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—Completamente.

Era totalmente sincero.

—¿La Pax Romana es el regalo de Zeus a la humanidad? O el regalo de Júpiter, debería decir.

—Sí —contestó—. De lo contrario, el mundo se sumiría en el caos. Por el amor de Dios, mujer, ¿es que acaso crees que a nosotros nos gusta pasar nuestras vidas siendo administradores y burócratas? ¿No crees que yo no preferiría retirarme a una finca como ésta y pasar el tiempo cazando, pescando y dedicándome al campo? Pero somos la estirpe destinada a gobernar. Y, en consecuencia, tenemos la obligación de hacerlo. Oh, Eudoxia, Eudoxia, ¿crees que no somos más que simples y brutales bestias que van por ahí conquistando territorios por el puro goce de la conquista? ¿Acaso no te das cuenta de que es nuestra misión, nuestra responsabilidad, nuestro trabajo?

—Lloraré por vosotros, entonces.

Sonrió.

—¿Soy una simple y brutal bestia?

—Por supuesto que lo eres. Todos los romanos lo sois.

Se quedó conmigo cinco días. Creo que quizá en todo ese tiempo en total dormimos diez horas. Después me suplicó que le dejara marchar, diciéndome que era necesario que regresara a sus tareas en Venecia, y se marchó.

Yo me quedé allí, con muchas cosas en que pensar.

Por supuesto, yo no podía aceptar su tesis de que los griegos éramos incapaces de gobernar y de que sobre Roma había recaído un mandato divino para administrar el mundo. El Imperio Oriental se había extendido sobre grandes regiones del mundo conocido durante sus primeros siglos (Siria, Arabia, AEgyptus, gran parte de Europa oriental hasta lugares tan alejados como Venecia, que está a poco más de un tiro de piedra de la propia ciudad de Roma) y habíamos crecido y prosperado, como atestigua la riqueza de las grandes ciudades bizantinas.Y en posteriores años, cuando los romanos empezaron a percatarse de que sus primos griegos se estaban haciendo incómodamente poderosos y trataban de reafirmar la supremacía del oeste, libramos una guerra civil de cincuenta años y los derrotamos con bastante facilidad. Lo cual condujo a una hegemonía bizantina de dos siglos. Malos tiempos para el oeste mientras los navios mercantes de Bizancio navegaban hacia las ricas ciudades de Asia y África. Supongo que al final fuimos demasiado ambiciosos, como siempre les ocurre a todos los imperios. O quizá, sencillamente, nos ablandamos con tanta prosperidad y, por eso, los romanos despertaron de su sueño centenario y se sacudieron de encima nuestro Imperio. Quizá sean la gran excepción: quizá su Imperio siga y perviva a través de las eras venideras como ha hecho a lo largo de los últimos quince siglos, con tan sólo pequeños períodos de lo que Falco llama «fluctuaciones» que perturban su mandato inquebrantable. Ahora, nuestros territorios han sido reducidos, por la fuerza inexorable del destino imperial de Roma, otra vez al estatus de provincias romanas, como lo fueron en la época de César Augusto. Sin embargo, nosotros tuvimos nuestra época de grandeza. Gobernamos el mundo tan bien como lo hicieron los romanos.

O eso me decía yo a mí misma. Pero incluso mientras lo pensaba, sabía que no era así.

Nosotros, los griegos, pudimos asumir la grandeza, sí. Asumimos el esplendor y la pompa imperial. Pero los romanos saben cómo llevar a cabo el trabajo cotidiano de gobierno. Quizá Falco tuviera razón después de todo. Quizá nuestros irrisoriamente escasos siglos de Imperio, interrumpiendo el largo dominio romano, habían sido tan sólo una anomalía de la historia.Ya que ahora el Imperio Oriental era sólo un recuerdo y la Pax Romana estaba en vigor a lo largo de miles de kilómetros y, desde su trono en Roma, el gran César Flavio Rómulo presidía un reino como el mundo nunca antes había conocido. Había romanos en lo más remoto de Asia, romanos en la India, navios romanos que llegaban incluso hasta los asombrosos nuevos continentes del lejano hemisferio occidental. Había nuevos y extraños inventos (libros impresos, armas que lanzaban pesados proyectiles a grandes distancias y todo tipo de milagros), mientras que nosotros, los griegos, nos veíamos reducidos a la contemplación de glorias pasadas cuando nos sentábamos en nuestras ciudades conquistadas tomándonos una copa de vino y leyendo a Homero y a Sófocles. Por primera vez en mi vida, vi a mi pueblo como una raza menor, elegante, encantadora, cultivada y sin importancia.

