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– El Cielo y el Infierno -dije-. Lo recuerdo muy bien.

– Exacto. -El coronel sonrió-. Yo era un chico formal, católico romano. Nunca había visto tantas mujeres desnudas. Tenían un espectáculo que se llamaba Veinticinco escenas de la Vida del Marqués de Sade, y otro llamado La francesa desnuda: Su vida reflejada en el arte. Qué sitio. Qué ciudad. ¿Es cierto que ha desaparecido todo?

– Sí. Todo Berlín es una ruina. Poco más que una obra en construcción. No lo reconocería.

– Qué pena.

Abrió la cerradura de una sala pequeña situada enfrente de la Morgue Judicial. Había una mesa barata, unas cuantas sillas baratas y varios ceniceros baratos. El coronel abrió una persiana y una ventana sucia para que entrase aire fresco. Al otro lado de la calle vi una iglesia donde entraba gente ajena a la medicina forense y a los asesinatos, gente que se llenaba las narinas de algo más agradable que el olor a cigarrillo y formol. Suspiré y miré la hora, ya casi sin ocultar mi impaciencia. No tenía la menor intención de ver el cadáver de una chica muerta. Eso me contrariaba, así como lo que sabía que iba a venir a continuación.

– Discúlpeme -dijo-. Ya voy al grano, Herr Gunther. El asunto sobre el que quería hablar con usted. Mire, siempre me ha interesado el lado oscuro de la conducta humana. Por eso me interesó usted, Herr Gunther. Usted es una de las razones por las que me hice policía en vez de abogado. En cierto sentido, usted me ayudó a salvarme de una vida muy aburrida. -El coronel me acercó una silla y nos sentamos. Luego continuó-:

En 1932 hubo dos crímenes sensacionales en la prensa alemana. -Hubo muchos más que dos -repliqué agriamente.

– No como esos dos. Recuerdo que leí muchos detalles escabrosos sobre ellos. Eran asesinatos lascivos, ¿no? Dos chicas mutiladas de manera similar, como la pobre Grete Wohlauf. Una en Berlín y otra en Munich. Y usted, Herr Gunther, fue el detective que investigó los casos. Su fotografía salió en la prensa.

– Sí, era yo. Lo que no sé es qué tiene eso que ver con todo lo demás.

– Nunca lograron atrapar al asesino, Herr Gunther. Nunca lo detuvieron. Por eso estamos hablando ahora.

– Es cierto -dije, negando con la cabeza-. Pero mire, eso fue hace casi veinte años. Y a miles de kilómetros de distancia. No insinuará que este crimen guarda relación con aquéllos.

– ¿Por qué no? -El coronel se encogió de hombros-. Tengo que considerar todas las posibilidades. Con la ventaja de la visión retrospectiva, me parece que aquellos crímenes eran típicamente alemanes. ¿Cómo se llamaba aquel otro tipo que asesinó y mutiló sexualmente a varios chicos y chicas? Haarmann, ¿no? Les arrancó la garganta a mordiscos y les amputó los genitales. Y Kürten. Peter Kürten, el Vampiro de Dusseldorf. No debemos olvidarlos, ¿no le parece?

– Haarmann y Kürten fueron ejecutados, coronel, como sin duda recordará. Así que no pueden ser ellos, ¿verdad?

– Desde luego que no. Pero hubo otros asesinatos lascivos, como recordará también. Algunos también con mutilación y canibalismo. -El coronel se inclinó hacia delante en la silla-. Bien. Aquí es adonde quería llegar. Muchos alemanes han venido a vivir a Buenos Aires. Antes y después de la guerra. Y no todos son gente civilizada como usted y como yo. Naturalmente he hecho un seguimiento de los juicios de los llamados criminales de guerra, y me parece bastante evidente que algunos de sus compatriotas han hecho cosas terribles. Cosas inimaginables. Así que mi teoría, si se puede llamar así, es la siguiente. No todos los alemanes que han venido a Argentina en los últimos cinco años son ángeles. Algunos pueden ser demonios. Igual que el viejo club berlinés, el Cielo y el Infierno. Estará de acuerdo, ¿no?

– Desde luego. Ya ha oído lo que le he dicho al presidente.

– Sí. Eso me hizo pensar que usted podía ser el hombre que me ayudase, Herr Gunther. Un ángel, si quiere. -Nunca me habían llamado así.

