Decidí que había llegado el momento de seguir su ejemplo.
Dejamos que Gerda se acabase sola la botella, subimos y respiramos profundamente el aire limpio de Berlín. Después del ambiente venéreo de la Media Azul, me apetecía volver a casa y lavarme los pies en desinfectante. Y planear mi próximo viaje al dentista. La visión de la espantosa sonrisa de Neumann mientras nos marchábamos era un aviso atroz.
– Al menos ya tenemos un nombre -dijo Grund, asintiendo con entusiasmo. -¿Tú crees?
– Ya la has oído.
– Rudolf Serkin es un famoso pianista – repliqué con una sonrisa.
– Mejor aún. Será un bonito titular para el Tempo.
– O mejor aún, para el Der Angriff-dije con un gesto de contrariedad-. Mi querido Heinrich, el verdadero Rudolf Serkin tocaría «A mi loro no le gustan los huevos duros» en el Bechstein Hall antes que acostarse con una puta tullida. Quienquiera que fuera la persona que conoció Gerda, o el tipo con el que vio a Anita, utilizaba un nombre falso. Eso no tiene vuelta de hoja.
– Puede que haya dos Rudolf Serkin.
– Es posible, pero lo dudo mucho. ¿Tú le darías tu nombre de verdad a una puta tullida que encontrases en la Media Azul?
– No, supongo que no.
– Supones bien. Gerda lo sabía. Pero no podía darnos ningún otro nombre.
– ¿Y la dirección?
– Nos dio la única dirección de Berlín donde sabe que la poli no se atreve a poner el pie. Se ha quedado con nosotros, amigo.
– Entonces ¿por qué le diste propina?
– ¿Por qué? -miré al cielo-. No lo sé, Quizá porque sólo tiene una pierna y un brazo. Quizá por eso. De todos modos, la próxima vez que la vea, sabrá que está en deuda conmigo.
– Eres demasiado blando para ser poli -dijo Grund con una mueca burlona-, ¿sabes?
– Viniendo de un nazi como tú, me lo tornaré como un cumplido.
A la mañana siguiente dejé mi traje Peek & Cloppenburg en el armario y me puse el frac de cuello almidonado de mi padre. Hasta el día de su muerte prematura, trabajó como empleado en el Bleichroder Bank de la Behren Strasse. Creo que no lo vi nunca vestido con traje de calle. No era muy dado a callejear. Mi padre era un típico prusiano: distinguido, leal a su emperador, respetuoso, puntilloso. Heredé de él todas esas cualidades. Mientras vivió, no nos llevarnos tan bien como debiéramos. Pero ahora las cosas eran diferentes.
Me miré en el espejo y sonreí. Era igual que él. Al margen de la sonrisa y el cigarrillo y el pelo extra en la cabeza. Todos los hombres acaban pareciéndose a su padre. No es una tragedia, pero hace falta sentido del humor para aceptarlo.
Fui caminando al Adlon. El servicio de coche del hotel estaba a cargo de un polaco llamado Carl Mirow, que había sido chófer de Hindenburg, pero dejó el servicio del presidente de Weimar cuando descubrió que ganaba más dinero conduciendo para gente importante. Como los Adlon. Carl era miembro del Club Alemán del Automóvil y se sentía muy orgulloso de tener un historial impoluto, sin una sola infracción, en los muchos años que llevaba en la carretera. Muy orgulloso y muy agradecido. En 1922, un joven y novato policía berlinés llamado Bernhard Gunther detuvo a Carl por saltarse un semáforo en rojo. Por el olor del aliento, daba la impresión de que se había tornado unos cuantos chupitos de aguardiente, pero decidí dejarle marchar. No fue un gesto muy prusiano por mi parte. Es posible que Grund tuviera razón. Es posible que fuera demasiado blando para ser poli. En cualquier caso, Carly yo éramos amigos desde entonces.
