– Sólo me acompañarás tú -dijo tras lanzar una bocanada de humo mientras discutían el asunto por enésima vez.
– Ojalá fumaras en otra parte -gruñó Olivia. Últimamente se había aficionado aún más al tabaco porque estaba muy nerviosa-. Hay muchas compañeras del colegio a las que les encantaría ser tus damas de honor.
– Pues no las quiero. Además, hace más de ocho años que dejamos la escuela, y no imagino a nuestras profesoras particulares haciendo de damas de honor.
– De acuerdo, me rindo, pero entonces tu vestido tendrá que ser mucho más bonito.
– Tanto como el tuyo -repuso Victoria, aunque sin demasiado entusiasmo. Lo único que le ayudaba a soportar la situación era pensar en la luna de miel, Europa, las cosas que deseaba hacer y las personas que vería, así como en su vida cuando se instalara en Nueva York, donde disfrutaría de cierto grado de independencia. En cambio la boda no le interesaba en absoluto-. ¿ Por qué no nos vestimos las dos de novia y confundimos a todos? ¿Qué te parece? -pre- guntó con una sonrisa maliciosa.
– Me parece que, además de fumar, has bebido.
– No es mala idea. ¿Crees que papá se daría cuenta?
– No, pero Bertie sí -contestó Olivia, que en ese instante sintió una punzada al pensar que pronto se separaría de su hermana.
Faltaban apenas cuatro meses para la boda. Tal como habían planeado, a finales de febrero viajaron a Nueva York. Se alojaron en el Plaza para ahorrarse abrir la casa y llevar a una docena de sirvientes consigo. Su padre sugirió que las acompañara la señora Peabody, pero Victoria insistió en que no la necesitaban. Cuando por fin entraron en la habitación del hotel lanzó el sombrero por los aires. Estaban solas en Nueva York y podían hacer lo que quisieran, de modo que pidió una copa y encendió un cigarrillo.
– No me importa lo que hagas en esta habitación, pero si no te portas bien en el hotel o en cualquier otro lugar, te mandaré de inmediato a casa. No quiero que nadie piense que soy una borracha o que fumo sólo porque tú lo hagas, de manera que compórtate.
– Sí, Ollie -repuso Victoria con una sonrisa maliciosa. Se sentía feliz de estar a solas con su gemela en Nueva York. Esa noche cenaría con Charles, pero antes iría con su hermana a Bonwit Teller para comprarse ropa. Aparte del traje de novia, necesitaba un vestuario nuevo para la luna de miel. Olivia ya había encargado los vestidos de diario, pero los más elegantes los adquirirían en Nueva York. No obstante, resultaba extraño pensar que ya no comprarían dos trajes de cada modelo, sino sólo uno. Olivia no necesitaba atuendos de esa clase, y tampoco estarían juntas para llevarlos. El primer encargo que hizo de una sola prenda casi le partió el corazón.
Tomaron un ligero almuerzo en el hotel y después se dirigieron en taxi a Saks. Dondequiera que fueran, atraían las miradas de todos. Cuando entraron en B. Altman, causaron un revuelo entre las dependientas, que se acercaron prestas a ayudarlas junto con el encargado de la tienda. Olivia llevaba consigo varios dibujos, fotografías de revistas y un par de diseños propios. Sabía exactamente cómo quería el vestido de novia: varias capas de raso blanco cortadas al bies y cubiertas de encaje con una cola larguísima. En la cabeza Victoria luciría la tiara de diamantes de su madre. El encargado del establecimiento le garantizó que no tendría ningún problema en conseguir lo que deseaba, y pasaron una hora hablando de telas mientras Victoria se probaba sombreros y zapatos.
– Necesitan tomarte las medidas -le indicó Olivia. -Que tomen las tuyas. Tenemos la misma talla.
– No es así, y tú lo sabes -observó Olivia. Su hermana tenía más busto y la cintura un poco más estrecha-. Vamos, quítate la ropa.
