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Peabody sonrió y luego miró por la ventanilla.

– Lo pensaré.

Capitulo Catorce

Eve había calculado bien. Fichó en la Central a las 9.55 y fue directamente a Interrogatorios. Evitó ir a su despacho, evitó cualquier posible mensaje del coman?dante requiriendo su presencia. Esperaba que para cuan?do tuviera que enfrentarse a él, tendría ya nueva infor?mación que darle.

Redford llegó puntual, eso tenía que admitirlo. Y tan elegante y planchado como la primera vez que Eve le ha?bía visto.

– Teniente, confío en que no tardemos mucho. Es una hora muy inoportuna.

– Entonces empecemos cuanto antes. Siéntese. -Eve cerró la puerta con llave.

En Interrogatorios no había en absoluto una atmós?fera muy agradable. Ni falta que hacía. La mesa era de?masiado pequeña, las sillas muy duras, las paredes sin adornos de ningún tipo. El espejo era, por supuesto, de dos caras y estaba pensado para intimidar todo lo posi?ble al entrevistado. Eve conectó la grabadora y recitó los datos necesarios.

– Señor Redford, tiene usted derecho a un asesor o un representante legal.

– ¿Me está leyendo los derechos, teniente?

– Si me lo pide, lo haré encantada. No se le acusa de nada, pero tiene derecho a un asesor si se le somete a una entrevista formal. ¿Desea un asesor?

– De momento no. -Se quitó una mota de polvo de la manga. Su muñeca brilló en forma de pulsera de oro-. Estoy dispuesto a cooperar en lo que haga falta, como he demostrado viniendo hoy aquí.

– Me gustaría pasarle su declaración previa para que tenga la oportunidad de añadir, suprimir o cambiar cualquier fragmento de la misma. -Introdujo el disco en cuestión. Con mucha impaciencia, Redford escuchó su voz.

– ¿Desea reafirmarse en su declaración?

– Sí, es tan exacta como puedo recordar.

– Muy bien. -Eve recuperó el disco y cruzó las ma?nos-. Usted y la víctima mantenían relaciones sexuales.

– En efecto.

– No era con exclusividad, sin embargo.

– En absoluto. Ninguno de los dos lo deseaba.

– ¿Consumió usted drogas ilegales con la víctima la noche del crimen?

– No.

– ¿En algún otro momento compartió con la víctima el consumo de ilegales?

Redford sonrió y ladeó la cabeza. Eve vio más oro infiltrado en la coleta que le llegaba a los omóplatos.

– No, yo no compartía el gusto de Pandora por los estupefacientes.

– ¿Tenía usted el código de seguridad que abría la casa de la víctima en Nueva York?

– El código de seguridad. -Frunció el entrecejo-. Su?pongo que sí. -Por primera vez pareció intranquilo. Eve casi pudo ver cómo su mente sopesaba la respuesta y las posibles consecuencias-. Supongo que Pandora me lo dio algún día para simplificar las cosas cuando iba a visi?tarla. -Sereno otra vez, sacó su portátil y tecleó unos da?tos-. Sí, aquí lo tengo.

– ¿Utilizó el código para acceder a su casa la noche en que fue asesinada?

– Un sirviente me dejó entrar. No hizo falta usar el código.

– No, claro. Antes del asesinato. ¿Es usted conscien?te de que el sistema de seguridad también conecta y des?conecta el sistema de vídeo?

La cautela volvió a aparecer en los ojos de Redford.

– No sé si la entiendo, teniente.

– Con el código, que según declara obra en su poder, la cámara exterior de seguridad puede ser desactivada. Esa cámara estuvo desactivada durante un período aproximado de una hora después de cometido el asesi?nato. En ese rato, señor Redford, usted declara que estu?vo en su club. A solas. En ese rato, alguien que conocía a la víctima, que estaba en posesión de su código y que co?nocía el funcionamiento del sistema de seguridad de su casa, desactivó el sistema, entró en la casa y al parecer se llevó algo de allí.

– Yo no tenía ningún motivo para hacer ninguna de esas cosas. Estaba en mi club, teniente. Entré y salí con mi llave de código.

