– ¿ Sabe conducir?
– Sí.
– Bien, podrá conducir una ambulancia o un camión, lo que sea, pero tiene que estar aquí mañana.
El hombre se disponía a colgar cuando Victoria inquirió:
– ¿Cómo se llama usted?
Él sonrió ante su ingenuidad. Era evidente que no sabía cómo funcionaba aquello, y se preguntó de nuevo por qué deseaba arriesgar su vida por una guerra que no era la suya. Respondió que su nombre no importaba, porque él no estaría.
– ¿ A quién busco entonces?
– A cualquiera que esté sangrando, y verá a muchos -contestó él-. Pregunte por el capitán del área. Élla llevará al hospital o a la Cruz Roja. Nos encontrará, no se preocupe, no tiene pérdida.
Esa noche cenó bien, y el propietario del hotel se encargó de buscar a alguien que la llevara a Reims. Le presentó a un chico que tenía un viejo Renault, y éste dijo que, como el trayecto era largo, deberían partir a primera hora de la mañana. Victoria observó que era incluso más joven que ella, y le pagó por adelantado, tal como le pidió. El muchacho, que se llamaba Yves, le recomendó que se pusiera ropa de abrigo y zapatos resistentes. Si el coche se averiaba, no quería caminar hasta Reims con una mujer que llevaba tacones. A Victoria le molestó el comentario y preguntó si el automóvil se averiaba a menudo.
– No más de lo normal. ¿Sabe conducir?
Ella asintió. Quedaron en verse por la mañana e Yves se marchó.
Victoria estaba tan emocionada que no consiguió dormir. Le resultó duro levantarse a la mañana siguiente, pues hacía frío y no había descansado. El dueño del hotel les había preparado unos bocadillos, y el chico portaba un termo de café.
– ¿Por qué ha venido? -preguntó Yves mientras le servía una taza en la primera parada del viaje.
– Porque creo que puedo ayudar. -No sabía cómo explicárselo. De hecho a ella misma le costaba comprenderlo-. Me sentía muy inútil en mi país, no hacía nada por nadie. Esto parece más interesante.
Él asintió. Entendía sus razones.
– No tiene familia -dedujo.
Victoria se abstuvo de mencionar que había dejado atrás a su marido e hijastro, porque temía que pensara que estaba loca o era muy cruel.
– Una hermana gemela, jumelle.
– Era una palabra que conocía en casi todas las lenguas.
A Yves se le iluminó el rostro.
– ldentique?
– Oui.
– Tres amusant. ¿ N o quiso acompañarla?
– No. Está casada, no podía -mintió.
Reanudaron el viaje y permanecieron en silencio mientras pasaban junto a granjas, iglesias y escuelas. Los campos estaban sin cultivar, pues no había hombres jóvenes que se encargaran de esa tarea.
– Vous fumez? -preguntó el muchacho sorprendido cuando Victoria encendió un cigarrillo. Una mujer francesa de su clase jamás lo haría-. Tres moderne.
Victoria rió. También era tres moderne en Nueva York. Atravesaron Montididier, Senlis y llegaron a Reims al anochecer, mucho después de la hora que habían indicado a Victoria. Habían acabado el café y la comida, y se oían disparos a lo lejos.
– Es peligroso estar aquí -comentó Yves con nerviosismo.
No obstante Victoria logró convencerle de que la llevara a Chalons-sur- Marne, y unos minutos más tarde divisaron un hospital de campaña ante el que se detuvieron. Había camillas por todas partes con hombres ensangrentados. Yves se sentía inquieto mientras Victoria contemplaba la escena con los ojos como platos.
Preguntó a una persona si había alguien de la Cruz Roja allí, pero no obtuvo respuesta. Al cabo de un rato Yves anunció que se marchaba; y subió al coche después de que Victoria le diera las gracias. Comprendía que deseara esca- par de allí lo antes posible, pero se preguntaba qué haría allí sola.
Numerosas personas entraban y salían de la tienda, y algunas la miraban extrañadas por su aspecto, tan limpio y cuidado. Sin saber qué hacer, la joven preguntó a un camillero dónde se encontraba el puesto de enfermeras.
