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– Con agua hirviendo -contestó él sintiendo un lento reguero de sudor en las sienes. «Puedo controlar esta clase de dolor», pensó. Sus problemas eran otros-. ¿No puede ponerme algo más ligero que un vendaje?

– ¿Es que quiere irse ya?

– Puedo coger una taza sin tirarla. -«O un teléfono», pensó-. Además, seguro que hay alguien en lista de espera que necesita la cama más que yo.

– Un criterio muy cívico, sí, señor. Habrá que esperar a ver qué dice el médico.

– ¿Me puede decir qué médico en concreto?

– Oiga, tenga un poco de paciencia.

Paciencia era lo único para lo que no tenía tiempo.

– A lo mejor viene alguien más a visitarle -añadió la enfermera.

Lo dudaba. Nadie excepto Siobhan sabía que estaba allí. Había pedido a una enfermera que la avisase, para que le dijese a Templer que estaría de baja por enfermedad dos días a lo sumo. Y Siobhan había acudido corriendo al hospital. Quizás él contaba con ello y por eso había avisado a Siobhan en vez de a la comisaría.

Eso la víspera por la noche. Por la mañana, como el dolor era insoportable, había ido a su médico de cabecera, pero le examinó un doctor interino, que le aconsejó que fuera al hospital. Fue a Urgencias en taxi y le fastidió que, para cobrar, el taxista tuviera que sacarle el dinero del bolsillo de los pantalones.

– ¿Se ha enterado usted del tiroteo en ese colegio? -comentó el hombre.

– Probablemente alguna pistola de aire comprimido.

Pero el hombre negó con la cabeza.

– No, no, ha sido peor, según la radio.

En Urgencias tuvo que esperar hasta que por fin le vendaron las manos, pues las heridas no eran de gravedad como para ingresarle en la unidad de quemados de Livingston. Sin embargo, como tenía bastante fiebre, optaron por hospitalizarle y le trasladaron a Little France. En la ambulancia pensó que tal vez querían tenerle en observación por si sufría un choque térmico. O que temieran que fuese uno de esos individuos que se autolesionan. Pero nadie había ido a interrogarle; quedaba la posibilidad de que le retuvieran hasta que algún psiquiatra se ocupara de él.

Pensó en Jane Burchill, la única persona que podría echarle de menos, aunque últimamente las cosas se habían enfriado. Sólo pasaban la noche juntos cada diez días más o menos. Hablaban a menudo por teléfono, y a veces se veían para tomar café por la tarde. Era una relación que ya estaba pareciéndole una rutina. Recordó que hacía unos años había salido con una enfermera una temporada. No sabía si seguiría trabajando en Edimburgo; podía preguntarlo, el problema era que no recordaba su nombre, algo que le sucedía a veces con otras personas. Bah, no era tan importante, simplemente parte del proceso de envejecimiento. Aunque lo cierto era que, cuando acudía a los tribunales a testificar, cada vez tenía más necesidad de consultar sus apuntes. Diez años atrás no necesitaba notas ni verificaciones; actuaba muy seguro de sí mismo, circunstancia que impresionaba al jurado, según le comentaban los abogados.

– Ya está. -La enfermera se incorporó. Le había puesto crema y gasa en las manos y vendas nuevas-. ¿Se siente mejor?

Rebus asintió con la cabeza. Sentía cierto frescor en la piel, pero sabía que no duraría mucho.

– ¿Tiene que tomar algún otro analgésico?

Era una pregunta retórica. La enfermera miró el gráfico clínico de los pies de la cama. Rebus lo había examinado al levantarse para ir al lavabo y comprobó que sólo indicaba la temperatura y la medicación. No había ninguna anotación críptica para entendidos. Ninguna mención de su historia sobre cómo había ocurrido el accidente.

«Estaba preparando un baño caliente… y resbalé.»

El médico había reaccionado con una especie de carraspeo, lo cual le dio a entender que estaba dispuesto a aceptar cualquier explicación sin tener que creérsela forzosamente. Era un hombre con exceso de trabajo y falta de sueño, su cometido no era indagar. Era un médico, no un policía.

