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– No -respondió.

Didier adivinó que mentía. Había trabajado de firme, y valdría la pena contar con su ayuda, si se quedaba. La mayoría de los voluntarios acababan marchándose después de unos días, horrorizados por lo que habían visto. Otros, los más fuertes, no abandonaban. En todo caso Victoria no le parecía preparada para esa clase de vida, era demasiado joven y guapa. Con toda probabilidad había acudido en busca de aventura.

– Te acostumbrarás, espera a que llegue el invierno.

Durante meses la zona había sido un lodazal a consecuencia de las continuas lluvias, pero era mejor que lo que les había ocurrido a los rusos, que habían muerto congelados en Galitzia. Sin embargo Victoria no estaría allí en in- vierno, ya habría regresado a Nueva York, con Charles y Geoffrey.

Se dirigió con paso tambaleante a la tienda habilitada como comedor y, al acercarse, olió a café y comida, y se dio cuenta de que, a pesar de la carnicería que había visto, tenía un hambre feroz. Se sirvió unos huevos y un cocido de aspecto dudoso, así como una rebanada de pan más duro que una piedra, pero lo devoró todo y tomó dos enormes tazas de café negro. Varios camilleros y enfermeras la saludaron, pero estaban demasiado ocupados o exhaustos para hablar con ella. Aquello parecía una ciudad, con barracones, un hospital, un almacén y el comedor. A lo lejos se distinguía el castillo en que estaban destacados los oficiales, incluido el general, el oficial al mando. También había una granja donde se alojaban los soldados veteranos, mientras que el resto dormía en los barracones. Victoria no sabía todavía dónde se hospedaría.

– ¿Estás con la Cruz Roja? -le preguntó una chica regordeta de rostro afable.

Llevaba el uniforme de enfermera y se había servido un buen desayuno. Tenía la bata manchada de sangre, y Victoria pensó que, doce horas antes, la habría contemplado con horror, pero ahora le parecía normal. Se llamaba Rosie y era inglesa.

– Tenía que encontrarme con ellos ayer -explicó Victoria-, pero no sé qué ha pasado.

– Yo sí. Su coche fue alcanzado por una bomba ayer, en Meaux. Murieron los tres ocupantes. -Victoria sintió un escalofrío al pensar que ella podría haber estado en el automóvil-. ¿Qué vas a hacer ahora?

Victoria no sabía siquiera si quería quedarse, aquello era más duro de lo que había sospechado. Cuando estaba en Nueva York y asistía a las conferencias, todo le había parecido sencillo. Pensaba que le permitirían conducir. Entonces no suponía que sólo vería hombres moribundos y cadáveres. No obstante, sabía que podía ser útil.

– No lo sé. No soy enfermera, no sé en qué podría ayudar. -Miró a Rosie con timidez-. ¿Con quién debería hablar?

– Con la sargento Morrison. Está a cargo de los voluntarios. y no te engañes necesitamos toda la ayuda posible, estés preparada o no… siempre y cuando lo puedas aguantar.

– ¿Dónde puedo encontrarla? -preguntó Victoria. Rosie rió mientras se servía otra taza de café.

– Si te esperas diez minutos, ella te encontrará. La sargento Morrison está al corriente de todo lo que sucede en el campamento. Es una advertencia.

La enfermera tenía razón. Al cabo de cinco minutos una mujer vestida de uniforme se acercó a ellas y observó a Victoria con atención. Didier ya le había explicado todo sobre la recién llegada. La sargento Morrison medía un metro ochenta, tenía el cabello rubio y los ojos azules. Era australiana, llevaba casi un año en Francia e incluso había sido herida. Según Rosie, no toleraba ninguna clase de tonterías.

– Me han comentado que empezó a trabajar anoche -dijo con tono agradable.

– Sí. -De pronto Victoria se sintió como un soldado raso.

– ¿ Le gustó?

– No creo que la palabra «gustar» sea la más adecuada.

Rosie se marchó a la sala de operaciones, pues todavía le quedaban doce horas de servicio. Se trabajaba en turnos de veinticuatro horas o hasta que uno cayera muerto de cansancio.

