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Y el engaño cada vez le resultaba más evidente.

Durante las noches de insomnio la atormentaba.

Recordaba un entierro al que había acudido, del mismo modo que todos los demás -los senadores y los congresistas, los gobernadores y demás gente importante que querían participar del Gran Luto Norteamericano- habían acudido a diversos funerales y ceremonias de homenaje, bien visibles para los fotógrafos y los periodistas. La difunta era una mujer, una secretaria recién contratada de una compañía que tenía sus locales en la plata setenta y tres de la Torre Norte.

El viudo apenas rozaba los treinta años. Estaba ahí sentado, en el primer banco de la capilla, y movía levemente las rodillas. Junto a él había una chiquilla de unos seis o siete años que acariciaba una y otra vez la mano de su padre, de un modo casi maniático, como si ya entendiera que su papá estaba a punto de perder la razón y quisiera recordarle que ella seguía existiendo. Los fotógrafos se concentraban en los pequeños, en los gemelos de dos o tres años y en la hermosa niña, vestida de negro, como no se debe vestir a ningún niño. Helen Bentley, en cambio, miró al padre en el momento en que pasó por delante del ataúd. Y no fue pena lo que vio, no la pena tal y como ella la conocía. El rostro del viudo estaba contraído de desesperación y miedo; era puro pánico. Aquel hombre era incapaz de concebir cómo podría seguir avanzando el mundo. No tenía la menor idea de cómo iba a conseguir ocuparse de los niños, de cómo se las iba a apañar para reunir el dinero suficiente para el alquiler y el colegio, de cómo reunir fuerzas para educar a tres hijos completamente solo. Tuvo sus quince minutos de fama porque su mujer había estado en el lugar equivocado en el momento erróneo y, de modo absurdo, había sido elevada a heroína norteamericana.

«Los utilizamos», pensó Helen Bentley mirando el oscuro fiordo de Oslo a través de las ventanas panorámicas que daban hacia el sur. El cielo aún tenía una extraña luz azul pálido, como si no fuera capaz de atrapar a la noche. «Los utilizamos como símbolo para conseguir que la gente cerrara filas. Y lo logramos Pero ¿qué estará haciendo ahora? ¿Qué le pasó? ¿Por qué nunca me he atrevido a investigarlo?»

Los guardias estaban ahí fuera. En los pasillos, en las habitaciones que la rodeaban, en los tejados de las casas y en los coches aparcados; estaban por todas partes y cuidaban de ella.

No le quedaba más remedio que dormir; la cama la atraía, con sus grandes almohadas de plumas, como las que recordaba en su cuarto del desván, en casa de su abuela, en Minnesota, cuando era una niña y estaba bendecida con tan poco saber que podía librarse del mundo con sólo echarse un edredón de cuadros por encima de la cabeza.

Esta vez el pueblo no iba a cerrar filas. Por eso esta situación era peor. Infinitamente más amenazadora.

Lo último que hizo antes de dormirse fue poner la alarma de su propio teléfono móvil. Eran las dos y media, y ya estaba empezando a amanecer.

Martes, 17 de Mayo de 2005

Capítulo 1

Como de costumbre, el Día Nacional dio comienzo con el albor del día. La Policía de Oslo ya había llevado a comisaría a más de veinte adolescentes borrachos y vestidos de rojo que dormían la mona a la espera de que llegaran sus padres para sacarlos bajo fianza con una condescendiente sonrisa en la boca. El resto de los miles de alumnos que acababa ese año el bachillerato hacían lo que podían para impedir que alguno se quedara dormido para la celebración. Sus autobuses baratos con equipos de música carísimos recorrían zumbando las calles. Algún que otro niño pequeño estaba ya en la calle con sus mejores ropas. Corrían como cachorros tras los autobuses pintados, mendigando tarjetas a los adolescentes. En los cementerios, los grupos de veteranos de guerra -que cada año eran más reducidos- se congregaban para celebrar calladamente la paz y la libertad. Las bandas de música se arrastraban por la ciudad marchando con tibieza. Los golpes de las trompetas se aseguraban de que cualquiera que, contra todo pronóstico, siguiera durmiendo, optara por levantarse y tomar el primer café del día. En los parques de la ciudad algún que otro yonqui asomaba aturdido la cabeza entre las mantas y las bolsas de plástico, sin acabar de aclararse con lo que estaba pasando.