– De acuerdo -cedió por fin Victoria. Mientras tanto, Olivia se dedicó a su propio vestido. Había pensado en un traje de raso azul claro de estilo similar al de su hermana, pero no tan largo. No tendría ni cola ni encajes, sólo varias capas de raso azul cortadas al bies. Sin embargo, mientras dibujaba el diseño, el encargado insistió en que era demasiado sencillo en comparación con el de la novia, por lo que al final añadieron una cola corta y un abrigo de encaje azul con un sombrero a juego, de esta manera guardaría perfecta armonía con su hermana. Olivia sonrió al contemplar los bocetos y se los mostró a Victoria, que sonrió complacida antes de susurrarle:
– ¿Por qué no te haces pasar por mí el día de la boda? Nadie se daría cuenta.
– Haz el favor de comportarte -le amonestó Olivia antes de alejarse para elegir los innumerables vestidos que su hermana necesitaba.
Al final decidieron regresar al día siguiente para escoger los trajes que faltaban. Mientras Olivia concertaba la cita con el encargado, observó que Victoria tenía la vista clavada en una pareja que acababa de entrar. El hombre era alto, de cabello negro, y la mujer, una rubia espigada, llevaba un abrigo de pieles. Eran Toby Whitticomb y su esposa. Olivia no entendía cómo Evangeline se exhibía en público, debía de estar al menos en su séptimo mes de embarazo. Miró a su hermana por el rabillo del ojo y advirtió que estaba muy pálida. A continuación se despidió del encargado y la condujo hacia la puerta.
– Vámonos, ya hemos acabado.
Sin embargo Victoria no se movió, incapaz de apartar la vista de Toby. Whitticomb pareció percibir su mirada y se volvió hacia las jóvenes. Era evidente que no sabía cuál de las dos era Victoria, pero saltaba a la vista que se sentía incómodo. Toby cogió del brazo a Evangeline y la llevó a un rincón apartado, pero ella también las había visto y comenzó a discutir con él.
– Victoria, por favor…-insistió Olivia. La situación resultaba muy embarazosa. Todas las dependientas los observaban con expectación. Toby había hablado con tono desabrido a su esposa, que comenzó a sollozar y lanzar miradas furtivas a las gemelas.
Olivia cogió a su hermana de la mano y casi la arrastró hasta la calle, donde subieron a un taxi. Tan pronto como se sentaron, Victoria rompió a llorar. Era la primera vez que veía a Toby desde la terrible escena frente a su despacho.
– Ahora yo hubiera estado embarazada de cinco meses -balbuceó. Por primera vez mencionaba al niño que había perdido en noviembre.
– Y tu vida estaría hecha añicos. Por Dios Santo, Victoria, ese hombre arruinó tu vida y después renegó de ti; no me digas que sigues enamorada de él.
Su hermana negó con la cabeza y afirmó:
– Le odio; aborrezco todo lo que representa y el modo en que me trató.
No obstante, cuando recordaba las tardes que pasaron solos en aquella casita, todavía se le encogía el corazón. Había creído su promesa de abandonar a su esposa y sus palabras de amor, y ahora Evangeline exhibía su embarazo con orgullo y la señalaba a ella como a una fulana. De pronto comprendió de qué intentaba protegerla su padre cuando le hizo jurar que se casaría con Charles Dawson y agradeció que éste se hubiera prestado a ayudarla, aunque sabía que nunca lograría amarle.
Cuando llegaron al hotel, se tumbó en la cama y continuó llorando. Olivia, que la observaba en silencio, se dio cuenta de que había aprendido una dura lección sobre la crueldad de los hombres.
A las seis de la tarde se calmó por fin.
– Algún día le olvidarás, ya lo verás -aseguró Olivia.
– Jamás volveré a confiar en nadie. Me hizo tantas promesas…de lo contrario jamás me hubiera dejado seducir por él. -Se estremeció al recordar las cosas que le había obligado a hacer. ¿ Cómo podría explicárselo a Charles? Después de ver a Toby sentía una enorme gratitud hacia su prometido-. Fui tan estúpida -reconoció Victoria.
Olivia la abrazó y juntas esperaron a Charles, quien al llegar encontró a las hermanas muy calladas, sobre todo a Victoria.
– ¿Te ocurre algo? -le preguntó-. ¿Estás enferma? Ella negó con la cabeza.
– Ha sido un día muy largo y repleto de emociones fuertes. Comprar el vestido de novia es uno de los momentos más importantes en la vida de una mujer -explicó Olivia.