– La mayoría de los hombres a los que cuidé fallecieron antes del amanecer -añadió Victoria.

Penny Morrison asintió con una expresión de compasión en el rostro.

– Suele suceder. ¿ Cómo se siente al respecto, señorita Henderson? -Conocía su nombre y, sin que Victoria lo supiera, ya había ordenado que llevaran su maleta al barracón de mujeres, donde le había asignado un catre-. Podría ayudarnos si quisiera. No sé por qué ha venido ni me importa pero, si tiene estómago, nos sería de gran utilidad. La lucha se ha recrudecido mucho.

Victoria ya estaba al corriente. La noche anterior le habían entregado una máscara antigás por si los alemanes atacaban el campamento.

– Me gustaría quedarme -afirmó.

– Bien. -La sargento se puso en pie y consultó su reloj. Tenía una reunión con los oficiales en el castillo, a la que había sido convocada como jefe de voluntarios. Si no se equivocaba, sería la única mujer-. Por cierto, he ordenado que envíen su equipaje al barracón de las mujeres. Ya le indicarán dónde está. Preséntese en la tienda médica dentro de diez minutos.

– ¿Ahora?

Victoria la miró con perplejidad. No había dormido en toda la noche y necesitaba descansar.

– Estará libre a las ocho de la tarde. Ya le he dicho que necesitamos su ayuda, Henderson. -La sargento la miró con severidad, y Victoria pensó que era una tirana. Por lo visto prefería reservar a las enfermeras y utilizar los voluntarios; tenían que racionarlo todo, incluso a las personas-. Por cierto, será mejor que se recoja el pelo.

Victoria tomó otra taza de café mientras se preguntaba si aguantaría doce horas más de trabajo y se dirigió a donde le había indicado.

– ¿ Ya estás de vuelta? Eso significa que te has encontrado con la sargento Morrison -comentó Didier al verla de nuevo.

La joven cogió una bata limpia, se recogió el pelo y se colocó un gorro. Durante las doce horas siguientes volvió a estar rodeada de muchachos moribundos, miembros arrancados, ojos cegados y pulmones llenos de gases venenosos. Cuando salió de la tienda, se sentía tan cansada que pensaba que vomitaría. Al llegar al barracón ni siquiera buscó su maleta, se tendió en el catre más cercano y se quedó dormida en el acto. No despertó hasta la tarde del día siguiente. Tras ducharse en una tienda contigua, se dirigió al comedor, donde se sirvió un buen plato y un tazón de café negro, sin el cual no sobrevivirían allí; era como el combustible para los coches. Mientras comía se preguntó cuándo debería regresaral trabajo, pues desconocía su horario. Al ver a Didier se acercó a él y se lo preguntó. El hombre llevaba treinta y seis horas de servicio y estaba exhausto.

– Me parece que no empiezas hasta la noche. El horario está colgado en los barracones. Supongo que Morrison pensó que necesitabas descansar.

– Me parece que tú también lo necesitas. -Empezaba a sentirse parte del equipo, y eso le gustaba-. Gracias, Didier, te veré más tarde.

– Salut! -dijo él mientras se servía una taza de café, aunque sabía que no le mantendría despierto, nada podía, ni las bombas.

A pesar de su agotamiento sonrió a Victoria. Le gustaba esa joven. No sabía por qué había venido. Todos tenían sus razones, pero no solían explicarlas, salvo a los amigos más íntimos. Algunos huían de vidas infelices, otros tenían grandes ideales.

Victoria regresó al barracón y consultó su horario. Disponía de un par de horas para descansar, de modo que se tumbó un rato. Cuando se presentó en la tienda médica, observó que no había ningún rostro familiar, excepto el de la sargento Morrison, que tras echarle un vistazo se mostró satisfecha al ver que se había recogido el pelo. A continuación le entregó un uniforme, una bata blanca y un gorro con una cruz roja. Era una mezcla curiosa de prendas, pero con ellas todos sabrían quién era. La sargento le preguntó cómo se encontraba.

– Bastante bien, creo -respondió Victoria.