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Victoria ya llevaba un mes en el campamento cuando la invitó a una cena que se ofrecería en el castillo.

– ¿Aquí?

No tenía nada que ponerse, lo había perdido todo en el barco y la ropa que había comprado en Liverpool era fea y funcional. Sólo tenía el uniforme.

– Me temo que no puedo llevarte a Maxim's de París.

Édouard la miró divertido. Después de llevar batas ensangrentadas y conducir ambulancias, de pronto actuaba de una forma muy femenina.

– No tengo nada que ponerme, sólo el uniforme.

Le halagaba que la hubiera invitado, pero también le sorprendía. Se habían convertido en amigos, pero jamás pensó que se sintiera atraído por ella. Además, ése no era el lugar más adecuado para iniciar un romance, aunque varias de sus compañeras mantenían relaciones amorosas con soldados. A veces la tragedia unía más a las personas, si bien había quien pensaba que era mejor guardar las distancias. Victoria siempre había supuesto que Édouard pertenecía a este último grupo.

– Yo tampoco tengo otra cosa que ponerme, Olivia. -Victoria siempre se reía al oírle utilizar el nombre de su hermana. Había pensado en contarle la verdad un par de veces, pero no se atrevía-. Te recogeré a las siete.

Victoria habló con Didier, que se ofreció a cambiarle el turno y arqueó una ceja al enterarse de que tenía una cita.

– Me preguntaba cuándo ocurriría.

Le gustaba Victoria. Era sincera y trabajadora, y nunca se quejaba.

– Sólo somos amigos. -Victoria sonrió ante su insinuación.

– Eso crees tú. No conoces a los franceses.

– No seas tonto -repuso ella antes de salir corriendo para ponerse un uniforme limpio.

Su única concesión a la feminidad fue soltarse el cabello. No tenía maquillaje, desde su llegada a Francia no lo había necesitado, pero ahora lo echó en falta.

Édouard la recogió en un camión cerca del barracón.

– Estás muy guapa, Olivia.

– ¿Te gusta mi vestido? -preguntó coqueta-. Lo compré en París. ¿ y mi peinado? He tardado horas en arreglarme.

– Eres un monstruo. No me extraña que tu familia te enviara aquí. Seguro que estaban desesperados por librarse de ti.

– Sí.

Victoria pensó en Charles y en Geoffrey, a quienes no añoraba en absoluto.

– ¿Has recibido noticias de tu hermana?

– Sí. Me ha enviado dos cartas, y yo también le he escrito, pero es difícil explicar lo que ocurre aquí.

– Es difícil comprender la guerra si no se vive.

Cuando entraron en el castillo, Victoria estaba muy nerviosa. Había dos mujeres más en la cena. Una era la propietaria del edificio, una condesa con edad suficiente para ser su madre y que se mostró muy cordial. La otra era la esposa de un coronel que había viajado desde Londres para ver a su marido.

La cena fue informal y la conversación se centró al principio en la guerra y la campaña de Galitzia. Más de un millón de polacos habían muerto en el último mes, lo que horrorizó a Victoria, que al pensarlo mejor se dio cuenta de que desde su llegada había visto morir a más de mil hombres.

Después la conversación tomó otros derroteros. El general se mostró muy amable con Victoria y todos le hablaron en inglés, aunque su francés había mejorado. A las diez de la noche Édouard la llevó a los barracones. Victoria había impresionado a la condesa y al general, pero no era consciente de ello. Mientras se dirigían al campamento, oyeron el familiar silbido de las balas. Victoria rogó que esa noche no hubiera un gran número de víctimas.

– ¿Cómo acabará todo esto? -inquirió.

Édouard aparcó el camión a un lado de la carretera antes de llegar al barracón. No había ningún otro lugar donde pudiera hablar, con calma, pues el comedor estaba lleno a todas horas y siempre estaban rodeados de gente. Ahora deseaba estar a solas con ella, tenía algo que decirle.

– Las guerras nunca llevan a ninguna parte -sentenció-. Sólo hay que recordar la historia. Al final todos pierden.