Los Adlon tenían un inmenso Mercedes-Benz 770 Pullman descapotable de color negro. Era un coche de auténtico plutócrata, con faros como raquetas de tenis y guardabarros y estribos tan grandes como la rampa de esquí de Holmenkollen. Un coche apropiado para un plutócrata como el director del consejo de administración del Sindicato de la Industria Colorante. Hacerse pasar por el doctor Duisberg no era un plan muy apetecible, pero no me imaginaba otro modo de sonsacarle información al doctor Gerhard Domagk en la Clínica.Urológica del Hospital Estatal. Illmann no solía equivocarse en esas cosas. Parecía muy improbable que ningún médico me proporcionase por las buenas la información sensible que buscaba. A, menos que me tomase por su jefe.
Carl Mirow accedió a llevarme en coche al hospital. El gran Mercedes- Benz levantó un enorme revuelo cuando atravesamos el complejo hospitalario, sobre todo cuando bajé la ventanilla y le pregunté a una enfermera dónde estaba la Clínica Urológica, Carl estaba un poco molesto.
– Imagínate que alguien ve la matrícula y se piensa que el señor Adlon tiene sífilis.
El señor Adlon era Louis Adlon, el propietario del hotel. Un tipo ya sesentón, con pelo ralo entrecano y un mostacho blanco bastante pulcro.
– ¿Me parezco al señor Adlon?
– No.
– Y tú, si tuvieses sífilis, ¿vendrías a la clínica en un coche como éste? ¿Con el cuello alto y el sombrero bien calado?
Paramos delante de un edificio anexo de ladrillo rojo, donde se encontraba la Clínica Urológica. Carl salió del vehículo y me abrió la puerta. Con su librea de chófer se parecía al comandante de mi vieja compañía. Y tal vez era ése el verdadero motivo por el que no le multé por saltarse un semáforo en rojo en 1922. Siempre he sido muy sentimental.
Entré en la clínica por unas puertas dobles de cristal esmerilado. El vestíbulo era brillante y fresco, con un suelo de linóleo tan abrillantado que los zapatos rechinaban cuando caminé de puntillas hasta la recepción. Allí, bajo el techo abovedado, una petición de asistencia médica en voz baja debía de sonar como un aparte en la ópera. El fuerte olor a éter no estaba propiamente en el aire, Parecía que la rubia rojiza de la recepción se gargarizaba con él. Puse en la mesa la tarjeta del doctor Duisberg y le dije a la recepcionista que quería ver al doctor Domagk.
– No está -respondió la chica.
– Supongo que estará en Leverkusen.
– No, está en Wuppertal.
Ignoraba la existencia de ese lugar. A veces tenía la sensación de que ya no reconocía el país en que vivía.
– Supongo que será otra ciudad de nueva construcción.
– No sé -respondió la recepcionista.
– ¿Quién es el responsable cuando se ausenta el doctor Domagk?
– El doctor Kassner.
– Entonces quiero hablar con él.
– ¿Tiene cita?
– Si le entrega esta tarjeta al doctor Kassner, verá que no la necesito -dije con una sonrisa, fingiendo una paciencia imbuida de engreimiento-. Mire, enfermera, yo financio toda la investigación que se desarrolla en esta clínica. Así que, si no quiere acabaren las filas de los seis millones de desempleados, le sugiero que corra a decirle que estoy aquí.
La enfermera se sonrojó ligeramente, se levantó, cogió la tarjeta de Duisberg y, rechinando en cada paso como una camada de ratones apretujados, desapareció por unas puertas de vaivén.
Al cabo de un minuto, apareció un tipo pálido y desgarbado en la entrada principal de la clínica. Caminaba despacio, como si fuera cojo, con la vista fija en el linóleo, como si esperase encontrar una causa mejor que una mera sobredosis de abrillantador para explicar el ruido de sus zapatos. Se detuvo al llegar a la recepción y me miró de soslayo, acaso preguntándose qué clase de médico era yo. Le sonreí.
– Qué buen día hace -dije alegremente.
Entonces apareció en el vestíbulo un hombre con bata blanca, que se encaminó impetuosamente hacia mí, como si yo fuera un miembro fundador de los Wandervogel, con una mano estirada y sosteniendo con la otra la tarjeta de Duisberg. Era corpulento y calvo, lo que le confería un aspecto más militar que médico. Debajo de la bata blanca iba vestido como yo, como un profesional con un cargo importante en la comunidad.