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– ¿Trabajar para usted? ¿En la policía secreta?

– ¿Por qué no? Tendrá un salario, un despacho en la Casa Rosada, un coche. Hasta tendrá pasaporte. Un pasaporte adecuado. No esa mierda que le han dado en la Cruz Roja. Con un pasaporte válido quizá pudiera volver a Alemania sin tener que responder toda clase de preguntas impertinentes al llegar allí. Al fin y al cabo, sería ciudadano argentino. Piénselo.

– Tal vez sería posible si tuviese los expedientes originales.

– Hice un gesto negativo con la cabeza-. Pero han pasado casi veinte años. Probablemente los expedientes se perdieron durante la guerra.

– No, señor. Están aquí en Buenos Aires. Conseguí que los enviasen desde la jefatura de policía de Alexanderplatz, en Berlín. -¿Ah, sí? ¿Cómo?

El coronel se encogió de hombros modestamente, pero aun así no ocultaba su ufanía. Motivos no le faltaban, todo sea dicho. Me había impresionado.

– La verdad es que no me costó mucho. A los americanos les desagradan Perón y los generales, pero a los rusos no. Además, la Delegación Argentina para la Inmigración en Europa tiene muchos amigos en Alemania. Como sabrá mejor que nadie. Si la DAIE puede sacar a Eichmann de Alemania, no creo que le cueste mucho sacar unos papeles viejos.

– Lo felicito, coronel. Parece que lo ha pensado todo.

– En Buenos Aires más vale saberlo todo que saber demasiado -dijo el coronel.

Cruzó las piernas y recogió una pelusa de la rodilla mientras esperaba pacientemente mi respuesta. Yo estaba seguro de que iba a ganarle con un triunfo, pero su gélida mirada me hizo pensar que todavía escondía un as en la manga.

– Por favor, no crea que no me halaga su ofrecimiento -le dije-. Pero ahora mismo tengo otras cosas en mente. Lo ha pensado todo, es cierto. Salvo la única razón por la que no voy a trabajar con usted. Mire, coronel, no me encuentro bien. Tuve palpitaciones cardíacas en el barco. Pensé que era un infarto. He ido a ver al doctor Espejo, el que me recomendó Perón. Y dice que no tengo ninguna afección cardíaca y que las palpitaciones se deben a una tirotoxicosis. Tengo cáncer de tiroides, coronel Montalbán. Por eso no voy a trabajar con usted.

CAPITULO 5

BUENOS AIRES. 1950

El coronel Montalbán se quitó las gafas y empezó a limpiar las lentes tintadas con el extremo de su corbata de lana. Procuraba no sonreír para no herir mis sentimientos, pero me di cuenta de que en realidad le daba lo mismo. Era como si intentase no descubrir de golpe todo el pastel.

Me imaginé lo que era.

– Pero usted ya lo sabía, ¿no?

El coronel se encogió de hombros y continuó con la limpieza.

– ¿Qué clase de país es éste? No hay secreto bancario. No hay ética médica… Supongo que el doctor Espejo es amigo suyo.

– Pues no. Más bien todo lo contrario. Espejo es lo que aquí llamamos un resentido. Un tipo que detesta profundamente a Perón.

– Ya me extrañó que fuera la única persona en esta ciudad que no tiene una fotografía del presidente en la pared. -Hice un gesto negativo con la cabeza-. ¿Y Perón me recomendó un médico que lo detesta? No entiendo.

– Antes mencionó usted a los oyentes.

– Y usted tiene un micrófono instalado en su consulta -dije con una sonrisa.

– Varios.

– Supongo que así se puede comprobar si el diagnóstico es honesto.

– ¿Acaso piensa usted que el suyo no lo es?

– Desde luego, no me pareció que Espejo me ocultase nada.

El tipo tiene un buen gancho de izquierda. Hacía tiempo que no me atizaban uno así en la barbilla. -Hice una pausa-. No me dirá que se anduvo con miramientos.

– En absoluto -dijo el coronel-. Espejo es un buen médico. Pero los hay mejores. Si yo fuera usted, Herr Gunther, consultaría con alguien más experto que Espejo en estos asuntos. Un especialista.

– Eso es muy caro. Demasiado caro para mis mil dólares.

– Razón de más para que trabaje conmigo. Aquí en Argentina tenemos un dicho: «No confiaré en vos hasta que te cuente un secreto». Y eso es lo que voy a hacer. Voy a confiarle uno de los grandes secretos del país. Luego tendrá que ayudarme y yo tendré que ayudarle a usted. Será un signo de buena fe entre nosotros.