¡Cuánto había despreciado a mi apuesto procónsul! ¡Y cómo se había vengado él de mí por ello!

Permanecí en Istria dos días más y después regresé a la ciudad. Había un regalo de Falco esperándome: una estilizada pieza de marfil tallado que representaba una casa de extraño diseño y una mujer de delicados rasgos, sentada pensativamente a orillas de un lago, bajo un sauce llorón. La nota que lo acompañaba decía que procedía de Catay y que se había hecho con ella en Bactriana, en las fronteras de la India. No me había dicho que también había estado en Bactriana. Pensar en sus viajes en nombre de Roma me mareaba. Tantos viajes, tantos periplos agotadores. Yo lo imaginaba reuniendo pequeños tesoros como éste allá donde hubiera ido y llevándolos consigo para obsequiar con ellos a sus damas en otras tierras. Aquella idea me irritó tanto que a punto estuve de lanzar al suelo la pieza de marfil. Sin embargo recapacité y la guardé en mi vitrina de curiosidades, al lado de la diosa de piedra de AEgyptus.

Ahora era su turno de invitarme a cenar con él en el palacio de los dux y —suponía yo—, pasar la noche en la misma cama donde una vez durmieron éstos y sus consortes. Aguardé una semana y después otra, y la invitación no llegaba. Eso parecía entrar en contradicción con la nueva idea que yo me había formado de él como un hombre de grandes virtudes. Sin embargo, quizá lo había sobreestimado. Después de todo, era un romano. Había conseguido de mí lo que quería; ahora debía de estar a la búsqueda de otras aventuras, otras conquistas.

Estaba equivocada. De nuevo.

Cuando mi impaciencia se transformó nuevamente en irritación hacia el procónsul, y mi furia por haber dejado que me llevara a tal estado había borrado toda la consideración que yo hubiera desarrollado hacia él durante su visita a mi finca, acudí a ver a mi tío Demetrio y le dije:

—¿Has visto últimamente a ese romano, procónsul nuestro? ¿Crees que está enfermo?

—¿Por qué? ¿Tienes algún interés en él, Eudoxia?

Le fulminé con la mirada. Después de haberme empujado a los brazos de Falco para satisfacer sus propios propósitos, Demetrio no tenía derecho a mofarse ahora de mí. Abruptamente le contesté:

—Me debe la cortesía de una invitación a palacio, tío. No es que pensara en aceptarla… no ahora. Pero debería saber que su actitud es ofensiva.

—¿Se supone que debo decirle eso?

—No le digas nada. ¡Nada!

Demetrio me dedicó una sonrisita taimada. Pero estaba segura de que mantendría silencio. No tenía nada que ganar humillándome a los ojos de Pompeyo Falco.

Pasaron los días. Y al final llegó una nota de Falco escrita con una elegante caligrafía griega, como todas las suyas, preguntándome si podía pasar a visitarme. Mi primer impulso fue rechazarlo.

Pero no se pueden rechazar tales peticiones de un procónsul. Y, de todas maneras, me di cuenta de que yo quería volver a verlo. Deseaba mucho volver a verlo.

—Espero que me perdones por haber sido tan poco atento —me dijo—, pero he tenido grandes quebraderos de cabeza estas últimas semanas.

—Estoy segura de que así habrá sido —le respondí con sequedad.

Los colores le subieron al rostro.

—Tienes todo el derecho a estar enfadada conmigo, Eudoxia, pero han sido unos días de circunstancias extraordinarias. Ha habido grandes agitaciones en Roma, ¿lo sabes? El emperador ha remodelado su gabinete. Han caído importantes hombres y otros, súbitamente, han ascendido a la gloria.

—¿Y eso en qué te afecta? —le pregunté—. ¿Eres uno de los que ha caído o de los que han ascendido a la gloria? ¿O no debería preguntarte nada de esto?