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Eve recordaba la primera vez que había cruzado las puertas de acero negras de la parte trasera del edificio. Era una principiante uniformada que se codeaba con otras dos docenas de principiantes uniformados. A diferencia de varios de sus compañeros, ella ya había visto la muerte de cerca, pero nunca expuesta, diseccionada y analizada.

Sobre uno de los laboratorios de autopsias había una galería y desde allí los estudiantes, principiantes, periodistas o novelistas, con los permisos pertinentes, podían presenciar en directo las intrincadas artes de la medicina forense.

En cada asiento un monitor ofrecía primeros planos a quienes tenían estómago para verlos.

La mayoría no volvía a hacer una segunda visita. Y muchos no se podían tener en pie al salir.

Eve había salido por sus propios medios y desde entonces había vuelto incontables veces, pero no aguardaba con impaciencia esas visitas.

El blanco esta vez no era la sala de operaciones conocida como el Teatro, sino el laboratorio C, donde Morris realizaba la mayor parte de su trabajo. Eve recorrió el corredor de azulejos blancos y suelo verde manzana. Desde allí se podía oler la muerte. No importaba qué utilizaran para erradicarlo, el olor se colaba a través de los resquicios y puertas, e impregnaba el aire como un inquietante recordatorio de nuestra condición de mortales.

La medicina había erradicado plagas y un montón de enfermedades y dolencias, y ampliado las esperanzas de vida hasta una media de ciento cincuenta años. Y la tecnología de la cirugía estética había asegurado que el ser humano se mantuviera atractivo durante ese siglo y medio.

Podías vivir sin arrugas, sin las manchas causadas por la edad, sin achaques, dolores y huesos que se desintegraban. Pero aun así, tarde o temprano morirías.

Para muchos de los que acudían allí, ese día estaba próximo.

Se detuvo delante de la puerta del laboratorio C, acercó su placa a la cámara de seguridad, y pronunció su nombre y número de identidad en dirección al altavoz. Tras apoyar la mano en el lector de palmas la puerta se abrió.

Era una pequeña y deprimente sala sin ventantas, atestada de instrumentos y llena del zumbido de los ordenadores. Algunos de los instrumentos colocados ordenadamente en los mostradores como en una bandeja de cirujano eran lo bastantes primitivos para hacer estremecer al menos débiclass="underline" sierras, láseres, relucientes escalpelos, mangueras.

En el centro de la habitación había una mesa con canalones para recoger los fluidos y guardarlos en contenedores herméticos y esterilizados que serían analizados más adelante. Tendido en la mesa estaba Fitzhugh, desnudo y exhibiendo las cicatrices de los recientes cortes en forma de Y.

Morris se hallaba sentado en un taburete giratorio delante de un monitor, con la cara muy próxima a la pantalla. Llevaba una bata blanca que le llegaba hasta el suelo. Era una de sus pocas extravagancias, esa bata que ondeaba y se arremolinaba como la capa de un salteador de caminos al recorrer los pasillos. Llevaba su cabello lacio y brillante pulcramente recogido en una larga coleta.

Eve sabía, dado que la había llamado personalmente en lugar de pasarla con uno de sus técnicos, que se trataba de algo inusual.

– ¿Doctor Morris?

– Hummm, teniente -respondió él sin volverse-. Nunca he visto nada parecido en los treinta años que llevo explorando a los muertos. -Se volvió con una revuelo de su bata blanca. Debajo llevaba unos pantalones estrechos y una camiseta de colores llamativos-. Tiene buen aspecto, teniente.

Le dedicó una de sus breves y encantadoras sonrisas, y ella curvó los labios en respuesta.

– Usted también tiene buen aspecto. Se ha quitado la barba.

Él se llevó la mano a lá barbilla y se la frotó. Hasta entonces había llevado una pulcra perilla.

– No me sentaba bien. Pero detesto afeitarme. ¿Qué tal la luna de miel?

Ella se metió las manos en los bolsillos.

– Bien. Tengo mil cosas que hacer, Morris. ¿Qué tiene que enseñarme que no puede hacerlo en pantalla?

– Ciertas cosas requieren atención personal. -Morris acercó el taburete a la mesa de autopsias hasta detenerse con un ligero chirrido de ruedas junto a la cabeza de Fitzhugh-. ¿Qué ve?

Ella bajó la vista.

– Un fiambre.

Morris asintió, aparentemente satisfecho.

– Lo que definiríamos como un cadáver normal y corriente a causa de una pérdida excesiva de sangre, posiblemente autoinfligida.

– ¿Posiblemente?