– Allí -respondió mientras arrastraba una bolsa con desperdicios.
Victoria se dirigió a donde le había indicado, pero cuando entró las enfermeras estaban demasiado ocupadas para hablar con ella, ya que acababan de llegar más heridos.
– Tome -le dijo un camillero de repente tras tenderle una bata-. La necesito, sígame.
Caminó entre las camillas con cuidado para no pisar a los enfermos. El hombre la llevó a una tienda más pequeña que utilizaban como sala de operaciones.
– No sé qué hacer -reconoció con nerviosismo Victoria, que no había esperado verse rodeada de hombres heridos por las explosiones.
Algunos presentaban quemaduras terribles y muchos sufrían los efectos de los gases que utilizaban los alemanes.
El camillero, un hombre bajo, delgado, y pelirrojo, se llamaba Didier y por fortuna hablaba inglés. Victoria casi se desmayó al comprender qué pretendía: quería que le ayudara a atender a los soldados que acababan de llegar de las trincheras.
– Haga lo que pueda -dijo él en medio del alboroto. De pronto la joven recordó a las personas que había visto en el mar cuando se hundió el Lusitania, pero esto era peor. Muchos seguían con vida-. No sobrevivirán, porque han tragado demasiado gas. No podemos ayudarles.
Victoria observó que un hombre expulsaba un líquido verdoso por la nariz y la boca y agarró el brazo de Didier con fuerza.
– No soy enfermera -explicó mientras contenía las arcadas. Eso era demasiado para ella. Se arrepentía de estar allí-. No puedo…
– Yo tampoco soy enfermero… sino músico… ¿Se queda o se va? No tengo tiempo que perder. -Parecía enfadado, pero su mirada fue como un reto.
– Me quedo -respondió, y se arrodilló junto a un hombre al que le faltaba la mitad de la cara.
Tenía vendajes por todas partes, pero los cirujanos habían decidido no malgastar el tiempo con él, pues no tenía posibilidades de salvarse…en un hospital, quizá, pero aquí no. Moriría en unas horas.
– Hola…¿ cómo te llamas? -preguntó con voz mortecina-. Yo soy Mark. -Era inglés.
– Olivia -contestó ella mientras le cogía la mano.
– Eres americana -observó. Tenía acento de Yorkshire-. Estuve allí una vez…
– Soy de Nueva York.
– ¿ Cuándo has llegado?
El soldado se aferraba a la poca vida que le quedaba, pensaba que si hablaba con ella podría sobrevivir, pero los dos sabían que era imposible.
– Hoy -respondió con una sonrisa.
En ese instante otro enfermo le tiró de la bata.
– De Estados Unidos… quería decir… ¿cuándo? -preguntó Mark.
– El fin de semana pasado…en el Lusitania.
A Victoria se le encogía el corazón al oír los gritos y sollozos de los heridos.
– Malditos boches… matar a mujeres y niños así… son como animales.
Victoria se volvió hacia el otro soldado que reclamaba su atención. Tenía sed y llamaba a su madre. Contaba diecisiete años, era de Hampshire y murió veinte minutos más tarde con la mano de Victoria en la suya. La joven habló con cientos de hombres esa noche, y docenas de ellos fallecieron ante sus ojos. No podía hacer gran cosa por ellos, se limitaba a tomarles la mano, encenderles un cigarrillo, confortarles. Les daba agua aunque no deberían beber, pero ya no importaba. Cuando salió de la tienda por la mañana, se preguntó si habría servido de algo lo que había hecho. Estaba cubierta de vómito y sangre, no sabía adónde ir ni dónde estaba su maleta. Se había olvidado de todo mientras estaba junto a esos muchachos heridos que la llamaban por su nombre, le apretaban la mano y morían en sus brazos. Ayudó a Didier a sacar a los muertos en camillas para que los enterraran. Había miles de cadáveres, la mayoría de jóvenes.
– Hay comida allí. -El camillero señaló una tienda más grande, pero Victoria no se sentía con ánimos de caminar tanto. No había dormido en toda la noche y tenía el cuerpo dolorido. En cambio Didier no parecía cansado-. ¿Te arrepientes de haber venido, Olivia?