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– ¿Para eso lo mató?

– Para eso, porque es un monstruo. Un monstruo y un degenerado. Yo dije:

– Me temo que sea verdad. La besé en la cara.

– ¿No lo esperas? -preguntó.

– No.

Creo que ella sonreía cuando la dejé. Afuera, bajo el esplendente sol de la mañana, me hallé un poco trémulo: «Qué alivio no estar en esa casa», pensé. «Pobre Milena. Por culpa de Heller vive una pesadilla.»

Diariamente me reunía con los muchachos, para tratar el asunto. Ahora ignoro, como ignoraba entonces, qué podíamos resolver; pero hallaba indispensables nuestras reuniones. Yo era plenamente partidario de Milena; tan absoluto en su defensa que el mismo Largo Hesparrén, siempre del lado de las mujeres, parecía decirme: «Hasta ahí no te acompaño». Tampoco participaban los amigos de mi convicción de que toda la culpa correspondía a Heller. Ante mi severidad, el Cabrío sacudía la cabeza con indulgencia. ¡El Cabrío se permitía recordarme que nadie era tan malo! Yo continuaba impertérrito, como empujado por el destino. ¿Cuánto tiempo transcurrió? Un poco más de una semana, un poco menos de veinte días. Lo recuerdo perfectamente: era de noche, hacía calor, estábamos en las Barrancas de Belgrano. Yo peroraba:

– Si lo dejamos, hará con Milena lo que hizo con el perro. Al fin y al cabo, lo quería más. Yo, les participo, lo increpo y le declaro que es un monstruo.

Llegó el Cabrío, con su aire engolado; ladeó la cabeza, para decir algo, por lo bajo, a Alberdi. Éste exclamó:

– No puede ser.

– ¿Qué no puede ser? -pregunté.

Como si me tuviera lástima, Alberdi no contestó en seguida.

– ¿Qué no puede ser? -insistí-. ¿Por qué no hablan? Alberdi respondió:

– Parece que ha muerto Heller.

– Vamos a 11 de Septiembre -ordenó el Cambado Hesparrén.

Nuestros pasos retumbaron como si lleváramos zapatos de madera. Sin dificultad adivinarán ustedes lo que yo pensaba: «¿Por qué me ocurre esto a mi?». (La muerte de Heller encarada como una circunstancia de mi vida, como una retribución por haberlo yo condenado tan duramente.) También: una tardía intuición del irreemplazable amigo muerto; su inteligencia, continuamente creadora, su afabilidad. ¿Cómo no entendí que Heller vivió con Milena y con nosotros como entre chicos una persona grande?

Ya había gente en la sala, cuando llegamos. Uno después de otro abrazamos a Milena. La rodeamos. Preguntó Alberdi:

– ¿Qué pasó?

– No estaba enfermo -contestó Milena.

– ¿Entonces? -inquirió el Cabrío.

– No imaginen cosas raras. No se suicidó. Dejó de vivir. Se cansó, el pobre, de pelear conmigo y dejó de vivir.

Ocultó la cara entre las manos. La abrazaron los hijos. Antes yo nunca la había visto en su papel de madre; esa condición, para Milena, me parecía tan absurda como la de un muerto, para Heller; tan absurda y casi tan horrenda. Pasamos al escritorio, donde habían puesto a nuestro amigo. Lo miré una última vez. No sé las horas que estuve en una silla. A la madrugada, cuando raleó la gente, me dio por ir y venir entre la pared, donde colgaba el cuadro de Julia Gonzaga, y la chimenea. Con igual ritmo mi pensamiento emprendió un vaivén. Convertida en madre, Milena sucesivamente me repugnó, me conmovió, me atrajo, me infundió respeto. En cuanto a la muerte de Heller, la atribuí a mi deslealtad, la reputé una desgracia infinita, me dije que toda muerte era parte de un proceso natural, dentro del orden de las cosas, como el nacimiento, la adolescencia, la senectud, ni más dramático ni más extraordinario que las estaciones del año.

Quedábamos pocos: nosotros y los dueños de casa. Impensadamente nos arrimamos a la chimenea. Desde un extremo del cuarto, Milena dijo:

– Mucho se van a calentar, junto a la chimenea apagada. Cristina contestó:

– Hace frío.

