyó que el Imperio era poco flexible e imposible de mantener unido, así que construyó la capital oriental y dejó que las dos mitades se distanciaran. El sistema funcionó durante un tiempo. Está bien, lo admito, durante cientos de años. Pero cuando el este se olvidó del hecho de que su sistema político había sido fundado por romanos y empezó a recordar lo que de verdad fue Grecia, su muerte se hizo inevitable. Un Imperio griego es una anomalía que no puede sostenerse en el mundo moderno. Ni siquiera pudo sostenerse mucho tiempo en el mundo antiguo. La misma expresión es una contradicción en los términos: imperio griego. Agamenón no tuvo ningún imperio, tan sólo era un jefe tribal que a duras penas consiguió hacer sentir su poder a veinte kilómetros de Micenas. ¿Y cuánto duró el imperio ateniense? ¿Cuánto tiempo se mantuvo unido el reino de Alejandro después de su muerte? No, no, no, Eudoxia. Los griegos son un pueblo maravilloso. El mundo entero está en deuda con ellos por sus numerosos y grandes logros, pero la construcción y el mantenimiento de gobiernos a gran escala no es una de sus habilidades. Y nunca lo ha sido.

—¿De verdad lo crees? —dije yo con regocijo en la voz—. Entonces, ¿por qué fuimos capaces de derrotaros en la guerra civil? Fue César Maximiliano quien se rindió al basileo Andrónico. Fue así como ocurrió, fue Occidente el que capituló ante Oriente y no al revés. Durante doscientos años, el poder del este fue hegemónico, si me permites recordártelo.

Falco se encogió de hombros.

—Los dioses quisieron dar una lección a Roma. Eso es todo. Fue otra fluctuación. Recibimos nuestro castigo por haber permitido que el Imperio se desmembrara en un principio. Era necesario que nos humillaran un poco para que nunca volviéramos a incurrir en el mismo error. Por eso vosotros los griegos nos vencisteis estrepitosamente en la época de Maximiliano, y disfrutasteis de una posición, como tú dices, hegemónica, mientras nosotros descubríamos lo que es sentirse como un poder mediocre. Pero aquélla era una situación que no podía durar. Los dioses quieren que Roma gobierne el mundo. No hay la más mínima duda de eso. Fue así en la época de Cartago y lo es actualmente.Y por eso el imperio griego se desmoronó sin que ni siquiera fuera necesaria una segunda guerra civil.Y aquí estamos. Un procurador romano se sienta en el palacio real de Constantinopla. Y un procónsul romano enVenecia. Aunque en este momento se encuentra en el campo, en la finca de una encantadora dama veneciana.

—¿Hablas en serio? —dije yo—. ¿De verdad crees que sois un pueblo elegido? ¿Que Roma gobierna el Imperio por deseo de los dioses?