– Cualquier socio puede hacer ver que entró y salió sin haberlo hecho. -Eve notó que él se ponía serio-. Us?ted vio una caja, posiblemente china, de anticuario, de la cual ha declarado que la víctima sacó una sustancia y la ingirió. También declara que luego cerró la caja en el to?cador de su dormitorio. La caja no ha sido encontrada. ¿Está seguro de que existe tal caja?

Ahora había hielo en su mirada, pero debajo del mismo, asomando, Eve creyó ver algo más. Pánico no, todavía. Pero sí cautela y preocupación.

– ¿Está seguro de que la caja que describió existe, se?ñor Redford?

– Yo la vi.

– ¿Y la llave?

– ¿La llave? -Cogió un vaso de agua. La mano seguía firme, pero Eve pudo haber jurado que la mente pensaba a toda velocidad-. La llevaba colgada al cuello, de una cadena de oro.

– Ni en el cadáver ni en la escena del crimen se en?contró ninguna llave. Tampoco una cadena.

– Entonces supongo que se la llevó el asesino, ¿ver?dad, teniente?

– ¿Llevaba la llave a la vista?

– No. Pandora… -Su mandíbula estaba tensa-. Muy buena, teniente. Que yo sepa, la llevaba bajo la ropa. Pero como ya he declarado, no soy el único que veía a Pandora sin ropa.

– ¿Por qué le pagaba usted?

– ¿Cómo dice?

– En los últimos dieciocho meses usted hizo transfe?rencias por valor de más de trescientos mil dólares a las cuentas de crédito de la víctima. ¿Por qué?

Redford la miró sin expresión, pero ella vio en sus ojos, por primera vez, el miedo.

– Lo que yo haga con mi dinero es asunto mío.

– Se equivoca. Cuando hay un asesinato la cosa cam?bia. ¿Pandora le estaba chantajeando?

– Eso es ridículo.

– No crea. Ella le amenazó con algo peligroso, emba?razoso para usted, algo con lo que ella disfrutaba. Pan?dora le iba exigiendo pequeños pagos de vez en cuando, y algunos no tan pequeños. Imagino que era el tipo de persona que alardeaba de tener ese poder. Un hombre podría cansarse de esa situación. Un hombre podía ha?ber empezado a ver que sólo quedaba una solución. No era el dinero lo más importante, ¿verdad señor Redford? Era el poder, el dominio, y esa satisfacción personal que ella no dejaba de pasarle por la cara.

Redford empezó a respirar irregularmente, pero sin alterar las facciones.

– Pandora podía llegar a esos extremos, supongo. Pero no tenía nada contra mí, teniente, y yo no hubiera tolerado amenazas.

– ¿Qué habría hecho usted?

– Un hombre en mi posición puede permitirse el lujo de hacer caso omiso. En mi profesión, el éxito importa mucho más que el cotilleo.

– Entonces ¿por qué le pagaba? ¿Por el sexo?

– Eso es un insulto.

– No, imagino que un hombre de su posición no habría pagado por acostarse. Pero eso podía hacerlo to?davía más excitante. ¿Frecuenta usted el Down amp; Dirty, en el East End?

– No frecuento el East End, ni tampoco un club de segunda como ése.

– Pero sabe lo que es. ¿Estuvo alguna vez allí con Pandora?

– No.

– ¿Y solo?

– He dicho que no.

– ¿Dónde estuvo el diez de junio, aproximadamente a las dos de la madrugada?

– ¿Por qué?

– ¿Puede verificar su paradero en esa fecha y hora?

– No sé dónde estuve. No tengo respuesta.

– ¿Sus pagos a Pandora eran pagos de negocios, rega?los tal vez?

– Sí y no. -Golpeó la mesa-. Creo que ahora sí qui?siera consultar a un abogado.

– De acuerdo. Usted manda. Interrumpimos la en?trevista para dejar que un individuo ejerza su derecho a asesoría jurídica. Desconectar. -Eve sonrió-. Es mejor que se lo cuente todo. Que se lo cuente a alguien. Y si no está solo en este asunto, le aconsejo que empiece a pen?sar seriamente en hacer algo. -Se apañó de la mesa-. Afuera hay un teleenlace público.

– Tengo el mío -dijo él muy tieso-. Si es tan amable de decirme dónde puedo hablar en privado. -Cómo no. Venga conmigo.