El honorable William Lamb esbozó otra sonrisa forzada.
– Sí, madame, aunque no tanto como quisiera. Encantado de verle, señor. -Le hizo una reverencia a Darcy, que respondió al saludo, sorprendido por no haber reconocido al hombre. Evidentemente, los años transcurridos desde que había asistido a la boda de Lamb no habían sido muy benévolos para este último, pues habían convertido en viejo a un hombre que era apenas cuatro años mayor que Darcy.
– Estoy segura de que conoces a lord Brougham -siguió diciendo lady Melbourne-, pues él siempre está aquí, allá y en todas partes.
– Sí, claro, su señoría. La última vez que nos vimos fue en esa partida de caza de Grenville, ¿no es así, Lamb?
– Creo que está en lo cierto, Brougham. No cazamos nada ese día, excepto un resfriado, según recuerdo, pero en medio de un magnífico paisaje. -La expresión de Lamb pareció relajarse un poco ante aquella evocación, pero volvió a endurecerse al dirigirse de manera cortante a su madre y decir-: Madame, no debe usted descuidar al resto de sus invitados. Yo me haré cargo de estos dos caballeros.
La chispa de fuego en los ojos de la dama fue inconfundible.
– Entonces te dejaré a cargo. -Lady Melbourne hizo una reverencia y se marchó con un remolino de faldas.
– Una dama formidable -murmuró Dy mientras la veían alejarse.
– ¡En efecto! -comentó Lamb con cierto énfasis-. Pero ahora, caballeros, debo hacerles una pregunta: ¿Estaban buscando ustedes realmente nuestra compañía -dijo, señalando al salón con un movimiento de la mano-, o fueron reclutados por lady Melbourne? -Dy chasqueó la lengua al oír esa alusión, pero no respondió, dejando que Darcy buscara la forma de salir de aquella situación.
– Lady Melbourne no es una mujer a la que se pueda contradecir -dijo Darcy y vaciló un poco, antes de añadir con ironía-: Ni aunque tuviera la oportunidad.
Una franca sonrisa se vio reflejada en el rostro de Lamb, que le ofreció la mano a Darcy.
– Bien dicho, señor, ¡y con qué diplomacia! ¡Después de todo, tal vez haya venido al lugar correcto! Pero, en realidad, ustedes han venido esta noche a escuchar a la diva que mi madre prometió y no a discutir sobre política, ¿no es verdad?
Darcy le estrechó la mano con firmeza.
– Es cierto, señor, aunque no me falta interés por los «asuntos más generales», como los describió lady Melbourne. No obstante, creo que nos encontramos en orillas opuestas en muchos temas.
– Los Darcy siempre han sido torys -se quejó Lamb en broma-. Supongo que no hay esperanzas de que usted vote por Canning contra Castlereagh, ¿o sí? ¡No creo! -concluyó al ver la sonrisa cortés de Darcy-. Y soy lo suficientemente inteligente como para no preguntarle a nuestro amigo Brougham aquí presente, a quien le interesa tanto la política como a un poste. -La inclinación de cabeza de Dy respondió con elegancia a la perspicacia de Lamb-. Ah, bueno, es lo mismo que los acontecimientos del día. ¿Ya se han enterado de que nuestro ilustre regente no vendrá esta noche?
– Lady Melbourne lo mencionó -respondió Darcy-. Sin duda, los deberes del estado han debido requerir su atención.
– ¡No, lo que, en realidad, ha requerido su atención fueron las exigencias de los sastres de su majestad! Después de convocar a sus ministros para tratar un asunto de «vital importancia» y tenerlos esperando todo el día, llegó una nota diciendo que sus sastres lo habían retrasado y que ya no podía asistir porque su madre lo necesitaba; ¡que se podían ir a casa! Así que esta noche llevará sus achaques y enfermedades imaginarias a que se las alivien en Windsor. -Lamb miró a Darcy con perspicacia-. Supongo que usted se imagina que, en estos días, la popularidad de su alteza entre los presentes en este salón no anda muy alta. -Lamb hizo una pausa mientras Darcy les lanzaba una mirada a los otros ocupantes de la estancia. El ambiente era decididamente hostil. Palabras airadas sobresalían con frecuencia entre el rumor de voces estridentes, mientras la aristocracia y los políticos whig de Inglaterra rechinaban los dientes por la forma en que el regente había maltratado recientemente a sus reconocidos amigos y seguidores.
