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A principios de abril fue la boda de doña Agustina y no había finiquitado mayo cuando mi vaticinio empezó a cumplirse, ineluctablemente. Primero me dijeron que el Ñato Acosta ya había dilapidado, en juego y en juergas, alrededor de un millón de pesos de la viuda; después, ante mis propios ojos, bordeando el lago de Palermo en una voiturette con ruedas de color naranja, riendo de oreja a oreja, pasó Acosta rodeado de un ramillete de bulliciosas rubias: imagen que vino a confirmar, de modo más intuitivo que lógico, la primera noticia. Otras novedades trajeron mis informantes: no todo marchaba a la perfección en casa de doña Agustina; había continuas peleas entre los cónyuges y lo más triste es que la señora, por su parte muy enamorada, estaba increíblemente segura del afecto de su joven marido, aunque en más de una ocasión debió apelar al recurso de excluirlo del dormitorio, tras de cuya puerta cerrada ella se ocultaba a derramar lágrimas. Luego el final se precipitó. Ominosamente un diálogo oído en el club obró en mi ánimo como augurio. Estábamos en los baños, desnudos. Bajo la ducha de enfrente yo tenía a ese canallita de Acosta. Un consocio le preguntó:

– ¿Es verdad que doña Agustina te echó de la casa?

– No te preocupes -contestó el Ñato-. Ya me llamará. Es querendona la vieja y cuando pase otra noche sin mí en su cama se pondrá a bramar como una loba.

Pudo la señora enterarse de este desplante o de cualquiera de los que por jactancia festiva repetía entonces entre amigotes el Ñato, que no era delicado con la intimidad de nadie; lo cierto es que doña Agustina muy pronto nos dejó atónitos: entabló juicio de divorcio. El resto ustedes lo saben. A las pocas horas, Acosta se había ahorcado con una de sus famosas corbatas de seda natural.

Los afanes

El primero de mis amigos fue Eladio Heller. Lo siguieron Federico Alberdi, para quien el mundo era claro y sin brillo, los hermanos Hesparrén, el Cabrío Rauch, que descubría los defectos de cada cual; mucho después llegó Milena. Nos reuníamos en la calle 11 de Septiembre, en casa de los padres de Heller: un chalet con techo de tejas francesas, con un jardín que imaginábamos enorme, con senderos rojos, de granzas de ladrillo, rodeando canteros verdes, donde crecían rosales enfermos, a la sombra de copiosas y oscuras magnolias, cargadas, en mi recuerdo, de flores nítidamente blancas. Nuestro lugar predilecto era el garage de los fondos; más precisamente, el automóvil -un Stoddart-Dayton, en continuo proceso de reconstrucción y desarme- que allí guardaban. En esa época, anterior a Milena, la familia de Heller se componía del señor, el dueño del Stoddart-Dayton, un caballero con un largo guardapolvo de franeleta amarillenta; la señora, doña Visitación, diminuta, vivaracha, locuaz, dispuesta a pelear por lo suyo, y Cristina, la hermana, siempre impecable, como sus dos trenzas rubias, siempre detrás de Heller, como un ángel de la guarda ansioso y abnegado, siempre recatada, hasta que algún enojo -con los años la circunstancia fue harto breve- disparaba su carga de acre vulgaridad. Poco antes de desaparecer el padre -partió por ocho días a Santiago de Chile, a una reunión de rotarianos, y ya nadie supo de él- nació Diego, que por ser tan niño no se mezcló con nosotros.

Eladio Heller nos cautivaba y nos repelía con su riqueza y sus inventos. Una noche yo no paraba de ponderar en casa el tren a cuerda que el señor Heller había regalado a Eladio. Otra noche de la misma semana, genuinamente escandalizado, yo movía la cabeza, comentaba, seguro de la aprobación de mis mayores:

– No está bien. No está bien. Algo habrá dicho Eladio, lo cierto es que el señor Heller apareció hoy con una caja inmensa, con un nuevo regalo, con nuevo tren: uno eléctrico.

A la noche siguiente yo volvía apenado. Decía:

– Eladio no tiene remedio. Desarmó las dos locomotoras. (Pronto descubrimos que no hay como vilipendiar al ausente, para dar calor a la convivencia.)

Intuía mi madre:

– En ese niño se oculta un maximalista con barba y todo, un ácrata.

Mi padre corroboraba:

– Destruye por destruir. Será otro presidente radical. Antes de que pasaran veinticuatro horas yo debía reconocer, en una suerte de enfadosa contramarcha:

– Las dos locomotoras funcionan. A la que era eléctrica, le puso cuerda; a la otra, el motor eléctrico. Funcionan perfectamente.

En el garage de 11 de Septiembre vi el primer receptor radiotelefónico de mi vida y el primer transmisor. Si Heller hubiera trabajado únicamente con maderas y con metales, más de una habladuría ingrata se hubiera evitado; pero la verdad es que en el garage solíamos encontrar salpicaduras de sangre. El amor a la mecánica y a las ciencias naturales nos pierde, en ocasiones, por abominables declives. Heller acababa de cumplir doce o trece años, cuando intentó una modificación en la estructura de las palomas mensajeras. Les abrió el cráneo para perfeccionarlas con el aditamiento de piedras de galena, por las que los animales recibirían órdenes enviadas con un transmisor. Nunca olvidaré aquellas pobres palomas, que un rato revolotearon pesadamente por el sombrío sótano de la casa.

A Milena la conocimos en un baile; tanto para ella como para nosotros fue el primero y, por algún tiempo, el último. Nos deslumbró la fiesta, pero más nos deslumbró Milena. Al oírle, demasiado pronto, la sentencia: «Únicamente los tontitos de sociedad van a los bailes», con dolor en el alma comprendimos que no volveríamos a otro. Aquél, lo recuerdo bien, era en el club Belgrano, para Año Nuevo. Nunca fue más verdad lo de Año Nuevo, vida nueva. Milena trajo el cambio. Mirando retrospectivamente las cosas, yo diría que bajo su férula hubo que dar un salto atrás, renunciar a nuestra patética aspiración a ser adultos, lanzarse a los frenéticos deleites de las bandas traviesas. No ignoro el caudal de tontería y de maldad que arrastran tales bandas; mas tampoco soy tan viejo para olvidar los placeres que la nuestra nos deparó: sin duda, el de la camaradería, el del peligro, sobre todo el de ser mandados por Milena, el de participar en secretos con ella, el de estar a su lado.

Milena tenía el pelo castaño -lo llevaba muy corto-, la piel morena, los ojos grandes y verdes (menospreciaba los ojos azules de las Irish-porteñas), las manos cubiertas de mataduras. Era alta y fuerte. Nunca habíamos encontrado una persona menos acomodaticia ni más agresiva; naturalmente acometía contra las preferencias, las costumbres, la familia, los amigos, el mundo de cada cual. En su presencia no aventurábamos opiniones, aunque había un agrado en que nos maltratara, porque lo hacía con increíble vitalidad y empuje. Era resistente, valerosa, obstinada cuando estaba comprometido el amor propio; creo que muy noble. Por mi parte, no he visto una muchacha más vívida. Como observó recientemente Federico Alberdi: