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– Un producto de belleza. Y no aludió a que era ile?gal ni que tenía efectos peligrosos.

– Entonces no. Necesitaba un patrocinador para po?ner en marcha el negocio. Pretendía lanzar una línea de productos bajo su nombre.

– ¿Le enseñó a usted la fórmula?

– No. Ya le he dicho antes que me engañó, me hizo promesas. De acuerdo, por mi parte fue un fallo. Yo te?nía una adicción sexual hacia ella, y ella explotó esa de?bilidad. Al mismo tiempo, el negocio en sí parecía bue?no. Ella estaba consumiendo el producto en forma de tabletas. Los resultados parecían impresionantes. Se la veía más joven, más en forma. Su energía física y sexual iba en aumento. Bien introducido en el mercado, un producto así podía generar enormes beneficios. Yo que?ría dinero para ciertos proyectos comercialmente arries?gados.

– Y como quería el dinero, le seguía pagando a Pan?dora en pequeñas dosis sin estar del todo informado so?bre el negocio.

– Durante un tiempo. Pero me impacienté. Ella me prometió más cosas. Empecé a sospechar que Pandora intentaba hacerlo sola o que trabajaba con alguien más. Así que cogí una muestra para mí.

– ¿Cogió una muestra?

Redford tardó un poco en contestar, como si estu?viera buscando las palabras adecuadas.

– Le cogí la llave mientras estaba dormida y abrí la caja donde guardaba las tabletas. Pensando en proteger mi inversión, cogí unas cuantas para hacerlas analizar.

– ¿Y cuándo robó la droga, pensando en proteger su inversión?

– El robo no está demostrado -intervino la aboga?da-. Mi cliente había pagado de buena fe por el producto.

– Está bien, lo diré de otra manera. ¿Cuándo decidió interesarse más activamente en su inversión?

– Hace como seis meses. Llevé las muestras a un con?tacto que tengo en un laboratorio químico y le pagué para que me hiciera un informe privado.

– ¿Y qué fue lo que supo?

Redford se miró los dedos.

– Que el producto tenía, en efecto, las propiedades que Pandora había afirmado. Sin embargo, creaba adición, lo cual le daba automáticamente la categoría de ile?gal. También supe que era potencialmente letal si se to?maba regularmente.

– Y como es un hombre honrado, valoró los contras y se retiró del negocio.

– Ser honrado no es un requisito legal -dijo Red?ford-. Y yo tenía una inversión que proteger. Decidí in?vestigar por mi cuenta para ver si los efectos secundarios podían disminuirse o erradicarse. Creo que lo consegui?mos, o casi.

– Utilizó a Fitzgerald como conejillo de indias.

– Eso fue un error. Quizá me puse nervioso porque Pandora no dejaba de pedirme dinero y de insistir en que iba a lanzar el producto. Yo quería cogerle la delan?tera, y sabía que Jerry sería la persona ideal. A cambio de dinero, accedió a probar el producto que mi equipo ha?bía reelaborado. En forma líquida. Pero la ciencia come?te errores, teniente. La droga seguía siendo, como supi?mos demasiado tarde, altamente adictiva.

– ¿Y fatal?

– Eso parece. El proceso ha sido ralentizado, pero sí, creo que aún existe el riesgo de perjuicio físico a largo pla?zo. Un posible efecto secundario del cual yo informé a Jerry hace semanas.

– ¿Antes o después de que Pandora descubriese que usted quería engañarla?

– Creo que fue después, justo después. Por desgra?cia, Jerry y Pandora se pelearon por un puesto. Pando?ra hizo ciertos comentarios sobre su antigua relación con Justin. Por lo que yo sé, y esto es de segunda mano, Jerry le lanzó a la cara el trato que habíamos hecho.

– Y Pandora se lo tomó muy mal.

– Como es lógico, se puso furiosa. En ese momento nuestra relación era, por decir poco, tormentosa. Yo ya había conseguido un espécimen de Capullo Inmortal, resuelto a eliminar los efectos secundarios de la fórmula. No tenía la menor intención, teniente, de introducir en el mercado una sustancia peligrosa. Eso puede respal?darlo mi historial como productor.