El tiempo era como solía ser. La capa de nubes se resquebrajaba por el sur, pero no había indicios de que fuera a hacer un día calmado. Al contrario, había razones para temerse algún que otro chubasco, a juzgar por el tono gris del cielo por el norte. La mayoría de los árboles seguían medio desnudos, aunque los abedules ya tenían brotes y amentos cargados de polen. Por todo el país los padres vestían a sus hijos con ropa interior de lana, aunque éstos ya habían empezado a dar la lata con que les compraran helados y perritos calientes. Las banderas ondeaban en el fuerte viento.

El reino estaba listo para la celebración.

Delante de un hotel del centro de Oslo, una agente de policía se encogía de frío. Llevaba allí toda la noche. Miraba el reloj con frecuencia creciente, y con toda la discreción posible. No tardarían en venir a relevarla. De vez en cuando había intercambiado algunas palabras furtivas con un compañero que estaba apostado cincuenta o sesenta metros más allá, pero por lo demás la noche se le había hecho interminable. Durante un tiempo había intentado matar el rato jugando a adivinar quién podía ser un guardaespaldas, pero el flujo de gente que iba y venía había remitido en torno a las dos. Por lo que podía apreciar, no había guardaespaldas en los tejados y ningún coche oscuro y fácilmente reconocible, cargado de agentes secretos, había pasado por allí desde que, poco después de la medianoche, apearon a la Presidenta estadounidense y la acompañaron al interior del hotel. Pero era evidente que andaban por ahí. Eso lo sabía hasta ella, por mucho que no fuera más que una pobre policía a la que habían colocado ahí de adorno, con su uniforme recién salido de la tintorería, y que estaba cogiendo una cistitis de tanto frío.

Un cortejo de coches se aproximaba a la entrada principal del hotel. Normalmente la calle estaba abierta a la libre circulación, pero ahora la habían bloqueado con vallas metálicas y se había transformado en una explanada alargada y provisional ante la modesta entrada.

La agente abrió dos de las barreras, tal y como le habían indicado que hiciera. Luego se retiró hacia la acera y dio un par de pasos tentativos hacia la entrada. Tal vez tuviera oportunidad de ver a la Presidenta de cerca ahora que venían a buscarla para un desayuno de gala. Hubiera agradecido esa recompensa tras aquella noche infernal. Y tampoco es que le concediera demasiada importancia a ese tipo de cosas, pero la señora, al fin y al cabo, era la mujer más poderosa del planeta.

Nadie la detuvo.

En el momento en que frenó el primer coche, un hombre se precipitó hacia afuera por las puertas giratorias del hotel. No llevaba abrigo ni nada que le protegiera la cabeza. Tenía un walkie-talkie amarrado a una cinta sobre el hombro, y la agente vislumbró la funda de una pistola bajo su chaqueta abierta. El rostro era llamativamente inexpresivo.

Un hombre con traje oscuro salió del asiento trasero del primer coche. Era pequeño y compacto. Antes de que hubiera acabado de bajarse, el hombre que salía a su encuentro con el walkie-talkie ya lo había agarrado del brazo. Se quedaron así durante unos segundos, el más grande con la mano sobre el brazo del más chico, mientras mantenían una conversación en susurros.

– ¿Qué? What?

El pequeño noruego no tenía la cara de póquer del norteamericano. Por un momento se le abrió la boca, aunque luego se sobrepuso y se enderezó. La policía dio un par de pasos en dirección al coche. Aún no podía distinguir lo que decían.