– Ciertamente no ha sido muy correcto por parte de su alteza -confirmó Darcy-. Aunque no puedo decir que esté descontento con el resultado de su negligencia. ¿Qué van a hacer ustedes ahora?
– ¡Todavía no nos hemos resignado totalmente a regresar a la sombra! Ya tuvimos nuestros cuarenta años o más de deambular por ahí bajo el gobierno del padre de su alteza y pensamos que, con el hijo, finalmente habíamos llegado a la Tierra Prometida. ¡Pero las malditas murallas de Jericó se resisten a caer! Sin embargo, Canning está decidido a seguir atacándolas, rechazando a Castlereagh y Perceval. Desde luego, yo lo apoyaré.
Una discreta tos les recordó a los dos hombres que lord Brougham también formaba parte de la conversación.
– ¡Oh, perdóneme, Lamb! ¡No era mi intención interrumpir! Sólo una cosa, sin embargo. ¡Trompetas!
– ¿Trompetas? -Lamb lo miró con desconcierto y luego dirigió su mirada a Darcy.
– Trompetas -repitió Brougham con determinación.
– Brougham -gruñó Lamb con impaciencia-, ¿a qué está jugando?
– No «atacaron» las murallas de Jericó para derribarlas, ¿o sí? Tocaron las trompetas y gritaron, según recuerdo. -Brougham bajó la mirada con modestia, mientras se examinaba las uñas perfectamente arregladas-. Tal vez ustedes deberían pensar un poco en eso, amigos.
– ¡Un teólogo entre nosotros! -exclamó Lamb, sacudiendo la cabeza con gesto desdeñoso-. Nunca habría creído que era usted un clérigo, Brougham, como tampoco un político. -Miró luego a un grupo cuya decepción con los acontecimientos del día amenazaba con superar los límites de lo aceptable-. Aunque he tomado nota de su punto de vista, y trataré en el futuro de ser más preciso en mis metáforas, caballeros -afirmó y señaló a sus acalorados invitados-, ahora debo dejarlos solos para encargarme del salón antes de que se declare una maldita revolución. ¡Así los torys se encargarían de nuestros cadáveres! Darcy… Brougham.
Mientras Lamb se alejaba en dirección a las exaltadas voces, Darcy se volvió hacia su amigo:
– ¡Muchas gracias por la ayuda! -susurró con sarcasmo.
– No seas tonto, Fitz. Acabo de deshacerme de él, ¿o no? -El hombre frívolo y de mirada vacía de hacía un momento había desaparecido. En su lugar, Darcy vio a otra persona diferente con un tono de determinación en la voz-. Lo único que tenemos que hacer ahora es salir por esa puerta.
– Dy, ¿qué es esto? -preguntó Darcy con suspicacia.
– Una velada muy interesante, diría yo, ¡que aún no ha terminado! -Dy miró a su amigo con una sonrisa amplia y transparente, que lo hizo dudar de su impresión previa-. Pero pienso que ya hemos dejado mucho tiempo sin vigilancia a tu amigo, el señor Bingley. -¡Dy avanzó hacia la salida y se volvió hacia Darcy cuando el criado abrió la puerta-. ¿No deberíamos ir a buscarlo?
– ¡Bingley! -Acosado por un ataque de culpa, Darcy cruzó el umbral y los dos se apresuraron a atravesar el corredor y el vestíbulo, y luego se abrieron paso entre la gente que llenaba el arco que conducía al salón de baile. Lo único que se alcanzaba a ver del gran salón que se extendía hasta el fondo eran las resplandecientes velas de los candelabros de cristal tallado, adornados con ramas de acebo, hiedra y cinta dorada en honor de la próxima estación. La música de la orquesta que había en el interior le dio a Darcy un respiro; no era la música solemne y pomposa que caracterizaba normalmente los bailes de la aristocracia, y tampoco la melodía de las danzas populares del campo. En lugar de eso, la música seguía un ritmo distinto basado en compases de tres tiempos que a Darcy le pareció placentero oír.
Con Dy siguiéndolo de cerca, se abrió paso entre los curiosos que estaban apostados en la puerta. Al alcanzar el último círculo de espectadores sobre la pista de baile, Darcy pidió permiso para que lo dejaran pasar, y levantando la cabeza para comenzar a buscar a Bingley, de repente, se quedó paralizado. Con los ojos abiertos por el asombro, se volvió hacia su amigo.