– ¿ Por qué no salimos ahí fuera y se lo decimos? Podríamos ahorrarles mucho trabajo.

– No olvides que al mensajero siempre le cortan la cabeza. -Hizo una pausa y añadió-: Me lo he pasado muy bien esta noche. -Mientras la miraba se preguntó qué había dejado atrás en Nueva York. Con toda probabilidad muchos corazones partidos, pero la había observado durante el último mes y no parecía que el suyo estuviera ocupado-. Tu compañía me resulta muy agradable, espero que podamos repetir esto alguna vez.

Deseó estar en París con ella. Allí todo hubiera sido diferente. La habría llevado a su castillo en Chinon, de caza a Dordoña, le habría presentado a sus amigos… habría sido maravilloso. Pero lo único que tenían eran las trincheras entre Streenstraat y Poelcapelle, y miles de hombres que morían a causa del fosgeno. No era un ambiente muy romántico.

– Yo también me lo he pasado bien -dijo Victoria mientras fumaba un cigarrillo francés-. El general es todo un personaje.

Édouard tomó su mano y se la besó.

– También lo eres tú. -Por fin decidió sincerarse, aunque temía su reacción-. Debo explicarte algo, Olivia, no quiero que haya ningún malentendido entre nosotros…

Al oír sus palabras ella se puso rígida.

– Estás casado -interrumpió Victoria, que no deseaba que le hicieran daño de nuevo.

– ¿Por qué dices eso?

Édouard la miró con asombro. Era mucho más lista de lo que pensaba y se preguntó una vez más qué le había ocurrido en el pasado. Percibía el dolor y la tristeza en sus ojos.

– Simplemente lo sé. ¿Qué más hay que contar?

– Muchas cosas… todos llevamos nuestra cruz… y ésta es la mía. No es un verdadero matrimonio.

– No, claro, es un matrimonio sin amor, no deberías haberte casado con ella…quizá la dejes cuando acabe la guerra o quizá no… -Victoria se interrumpió y miró por la ventanilla.

– No es eso. Ella me abandonó hace cinco años y, sí, era un matrimonio sin amor. Ni siquiera conozco su paradero. Se fugó con mi mejor amigo, pero fue un alivio. Estuvimos casados durante tres años y nos odiábamos, pero no puedo divorciarme, éste es un país católico. Quería que lo supieras.

Victoria le miró sorprendida, no sabía si creerle.

– ¿Ella te dejó? -preguntó.

Édouard asintió. Hacía mucho que había ocurrido y había habido un par de mujeres en su vida desde entonces, pero no en los últimos doce meses.

– Se marchó hace seis años. Podría decirte que me partió el corazón, pero no fue así. Me sentí aliviado, debo a Georges un gran favor, un día de éstos le escribiré para agradecérselo. El pobre quizá se sienta culpable -dijo con una sonrisa.

– ¿Por qué la odiabas?

– Porque era una niña mimada insoportable. Era la mujer más egoísta que jamás he conocido.

– ¿Por qué te casaste con ella? ¿Era guapa?

– Mucho, pero no me casé con ella por eso. Estaba prometida con mi hermano, que murió en un accidente de caza. Tenían fijada ya la fecha de la boda, y él había sido lo bastante estúpido para dejarla embarazada. Así pues, hice lo que consideré mi deber y contrajimos matrimonio. Tres semanas después perdió al niño, o eso dijo; todavía dudo de que en verdad estuviera encinta. Creo que cazó a mi hermano y el muy ingenuo la creyó. Estoy seguro de que, si se hubieran casado, la habría matado; él no era tan paciente como yo. Tres años más tarde me dejó por Georges, después de mantener una relación de un año con él. Sospecho que hubo un par más antes. Yo me alegré de que se marchara. El único problema es que, a menos que Georges se haga rico, algo improbable dada su limitada inteligencia, o ella conozca a otro, no se divorciará. Estoy dispuesto a pagarle una bonita cantidad de dinero, pero prefiere el título.