– No tienen sangre en las venas -replicó airadamente Milena, y vino a sentarse a mi lado.

Instantes después partió; volvió con leña, encendió la chimenea. Mirando a Cristina, exclamó:

– Es verdad. Hace frío.

Cristina preparó café. Ofreció la primera taza a Milena. En un aparte, el Cabrío comentó conmigo y con Alberdi:

– Qué raro si ahora viven en paz. Qué raro si descubrimos que era Heller el que metía cizaña.

– Tal vez ahora vivan en paz, pero eso no probaría que antes Heller metiera cizaña -opinó Alberdi-, sino que Milena y las otras, al morir Heller, abrieron los ojos.

En los días que siguieron, algunos cambios de actitud, más o menos repentinos, parecieron confirmar la opinión de Alberdi. El Cambado Hesparrén me dijo:

– ¿Te fijaste? Se humanizó el mujerío. Milena, la mosca muerta de Cristina, o doña Visitación, que es la bruja en miniatura, empiezan una trifulca y de repente no sabe uno qué les da, pero se vuelven suavecitas y hasta razonables.

Era cierto. No le confesé que en mí yo notaba cambios análogos. Mirando a Milena me decía: «Hay que aprovechar que murió Heller, que está sola» y de pronto me avergonzaba de tanta bajeza, para alentar únicamente sentimientos de amistad. Resumió el Largo Hesparrén:

– Lo tengo observado. Cada uno se dispone a hacer de las suyas, interviene el recuerdo de Heller y el interesado frena en seco. ¿Me explico?

Por aquel entonces Diego llegó de Nueva York, donde trabajó algunos años, después del término de la beca. Milena dijo: «Se parece», y desde el primer momento empezó a pelearlo. Yo creo que en él todos buscábamos a Eladio; queríamos encontrar rastros de nuestro amigo en la manera de ser, de pensar y aun de moverse de su hermano. Encontramos a un excelente muchacho, que no se parecía a Eladio, porque se parecía a todo el mundo. Sobre esta cuestión coincidían conmigo el Cabrío y los Hesparrén, incluso Alberdi. Comparando a Diego con Eladio, descubrí una circunstancia curiosa: el que tenía una permanente expresión de inteligencia era Diego. Si me preguntaran de qué modo miraba Eladio, yo diría que de cualquier modo; en cambio la mirada de Diego desconcertaba por lo viva y alerta, salvo en los momentos de distracción. Nadie pensó que tales momentos revelaran un intelecto pobre.

Ya estábamos a mediados de noviembre. El calor apretaba tanto que no sé cómo pude resfriarme de cabeza, una tarde que nos derretimos en la tribuna, mirando football al rayo de sol. A la vuelta de unos días, cuando empezaba a mejorar, llegó el domingo y bien abrigado fui a ver otro partido. Volví a casa con el cráneo como si le hubieran volcado una bolsa de portland hirviendo; era un hecho: de recaída emprendí una grippe, con fiebre y chuchos. En crisis como ésta yo sobresalgo por mi admirable calma: resolví, pues, dar la espalda al mundo y, hasta la recuperación total de la salud, no asomar la cabeza fuera de las cobijas. Al principio, esta severa conducta fue necesaria, pero después le tomé el gusto a la cama. ¿Por qué negarlo? Yo siempre me entiendo con el ocio. Una tarde estaba echado, oyendo, como un pashá, un partido que la radio transmitía a gritos, con los diarios de la víspera en el suelo y los del día en la cama, con el teléfono bien a mano, por si encontraba pretexto para llamar a Milena, cuando entró una visita: Diego.

Como lo noté nervioso, le pregunté qué pasaba.

– Nada -dijo, y siguió con esa nerviosidad francamente incómoda.

– Algo pasa. Por más que lo niegues, algo pasa -insistí.

Contestó, después de un rato:

– Estuve con Eladio.

La respuesta me irritó sobremanera. Repliqué:

– No te hagas el loco.

– No me hago el loco.

– ¿Entonces?

– Entonces, te digo la verdad. Eladio se aparece.