– A simple vista el suicidio es la conclusión lógica. En su organismo no había drogas, muy poco alcohol, no presenta heridas ni contusiones ofensivas o defensivas, la cantidad de sangre conservada en sus venas coincide con su posición en la bañera, de modo que no se ahogó, y el ángulo de las heridas de las muñecas… -Se acercó, cogió una de las manos pulcramente manicuradas de Fitzhugh por la muñeca, donde los cortes recordaban un lenguage antiguo e intrincado-. También concuerdan con la hipótesis de suicidio: un hombre diestro, ligeramente reclinado. -Hizo una demostración, sosteniendo un cuchillo imaginario-. Se hizo unos cortes muy rápidos y precisos en la muñeca, rajándose la arteria.

Aunque ella ya había examinado las heridas en fotografías, se acercó aún más y volvió a hacerlo.

– ¿Por qué no pudo venir alguien por detrás, inclinarse y abrirle las venas desde el mismo ángulo?

– No es totalmente descartable, pero si ése fuera el caso, esperaría encontrar más heridas defensivas. Si alguien te golpea en la bañera y te corta las venas, tiendes a enfadarte y a oponer resistencia. -Sonrió radiante-. No creo que te recuestes en la bañera para morir desangrado.

– De modo que se inclina por el suicidio.

– No tan deprisa. Estuve a punto… -Se mordió el labio inferior-. Pero he realizado el escáner cerebral exigido cuando se trata o sospecha de un suicidio. Y eso me tiene intrigado.

Acercó el taburete a la terminal de trabajo y le hizo un gesto por encima del hombro para que lo imitara.

– Este es el cerebro -explicó, dando unos golpecitos al órgano que flotaba en un líquido claro y estaba conectado a unos finos cables metálicos que salían de la unidad central del ordenador-. No es normal.

– ¿Hay lesiones en el cerebro?

– Lesiones… En fin, me parece una palabra excesiva para lo que he descubierto. Fíjese aquí, en la pantalla. -Se volvió en el taburete y pulsó varias teclas, y apareció un primer plano del cerebro de Fitzhugh-. De nuevo, a primera vista, es tal como esperamos. Pero si mostramos un corte transversal… -De nuevo pulsó unas teclas y el cerebro se dividió en dos-. Ocurren tantas cosas en esta pequeña masa -murmuró Morris-. Pensamientos, ideas, música, deseos, poesía, ira, odio. La gente habla del corazón, teniente, pero es el cerebro el que contiene toda la magia y el misterio de la especie humana. Nos eleva, nos diferencia y define como individuos. Y los secretos que encierra, bueno, no sabemos si algún día los descubriremos. Fíjese aquí.

Eve se acercó más, tratando de ver lo que él le señalaba con el dedo.

– Sólo veo un cerebro. Poco atractivo pero necesario.

– No se preocupe, a mí también casi me pasó inadvertido. En esta imagen… -continuó mientras en el monitor se sucedían colores y formas- el tejido aparece en tonos azules, de pálidos a oscuros, y el hueso en blanco. Los vasos sanguíneos en rojos. Como puede ver, no hay cóagulos o tumores que indiquen desórdenes neurológicos en ciernes. Ampliar cuadrante B, secciones de la treinta y cinco a la cuarenta, treinta por ciento.

La pantalla vibró y se amplió una sección de la imagen. Eve se inclinó.

– ¿Qué es eso? Parece… ¿qué? ¿Una mancha?

– ¿Verdad? -El médico volvía a sonreír sin apartar los ojos de la pantalla, donde una débil sombra no mayor que un excremento de mosca manchaba el cerebro-. Es casi como una huella dactilar de un niño. Pero cuando vuelves a ampliarlo… -y así lo hizo con unas breves órdenes- parece más bien una quemadura diminuta.

– ¿Cómo es posible hacerse una quemadura dentro del cerebro?

– Exacto. -Visiblemente fascinado, Morris se volvió hacia el cerebro en cuestión-. Nunca he visto nada que se parezca a este diminuto agujerito. No fue causado por un derrame cerebral, ni por un leve ataque de apoplejía, ni por un aneurisma cardíaco. He ejecutado todos los programas de imágenes del cerebro y no he logrado encontrar ninguna causa neurológica que lo explique.

– Pero está allí.

– Así es. Podría no ser nada, o no ser más que un minúsculo defecto que le causaba las vagas jaquecas o mareos de vez en cuando. Sin duda no era letal, pero es curioso. He pedido todos los historiales médicos de Fitzhugh para ver si hay algún análisis o datos sobre esta quemadura.