– Seguro que sí, pero ya volveré a eso después. Déjeme acabar este razonamiento concreto. Así que reconocerá, espero, que a muchos de sus colegas de las SS les gustaba matar, ¿no? Quiero decir, parece razonable pensar que algunos de los miembros de las SS eran psicópatas, ¿no?

– Ya veo adónde quiere llegar, creo-dije asintiendo con la cabeza.

– Exacto. Tomemos el caso de Rudolf Hóss, el comandante del campo de concentración de Auschwitz. Ya había asesinado antes de llegar allí. En 1923. Al igual que Martin Bormann. Un hombre no se vuelve psicópata por llevar un uniforme. Por lo tanto, cabe suponer que muchos psicópatas encontraron un lugar idóneo en las SS y la Gestapo como asesinos y torturadores con licencia.

– Siempre lo he pensado-dije-. Ya se imaginará mi placer cuando me destinaron a las SS en 1940. Es bastante sorprendente pasarse la vida investigando asesinatos y acabar destinado en Rusia con la misión de cometerlos.

– Oh, no pretendía insinuar que usted fuese un psicópata, Herr Gunther. Mire, pensemos que en 1932 no detienen a este asesino. En 1933 los nazis llegan al poder y él entra en las SS, donde encuentra un nuevo medio socialmente aceptable para satisfacer su deseo de crueldad. Durante la guerra-trabaja en un campo de exterminio, donde mata a toda la gente que quiere con impunidad absoluta.

– Y luego ustedes lo invitan a venir a Argentina. -Sonreí-. Ya entiendo lo que quiere decir, pero no sé en qué sentido le puedo ayudar.

– Creía que era evidente. La oportunidad de reabrir un viejo caso.

– No soy muy ordenado, coronel. Y créame, había muchos otros casos no resueltos en nuestros expedientes. Ninguno de ellos me quita el sueño.

El coronel asentía, pero me di cuenta de que todavía tenía cartas que jugar.

– Ha desaparecido otra chica -dijo-. Aquí en Buenos Aires.

– Desaparecen chicas todo el tiempo. Darwin lo llamaba selección natural. Una chica elige a un muchacho y, naturalmente, a su padre no le gusta mucho, de modo que se escapa con él. -Entonces, ¿no puedo apelar a su conciencia social?

– Apenas conozco todavía esta ciudad. Casi no hablo la lengua. Soy como un pez fuera del agua.

– No exactamente. La chica que ha desaparecido es de origen germano-argentino. Como Grete Wohlauf. He pensado que usted podría limitar sus investigaciones a la comunidad alemana de Buenos Aires. ¿No le acabo de explicar que tengo el presentimiento de que buscamos a un alemán? Para eso no hace falta que hable bien español, ni que conozca la ciudad. Lo importante es que sea alemán. Y para indagar entre las personas que nos interesan en este caso, tiene que pertenecer a su mismo grupo. Cuando dije que podría ser mi ángel, me refería a mi ángel negro. ¿No era así como llamaban los alemanes a los hombres de las SS? ¿Ángeles negros?

– Nada mejor que un ladrón para atrapar a otro ladrón, ¿no?

– Algo así.

– A mis viejos camaradas no les va a hacer ninguna gracia.

Tienen nombres nuevos, caras nuevas en algunos casos. Nuevos nombres, nuevas caras, y amnesia. Podría llegar a ser muy impopular entre algunos de los hombres más despiadados de Sudamérica. Mejorando lo presente.

– Ya he pensado un modo de tratar el asunto sin que acabe usted muerto.

Sonreí. Era insistente, había que reconocérselo. Empezaba a tener la sensación de que el coronel ya había previsto todas mis objeciones.

– Apuesto que sí, coronel.

– Incluso he estudiado su situación financiera -dijo-. Después de convertir su dinero en el Banco de Londres y Sudamérica, en la sucursal de la calle Bartolomé Mitre, ¿no?

– Menos mal que hay secreto bancario en este país -dije.

– Como sabrá, veinticinco mil chelines austríacos no es mucho. Según mis cálculos tiene unos mil dólares, lo cual no le va a durar mucho en Buenos Aires. Un año, o tal vez menos si hay gastos imprevistos. Y la experiencia me dice que siempre hay gastos imprevistos, sobre todo para un hombre de su posición. Por otro lado, le estoy ofreciendo un trabajo. No del tipo que le ofrecería probablemente Carlos Fuldner, sino uno en el que puede desenvolverse francamente bien.