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– Me alegro. Recoja su tarjeta de identidad en la tienda del estado mayor. En la reunión de ayer se aprobó su estancia. Creo que lo hará muy bien.

A Victoria le sorprendió su elogio pero, una vez se hubo marchado la sargento, ya no tuvo tiempo para pensar. Esa noche se libró una batalla terrible y llegaron centenares de hombres en camillas. Trabajó durante catorce horas sin descanso y, cuando por fin abandonó la tienda, estaba demasiado cansada para comer. Le resultaba imposible no pensar en los muchachos que había visto morir, así como en los niños que habían perecido en el Lusitania. Nada tenía sentido. El sol brillaba sobre las colinas de Francia y los pájaros cantaban. En lugar de dirigirse al barracón, paseó hasta un pequeño claro, se sentó en el suelo, con la espalda apoyada contra un árbol, y encendió un ci- garrillo. Necesitaba estar un rato sola para poner en orden sus pensamientos. No estaba acostumbrada a estar rodeada a todas horas de gente que necesitaba sus cuidados y había descubierto que era agotador.

– Puede que consiga un buen bronceado aquí, pero se me ocurren mejores lugares para ir de vacaciones.

La voz era de un hombre que hablaba en inglés con fuerte acento francés.

Victoria abrió los ojos y le miró. Por un momento le pareció que era tan alto como el árbol contra el que estaba reclinada. Tenía el cabello rubio, medio canoso.

– ¿ Cómo sabía que hablo inglés? -preguntó con curiosidad.

– Di el visto bueno a sus papeles ayer -respondió mirándola con frialdad y semblante serio-. He reconocido el uniforme, y la descripción.

Penny Morrison había comentado que era una joven americana muy guapa que había llegado en el Lusitania y que seguramente no se quedaría más de diez minutos.

– ¿Se supone que tengo que ponerme en pie y saludar? -preguntó ella.

El hombre sonrió.

– No, al menos que se una al ejército, y yo no lo haría si fuera usted. Puede desarrollar su labor sin pertenecer al ejército, a no ser que sienta la necesidad de tener un rango, pero como no es enfermera sólo sería un soldado raso. No se lo recomiendo. -Hablaba un inglés perfecto y había estudiado en Oxford y Harvard. Contaba treinta y nueve años y tenía un porte muy aristocrático-. Por cierto, soy el capitán Édouard de Bonneville.

Los ojos de Victoria se iluminaron con un brillo que no tenían desde que partió de Nueva York. Apenas había hablado con nadie desde entonces, excepto con lady Mackworth, en el Lusitania.

– ¿Es usted el oficial al mando? -inquirió-. Sé que debería levantarme pero, a decir verdad, no creo que me sostengan las piernas -añadió con una sonrisa.

– Ésa es otra ventaja de no estar en el ejército, no tiene por qué saludar. Le recomiendo que no se aliste -dijo con tono jocoso y se sentó en un tronco frente a ella-. Además, no soy el oficial al mando, soy el tercero o cuarto en el escalafón y no tengo autoridad alguna.

– No me lo creo. Es usted quien ha firmado mis papeles.

– Tampoco me he alejado demasiado de la verdad. -Lo cierto era que había estado en Saumur, la escuela de caballería para nobles, y estaba realizando la carrera militar. Si todo iba bien, acabaría siendo general. De todos modos, prefería hablar más de la joven que de sí mismo. Penny Morrison se sentía intrigada por ella, porque saltaba a la vista que era de buena cuna, además de joven y hermosa, y nadie entendía qué hacía allí. No parecía la clase de chica dispuesta a pasar penalidades-. Me han comentado que estuvo a bordo del Lusitania. -Observó el dolor y la pena que reflejaban sus ojos-. No es un buen principio, desde luego, pero…éste tampoco es el mejor de los destinos. ¿Se ha perdido o ha venido aquí a propósito?

Victoria rió. Le gustaba ese hombre, era muy directo, además de sarcástico.

– Quería estar aquí; de lo contrario no creo que lo aguantara. -Sus miradas se encontraron. Tenían los ojos casi del mismo color. Cualquiera que los hubiera visto habría pensado que formaban una buena pareja, aunque el capitán era mucho mayor que ella. En realidad podría ser su padre.

