– ¿Sí, teniente?
– ¿Por qué lleva un mapa tatuado en la cabeza?
Biff sonrió.
– Tengo un pobre sentido de la orientación. Bien, el siguiente modelo continúa el tema.
Eve vio una docena de diseños. Tenía la cabeza he?cha un lío: rayspan en amarillo limón, encaje bretón con terciopelo negro. Cada vez que Mavis lanzaba una ex?clamación, Eve encargaba temerariamente. ¿Qué era en?deudarse de por vida comparado con el bienestar de su mejor amiga?
En cuanto Leonardo le hubo quitado el vestido, Tri?na envolvió a Eve en la túnica.
– Echemos un vistazo a la gloria de la coronación. -Tras quitarle el turbante, sacó un gran peine en forma de horca de entre sus tirabuzones y empezó a moldear.
La sensación inicial de alivio al ver que seguía te?niendo pelo se desvaneció rápidamente al contemplar una serpenteante fuente de color rosa.
– Ya puedes mirar -dijo Trina.
Preparada para lo peor, Eve se dio la vuelta. La mu?jer del espejo no era otra que ella misma. Al principio pensó que había sido una broma, que no le habían toca?do ni un cabello. Luego se fijó bien, acercándose al espe?jo. Habían desaparecido los mechones y las puntas. Su pelo seguía cortado de manera informal, sin estructurar, pero tenía cierta forma. Y, desde luego, antes no tenía ese bonito brillo. Se acomodaba perfectamente a las lí?neas de su cara, el contorno de la frente, la curva de las mejillas. Y cuando sacudió la cabeza, el pelo volvió obe?dientemente a su sitio. Entornados los ojos, se mesó el cabello y vio cómo recuperaba su forma.
– ¿Le has puesto algo de rubio?
– No. Son reflejos naturales. Todo gracias a Sheena. Tienes un pelo de ciervo.
– ¿Qué?
– ¿Nunca has visto una piel de ciervo? Tiene esos to?nos bermejos, castaños, dorados, incluso toques de ne?gro. Eso es lo que hay ahora. Dios ha sido bueno con?tigo. Lo que pasa es que tu antiguo peluquero debe de haber usado unas tijeras de podar, aparte de no saber lo que son los reflejos, claro.
– Se ve bonito.
– Claro. Soy genial.
– Estás guapísima. -De repente, Mavis se llevó las manos a la cara y rompió a llorar-. Y te vas a casar.
– Por Dios, Mavis. Vamos. -Eve le dio unas palmaditas en la espalda.
– Estoy tan borracha, tan contenta… Y tengo tanto miedo, Dallas. Me he quedado sin empleo.
– Lo sé, pequeña. Lo siento mucho. Ya encontrarás otro. Uno mejor.
– Me da igual, no quiero preocuparme. Tendremos una boda magnífica, ¿verdad, Dallas?
– Te lo aseguro.
– Leonardo me está haciendo un vestido con mucho vuelo. Vamos a enseñárselo, Leonardo.
– Mañana. -Él se acerco para abrazarla-. Dallas está cansada.
– Desde luego. Necesita reposar. -Mavis apoyó la cabeza en el hombro de Leonardo-. Trabaja demasia?do. Está preocupada por mí. Yo no quiero qué lo esté, Leonardo. Todo saldrá bien, ¿verdad que sí? Todo irá bien.
– Por supuesto -dijo él lanzando a Eve una mirada inquieta antes de llevarse a Mavis.
Eve los vio partir y suspiró.
– Joder.
– Como si esa pobre pudiera hacer daño a nadie.-Trina frunció el entrecejo mientras recogía sus utensi?lios-. Espero que Pandora esté ardiendo en el infierno.
– ¿La conocía?
– En esta profesión todos la conocíamos. Y la odiá?bamos a muerte. ¿Verdad, Biff?
– Nació mala puta y murió como tal.
– ¿Sólo consumía o también traficaba?
Biff miró de soslayo a Trina y encogió los hom?bros.
– Nunca traficaba abiertamente, pero corrían rumo?res de que siempre estaba bien pertrechada. Dicen que era adicta a Erótica. Le gustaba el sexo, y puede que tra?ficara con su pareja del momento.
– ¿Lo fue usted alguna vez?
Biff sonrió.
– En lo romántico, prefiero los hombres: Son menos complicados.
– ¿Y tú?