– Dejaremos que Ilegales se ocupe de eso. ¿Le ame?nazó Pandora?

– Pandora vivía de amenazas. Uno se acostumbraba a ellas. Yo creía estar en buena posición para ignorarlas. -Redford sonrió, más confiado ahora-. Si ella hubiera ido más lejos, sabiendo qué propiedades contenía esa fórmula yo podía haberla arruinado. No tenía motivos para hacerle daño.

– Su relación era tormentosa y sin embargo usted fue a su casa aquella noche.

– Con la esperanza de llegar a algún acuerdo. Por eso insistí en que Justin y Jerry estuvieran presentes.

– Se acostó con ella.

– Pandora era hermosa y deseable. Sí, me acosté con ella.

– Ella tenía tabletas de esa droga.

– En efecto. Como le he dicho, las guardaba en una caja, en su tocador. -Volvió a sonreír-. Le conté lo de la caja y las tabletas porque supuse, correctamente, que la autopsia revelaría rastros de la sustancia. Me pare?ció bien ser amable. No hice otra cosa que cooperar.

– Cosa fácil, si sabía que yo no iba a encontrar las ta?bletas. Una vez muerta Pandora, usted volvió a por la caja. Para proteger su inversión. No habiendo más pro?ducto que el que usted tenía, y tampoco competidor, las ganancias iban a ser mucho mayores.

– Yo no volví a su casa después. No tenía motivo para hacerlo. Mi producto era superior.

– Ninguno de esos productos podía irrumpir en el mercado, y usted lo sabía. Pero en la calle, el de Pandora hubiera tenido mucho éxito, más que su versión refina?da, aguada, y seguramente muy cara.

– Con más pruebas, más investigación…

– ¿Dinero…? Usted ya le había dado más de trescien?tos mil dólares. Había corrido con muchos gastos para procurarse un espécimen, había pagado al laboratorio, había pagado a Fitzgerald. Supongo que estaría impa?ciente por ver algún beneficio. ¿Cuánto le cobró a Jerry por probar el producto?

– Jerry y yo llegamos a un acuerdo comercial.

– Diez mil por cada entrega -interrumpió Eve, vien?do que daba en el blanco-. Es la cantidad que ella trans?firió tres veces en dos meses a la cuenta que usted tiene en Starlight Station.

– Era una inversión -empezó él.

– Primero le crea la adicción, luego se aprovecha de ella. Usted es un traficante, señor Redford.

La abogada hizo lo que tenía que hacer, convertir un asunto de narcotráfico en un acuerdo entre socios.

– Usted necesitaba contactos en la calle. Boomer siem?pre sucumbía a los encantos del dinero en mano. Pero se entusiasmó, quiso probar el producto. ¿Cómo consiguió él la fórmula? Eso fue una metedura de pata, señor Redford.

– No conozco a nadie que se llame Boomer.

– Usted le vio irse de la lengua en el club, jactarse de que había hecho el gran negocio. Cuando Boomer se metió en un cuarto con Hetta Moppett, usted se puso nervioso. Pero luego él le vio, echó a correr y usted deci?dió que había que actuar.

– Se equivoca de medio a medio, teniente. Yo no co?nozco a esas personas.

– Puede que matara a Hetta por miedo. No quería hacerlo, pero cuando vio que estaba muerta, tuvo que disimular. Y de ahí la exageración en el crimen. Quizá ella le dijo algo antes de morir o quizá no, pero el si?guiente paso era Boomer. Yo diría que a usted empezaba a gustarle la cosa, a juzgar por el modo en que le torturó antes de acabar con él. Pero se confió demasiado, y no se le ocurrió ir a buscar la fórmula a su piso antes de que yo lo hiciera.

Eve se apartó de la mesa y dio una vuelta por la habi?tación.

– Está metido en un lío: la policía tiene una muestra, tiene la fórmula, y Pandora se está desmandando. ¿Qué elección le queda? -Puso las manos encima de la mesa, se acercó a él-. ¿Qué puede hacer uno cuando ve que su in?versión y todas las futuras ganancias se van al garete?