– Estudié en Oxford un año después de licenciarme en la Sorbona y, luego, para perfeccionar mi inglés -añadió mientras imitaba el acento de Boston-, pasé otro en Harvard. Más tarde ingresé en Saumur, que no es más que una escuela tonta para militares donde hay muchos caballos. -A Victoria le gustó la manera que tenía de describirla. Incluso ella había oído hablar de Saumur, que era el equivalente a West Point-. Ahora estoy aquí y, si quiere que le sea sincero, preferiría no haber venido -admitió mientras encendía un cigarrillo. Victoria admiró su franqueza. La mayoría de los hombres con que había hablado afirmaban lo mismo, por lo que les extrañaba que ella hubiera recorrido cinco mil kilómetros para estar allí-. Si tuviera dos dedos de frente, subiría a un barco, esta vez a uno americano, y regresaría de donde ha venido. Por cierto, ¿de dónde es?

– De Nueva York.

– ¿ Acaso ha huido de unos padres tiranos?

Había visto en su pasaporte que tenía veintidós años, por lo que era lógico suponer que aún vivía con sus padres. O quizá la había llevado allí un desengaño amoroso; si era así, había sido muy tonta.

– No; Mi padre es muy bondadoso.

– ¿ Y le ha permitido venir aquí? Qué hombre tan extraño. -Victoria negó con la cabeza. Se sentía a gusto hablando con él-. No creo que yo consintiera que mi hija pusiera en peligro su vida. Menos mal que no tengo ninguna.

Victoria observó que no lucía ninguna alianza en el dedo, lo que no significaba nada, pues tampoco ella la llevaba y estaba casada con Charles.

– No sabe que estoy aquí -explicó-. Cree que estoy en California.

– No debería haberle engañado. -Édouard la miró con desaprobación. ¿Quepásaría si le sucedía algo? ¿Qué habría ocurrido si se hubiera ahogado en el naufragio?-. ¿ Nadie sabe que está aquí? -Era una joven muy valiente.

– Mi hermana. -La joven se apoyó de nuevo contra el árbol. Había algo en ese hombre que la incitaba a sincerarse con él, aunque dudaba de que fuera conveniente-. Somos gemelas.

– ¿ Idénticas?

Victoria asintió.

– Sí, pero todo lo que yo tengo en la izquierda, ella lo tiene en la derecha, y viceversa. Como esta peca. -Tendió la mano para mostrársela-. Nadie nos diferencia, excepto la mujer que nos cuidaba de pequeñas. Incluso mi padre nos confunde -agregó con una sonrisa pícara, y el capitán sospechó el desconcierto que las hermanas solían causar.

– Eso ocasionará muchos problemas, sobre todo con los hombres. ¿Han engañado alguna vez a sus amigos? -Era muy listo, más de lo que suponía.

– Sólo a algunos -reconoció con expresión inocente.

– Pobres diablos. Me alegro de no haberlas conocido a la vez, aunque debe de ser todo un espectáculo. ¿ Cómo se llama su hermana?

– Victoria -respondió tras titubear un segundo.

– Olivia y Victoria. De modo que su hermana es la única que sabe que está aquí. ¿ Piensa quedarse hasta que acabe la guerra?

Édouard lo dudaba mucho. ¿Por qué iba a quedarse? Era de buena familia, bien educada, inteligente y muy hermosa. Podía regresar a casa cuando quisiera, y seguro que lo haría en cuanto se cansara de los peligros y las penalidades.

– No lo sé, depende de mi hermana.

– ¿De su hermana? ¿Por qué?

Arqueó una ceja en expresión de sorpresa. Era una criatura preciosa y le habría encantado pasar el día con ella para conocerla mejor.

– Ella se ocupa de todo.

– No lo entiendo.

– Es muy complicado -repuso ella con un brillo extraño en los ojos.

– Quizá me lo explique algún día.

Victoria se levantó despacio. No le apetecía marcharse, pero estaba muy cansada y le dolía todo el cuerpo. Para su asombro, Édouard la acompañó hasta el barracón.

Durante la semana siguiente le vio con bastante frecuencia. El capitán la visitó en la tienda médica mientras atendía a los enfermos, y en el comedor, donde tomó café con ella. Hablaron de diversos temas, algunos muy graves, como las nubes de gas, los miles de muertos, los heridos, y otros banales como el tenis, los yates y los caballos.