– ¿Le doy paracetamol? -añadió la enfermera.

– ¿No podría traerme una cerveza para tragarlo?

La mujer esgrimió otra vez su sonrisa profesional. En los años que llevaba trabajando en el Servicio Nacional de Salud, era la primera vez que oía algo semejante.

– Veré qué puede hacerse.

– Es usted un ángel -dijo Rebus sorprendido de sí mismo.

Era la clase de comentario que a él le parecía un estereotipo simplón, propio de un paciente. Como la enfermera ya se alejaba, pensó que quizá ni lo habría oído. Sería tal vez por el ambiente hospitalario, pero, aun sin estar enfermo, te afectaba, lograba hacerte aflojar el ritmo, volverte sumiso: te institucionalizaba. Quizá fuese la influencia del color de las paredes, del peculiar murmullo. Y tal vez contribuía a ello la calefacción. En St Leonard tenían un calabozo especial para los «chalados» pintado de color rosa intenso, supuestamente para apaciguarlos. ¿No utilizarían en los hospitales el mismo truco psicológico? Allí no les interesaba en absoluto que los pacientes se pusieran bordes y comenzaran a gritar y a bajarse de la cama cada dos por tres. De ahí tantas mantas, bien remetidas para entorpecer sus movimientos. Quedaos ahí tranquilos… la almohada bien mullida… disfrutad del calor y de la luz sin alborotar. Pensó que si aquella situación se prolongaba se olvidaría hasta de su nombre, le tendría sin cuidado todo lo demás, se olvidaría del trabajo y no habría ya Fairstone ni locos que disparasen a los alumnos de un colegio…

Se volvió sobre un costado, apartando las sábanas con las piernas. Era un esfuerzo doble, como el de Houdini con una camisa de fuerza. El hombre de la cama de al lado había abierto los ojos y le observaba. Rebus le hizo un guiño en el momento en que conseguía liberar los pies.

– Tú sigue cavando. Yo voy a dar un paseo para sacudirme la tierra en la pernera del pantalón -dijo al hombre.

El hombre no pareció captar la ironía.

* * *

Siobhan había vuelto a St Leonard y se estaba haciendo la remolona en la máquina de bebidas. Un par de policías uniformados comían un bocadillo y patatas fritas en una mesa de la cantina. Desde el pasillo donde estaba la máquina se veía el aparcamiento. Si fuera fumadora, tendría una excusa para salir afuera, donde había menos posibilidades de que Gill Templer diera con ella. Pero no fumaba. Podía camuflarse en el gimnasio mal ventilado al fondo del pasillo o ir hasta los calabozos, pero nada impediría que Templer acosara a su presa a través del sistema de altavoces internos, porque seguro que se enteraba de que había llegado a la comisaría. En St Leonard no había manera de esconderse. Apretó el botón de las coca-colas mientras pensaba que los dos agentes de uniforme hablarían de lo mismo que todo el mundo: de los tres muertos del colegio.

Por la mañana Siobhan había hojeado los periódicos. Había unas fotos de grano grueso de las víctimas, los dos eran chicos, diecisiete años. Todos los periodistas hablaban de «tragedia», «terrible pérdida», «conmoción» y «carnicería» y daban con la noticia abundante información sobre la pujanza de la cultura de las armas en Gran Bretaña, las deficiencias en seguridad escolar y datos anteriores sobre asesinos que a continuación se suicidaban. Observó las fotos del asesino. Por lo visto, la prensa sólo había podido procurarse tres fotos. Una de ellas era una instantánea muy borrosa en la que parecía más un fantasma que un ser de carne y hueso; en otra aparecía vestido con un mono, y agarraba un cabo para subir a bordo de una lancha, sonriente y mirando a la cámara. Siobhan pensó que sería una foto publicitaria de su negocio de esquí acuático.

La tercera era un retrato oficial de cuando el hombre hacía el servicio militar. Se llamaba Herdman: Lee Herdman, treinta y seis años, residente en South Queensferry y propietario de una lancha rápida. Había también fotos del almacén donde tenía instalado el negocio. «A un kilómetro escaso del escenario de la tragedia», comentaba un periódico.