– ¿Se encuentra bien? -preguntó él con tranquilidad. Victoria no sabía si la había reconocido. El hombre se mostraba tan amable y cordial como siempre, no parecía nervioso y le acompañaba su ayuda de cámara.
– Creo que sí. ¿ Qué ha pasado?
De repente sonó una nueva explosión.
– Torpedos. Será mejor que suba a cubierta -aconsejó él.
Victoria ascendió por la escalera y le perdió de vista. Ya se habían soltado algunos botes salvavidas pero, como el barco se inclinaba hacia estribor, era imposible utilizar los de babor, que colgaban de un ángulo imposible. El Lusita- nia parecía una nave de juguete a punto de hundirse en una bañera. Victoria divisó la costa y se preguntó si sería capaz de nadar hasta allí.
A medida que el navío se escoraba, entraba más agua por los portillos abiertos. Victoria, que se había quitado los zapatos, se vio rodeada de humo y hollín. Le costaba respirar y mantener el equilibrio. Algunos pasajeros se arrojaron al mar, la antena de radio se desplomó sobre la cubierta y estuvo a punto de matar a varias personas, los niños lloraban mientras sus madres intentaban subirlos a los botes salvavidas. De pronto la joven divisó a Alfred Vanderbilt, que entregaba su chaleco a una chiquilla. Soltaron los botes, y los dos primeros volcaron al llegar al agua. Era una escena dantesca. Una niña resbaló junto a Victoria y cayó al mar. Ésta gritó y tendió la mano, pero era demasiado tarde; la pequeña se ahogó.
– Dios mío…Dios mío -balbuceó entre sollozos, y oyó que alguien le indicaba que subiera a un bote; parecía la voz de su hermana.
Aunque sólo hacía cinco minutos que el torpedo había alcanzado el barco, éste se hundía rápidamente. Victoria corrió hacia los botes, pero no había sitio para ella, sólo quedaban dos y había muchos niños en cubierta.
– Colóquelos a ellos, no a mí -dijo al joven oficial que ayudaba a los pequeños.
– ¿Sabe nadar? -preguntó. Ella asintió-. Coja una tumbona, nos hundiremos enseguida.
Victoria siguió su consejo y un instante después se deslizó hacia el mar, rodeada de colchones, trozos de madera y cadáveres. Era una aglomeración terrible de objetos y personas que salieron despedidos antes de que el barco tocara fondo. Alrededor de ella las mujeres y los hombres gritaban. Algunos cuerpos flotaban ya. Vio a una mujer hundirse con su bebé en brazos. La tumbona de Victoria se sumergió varias veces, pero finalmente salió a flote y chocó contra otra en la que yacía un niño con un traje azul de terciopelo. Parecía un príncipe que dormía plácidamente, pero estaba muerto. Victoria jamás había visto nada tan terrible. Distinguió al capitán Turner agarrado a una silla, y a lady Mackworth cerca de él, aferrada a otra. A lo lejos, un oficial y una señora estaban sentados sobre un piano.
A su lado se ahogaban varias personas. Victoria no soportaba tanto dolor, sentía las piernas entumecidas, no podía respirar. Se mantuvo asida a la tumbona todo el tiempo que pudo hasta que, al final, se hundió en el agua.
CAPITULO 22
El sonido de voces y los gritos de los pájaros despertaron a Victoria. Notó que alguien la arrastraba por los pies y cómo se golpeaba la cabeza contra cada escalón. Quería gritar, pero no podía, y le dolía todo el cuerpo. Abrió los ojos con dificultad y vio la cara del hombre que estaba a punto de introducirla en un ataúd.
– iDios mío! ¡Sean, está viva!
Victoria tosió y escupió mucha agua. Tenía el cabello pegado a la cabeza, los labios resecos, los ojos enrojecidos y le parecía que los pulmones le iban a estallar. Era de noche. Estaba rodeada de féretros, y se percibía el olor de la muerte y el mar.
– Creíamos que estaba muerta -dijo el hombre.
– Así me siento -repuso ella, y expulsó más agua.
Se preguntó qué les había sucedido a los demás, pero era fácil de adivinar. Cientos de cuerpos yacían alrededor, la mayoría de niños. Le partía el corazón verlos; eran tan hermosos. Algunos tenían los ojos abiertos, y varias madres sollozaban junto a los cadáveres.