– Yo también prefiero a los hombres; por la misma razón. Igual que ella. -Trina cogió su maletín-. La últi?ma pasarela que hice, oí que Pandora mezclaba los nego?cios y el placer. Siempre lucía piedras de relumbrón. Le gustaba decorar su cuerpo con piedras auténticas, pero no le gustaba pagarlas. La gente opinaba que había he?cho algún negocio sucio.
– ¿Sabes el nombre del proveedor?
– No, pero ella siempre andaba con el minienlace arriba y abajo. De eso hará unos tres meses. No sé con quién estaba hablando, pero al menos una de las llama?das fue intergaláctica, porque se cabreó mucho con la demora.
– ¿Llevaba siempre encima un minienlace?
– En este oficio todo el mundo tiene uno. Somos como los médicos.
Era cerca de medianoche cuando Eve se sentó a su mesa. Como no se atrevía a usar el dormitorio, prefirió la suite que utilizaba para trabajar. Programó café y luego olvi?dó tomárselo. Sin Feeney, no le quedaba más alternativa que buscar una ruta indirecta para seguir la pista de una llamada intergaláctica de hacía tres meses hecha desde un minienlace que no tenía.
Al cabo de una hora lo dejó estar y se tumbó en la butaca de dormir. Echaría un sueñecito, se dijo. Pondría su despertador mental a las cinco.
Ilegales, asesinato y dinero, pensó. Todo iba junto. Encontrar al proveedor, pensó medio dormida. Identifi?car la sustancia ilegal.
¿De quién te escondías, Boomer? ¿Cómo llegaste a conseguir una muestra, y la fórmula? ¿Quién te partió los huesos para recuperarlas?
La imagen del cuerpo destrozado iluminó su mente y fue cruelmente apagada. No quería dormirse con eso en la cabeza.
Habría sido mejor elección que lo que acabó soñando.
La obscena luz roja parpadeaba una y otra vez a través de la ventana: ¡sexo! ¡en VIVO! ¡sexo! ¡en VIVO!
Ella sólo tenía ocho años pero era muy avispada. Se preguntó si la gente pagaría por ver sexo en muerto. Tendida en la cama, vio cómo la luz se encendía y apaga?ba. Ella sabía qué era el sexo. Algo feo, doloroso, aterra?dor. Algo ineludible.
Quizá no vendría a casa esta noche. Ella había dejado de rezar para que se cayera en la primera zanja. Pero él siempre venía.
A veces, con mucha suerte, estaba demasiado borra?cho y aturdido para hacer otra cosa que tumbarse en la cama y ponerse a roncar. Esas noches, ella tiritaba de ali?vio y se acurrucaba en el rincón a dormir.
Aún pensaba en escapar, en encontrar el modo de abrir la puerta o de bajar los cinco pisos. Si la noche era de las malas, se imaginaba simplemente saltando desde la ven?tana. La caída sería rápida y luego todo habría acabado.
Él ya no podría hacerle ningún daño. Pero era dema?siado cobarde para saltar.
Al fin y al cabo era sólo una niña, y esta noche tenía hambre. Y tenía frío porque en uno de sus arrebatos él había roto el control de temperatura.
Fue hacia el rincón del cuarto, la excusa para una pe?queña cocina. Aporreó el cajón para ahuyentar a las po?sibles cucarachas. Dentro encontró una chocolatina. La última. Él seguramente le pegaría por comerse la última. Claro que de todos modos le pegaría, conque lo mejor era disfrutar de la chocolatina.
La devoró como un animal y se limpió h boca con el dorso de la mano. Seguía teniendo hambre. Un registro a fondo dio como fruto un pedazo de queso enmoheci?do. No quería ni pensar en lo que podría haber estado mordisqueándolo. Cogió un cuchillo y empezó a reba?nar los bordes estropeados.
Entonces le oyó llegar. El pánico le hizo soltar el cu?chillo, que cayó con estrépito al suelo cuando él entraba.
– ¿Qué estás haciendo, pequeña?
– Nada. Me he despertado. Iba por un poco de agua.
– Claro. -Tenía los ojos vidriosos pero no del todo, vio ella con esperanza-. Echabas de menos a papá. Ven a darme un beso.
Ella apenas podía respirar. Ya no podía respirar, y el sitio entre las piernas donde él le haría daño empezó a palpitarle de dolor.