– ¿Y si prefiero no saber lo que usted sabe?

– No puedo contarle B si no le cuento también A. Le contaré primero B y luego puede que usted adivine A. El doctor George Pack es uno de los mejores oncólogos del mundo. Trabaja como especialista en el Memorial Sloan-Kettering Cancer Center de Nueva York. Allí atiende a pacientes como los Rockefeller y los Astor. Pero viene con frecuencia a Buenos Aires.

– A tratar a alguien no menos importante, sin duda -dije-. ¿El general?

El coronel negó con la cabeza.

– ¿La esposa del general?

– . Pero no lo sabe ni ella -dijo el coronel, mientras asentía con la cabeza.

– ¿Es posible?

– Lo es si el general así lo desea. Evita cree que tiene un problema femenino. Pero es otra cosa. Ya he hablado con el doctor Pack. Y, como favor al general, ha aceptado tratarlo a usted la próxima vez que venga al país. Nosotros correremos con los gastos, por supuesto. -El coronel levantó las manos-. Así que ya ve, no tiene elección, ni excusas para rechazar la oferta. No hay ninguna objeción en la que no haya pensado yo antes.

– De acuerdo -dije-. Sé reconocer las derrotas. Parece confiar mucho en mis capacidades, coronel.

– ¿Tan difícil es aceptar mi admiración por sus capacidades forenses, Herr Gunther? Lo mismo cabría decir de usted y Ernst Gennat, ¿no? O del otro gran detective de Berlín, Bernard Weiss. Eran sus mentores. Sus propios héroes.

– Durante un tiempo, sí lo fueron -dije-. De todos modos, parece que se ha tornado muchas molestias para que yo investigue un crimen y la desaparición de una chica.

– Aunque le parezca mentira, Herr Gunther, no me he tornado ninguna molestia. Conseguirnos que nos enviasen unos viejos documentos desde Berlín. Ahora le ofrecemos un trabajo. Le pagarnos algo de dinero. Contratamos a un médico para que trate su enfermedad. Son cosas fáciles de arreglar cuando se es un hombre de mi posición. ¿Hay algo más sencillo?

– Visto así…

– Da la casualidad -añadió- de que la desaparecida no es una chica cualquiera. Fabienne Van Bader es muy paquete, como decirnos aquí. Gente elegante. Su padre, Kurt Van Bader, es un buen amigo de los Perón, además de ser el director del Banco Germánico de Buenos Aires. Por supuesto, la policía pone todos los medios para encontrarla. Usted será sólo una parte de esos medios. Puede que ya esté muerta. Puede, como ha sugerido usted, que sólo se haya escapado de casa. Aunque, francamente, es un poco joven para tener novio; sólo tiene catorce años. De Grete Wohlauf se encargará la policía regular, pero Fabienne es un caso diferente. Y es el caso en que debería concentrarse usted. Si no me equivoco, las desapariciones eran una de sus especialidades cuando dejó la policía de Berlín en 1933, cuando era detective privado.

– Parece que lo sabe todo sobre mí, coronel-dije-. Demasiado.

– Demasiado, no. Sólo sé todo lo importante. Para los fines de su investigación debe presuponer que nuestro asesino potencial es alemán y limitarse a la comunidad de inmigrantes recientes, así como los de origen germano-argentino. Buscamos a un psicópata, sí, pero también necesitamos pistas sobre el paradero de la joven Fabienne Von Bader.

– No será fácil interrogar a mis viejos camaradas.

– Por ello debe elegir bien las preguntas. Debe intentar que parezcan preguntas inocentes.

– Usted no los conoce -dije-. Para ellos no existen las preguntas inocentes.

– La Cruz Roja es una institución admirable -dijo el coronel-. Pero para ir a cualquier otro lugar fuera de este país, a Alemania por ejemplo, se necesita pasaporte argentino. Para conseguir este pasaporte hay que demostrar buena conducta como residente en Argentina. Después se emite un certificado de buena conducta. Con un certificado de buena conducta se puede solicitar un pasaporte en un juzgado de primera instancia. He pensado que una buena tapadera para su investigación sería decir que se encarga de comprobar historiales para el Servicio de Informaciones de Estado (la SIDE) con el fin de evaluar la idoneidad de los candidatos para la obtención del certificado de buena conducta. De ese modo puede entrometerse en el pasado de sus viejos camaradas con total impunidad. Me atrevo a decir que la mayoría estará dispuesta a responder todas sus preguntas, Herr Gunther, por muy impertinentes que sean. ¿Cómo no van a querer sus camaradas un pasaporte con un nuevo nombre?