– Los alemanes torpedearon el barco -informó el hombre llamado Sean-. Se hundió en dieciocho minutos, hace cinco horas. Mi hermano y yo la recogimos cerca del puerto. Hemos salido todos en busca de supervivientes, pero hay muy pocos. -Tenía acento irlandés-. Hace semanas que los submarinos llegaron a esta zona. -Victoria se preguntó si el capitán Turner lo sabía-. Vamos, deje que la ayude a levantarse. Es una chica con suerte.
Victoria descubrió que sus medias habían desaparecido, así como gran parte de su vestido, pero al introducir la mano en el bolsillo descubrió que su monedero seguía allí. Se apoyó en los pescadores, que la condujeron al bar del pueblo adonde llevaban a los supervivientes. También habían abierto las puertas dela iglesia, el hotel Queen's y el ayuntamIento.
Victoria miró alrededor cuando entró en el local ayudada por Sean y distinguió algunas caras conocidas, entre ellas la del capitán. Había llegado a Queenstown en un pequeño barco de vapor, el Blue-bell, que también había re- cogido a Margaret Mackworth.
– Bonito vestido -comentó una mujer. Era una de las pocas madres que conservaba a sus dos hijos; los tres estaban desnudos.
En otras partes de la estancia había mujeres llorando por sus maridos e hijos, que habían desaparecido en el mar. Victoria contempló la escena con estupor. Lo primero que pensó fue que debía mandar un telegrama a su hermana. Aunque era peligroso ponerse en contacto con ella, tenía que hacerle saber que estaba viva.
A medianoche el cónsul americano, Wesley Frost, se acercó a las localidades que habían acogido a los supervivientes para preguntarles si podía hacer alguna cosa por ellos. Victoria le dio el nombre de Olivia, su dirección y un mensaje críptico que su hermana comprendería, y le rogó que le confirmara su envío. El hombre prometió hacerlo. Tenía mucho trabajo, pues a bordo del barco viajaban ciento ochenta y nueve estadounidenses, y todavía no se sabía cuántos habían sobrevivido. Alrededor de él se agolpaban varios pasajeros de diversas nacionalidades, muchos de ellos heridos de gravedad, para pedirle que se pusiera en contacto con sus familiares.
– Me ocuparé de ello lo antes posible, señorita Henderson -aseguró al tiempo que le tendía una manta.
– Se lo agradezco mucho -dijo Victoria.
Le castañeteaban los dientes y le costaba respirar, pues había tragado mucha agua. Se apoyó contra la pared, sentada en el suelo, y pensó en lo sucedido, en el horror que había presenciado. Se preguntó si Alfred Vanderbilt se habría salvado. De pronto se acordó de Geoffrey, que había asistido a un desastre similar y había sido testigo de la muerte de su madre. Sintió gran compasión por él y deseó poder abrazarle. Cerró los ojos para borrar las terribles imágenes que asaltaban su mente. Entonces vio a Olivia sentada en la cama, en su dormitorio de Nueva York. Ansiaba tender la mano y tocarla. Victoria concentró todos sus esfuerzos en intentar comunicar a Olivia que estaba a salvo y rogó a Dios que recibiera su mensaje.
CAPITULO 23
El lunes, día 10 de mayo Olivia pensó que empezaría a gritar si Geoffrey y Charles no terminaban pronto de desayunar. Todavía se encontraba débil y había discutido con Charles, que no le permitía leer el periódico.
– El médico dice que no debes disgustarte -le recordó mientras se lo quitaba.
– iDámelo, Charles! -exclamó ella con irritación. Charles la miró sorprendido y se lo devolvió-. Disculpa, no sé qué me pasa. Necesito leer algo para dejar de pensar en Olivia.
– Lo entiendo -repuso él con frialdad.
Por fin, para alivio de la joven, Charles salió hacia su despacho y Geoff se marchó al colegio. Minutos después Olivia cogía el bolso y el sombrero y tomaba un taxi con dirección a la oficina de la Cunard en State Street. No esta- ba preparada para lo que encontró allí, una marabunta de personas que gritaban, lloraban, lanzaban objetos, proferían insultos y suplicaban información, pero los empleados de la compañía, que intentaban controlar a la muchedumbre con la ayuda de la policía, no podían facilitársela. Apenas se sabía nada, sólo que el número de muertos rondaba el millar.