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Casto miró su comida con ceño. Un hombre necesi?taba carne, qué demonios. Buena carne roja. Y en esos centros de salud la consideraban un veneno.

– Tal vez consiguió un código maestro en alguna parte -aventuró Peabody. Había optado por una ensala?da verde, sin aderezar, con la idea de reducir unos cuan?tos gramos-. O un descodificador.

– ¿Y dónde está? -saltó Eve-. Jerry estaba muerta cuando la encontraron. En la habitación no había nin?gún código maestro.

– Puede que la maldita puerta estuviera abierta cuan?do llegó ella. -Asqueado, Casto apartó el plato,

– A mí me parece demasiada suene. De acuerdo, ella oye comentarios sobre Immortality, de que guardan la droga en el almacén para investigar. Tiene síndrome de abstinencia, a pesar de que le han dado algo para tran?quilizarla. Pero ella necesita su droga. Entonces, como caída del cielo, se produce una conmoción en el pasillo. Yo no creo en esas cosas, pero supongamos que fue así, de momento. Se levanta de la cama, el vigilante no está, y ella sale de la habitación. Baja al almacén, aunque no me imagino a dos enfermeros hablando de cómo se llega allí. Con todo, Jerry encuentra el sitio, eso ha quedado demostrado. Pero entrar…

– ¿Qué está pensando, Eve?

Ella miró a Casto.

– Que alguien la ayudó. Alguien quería que ella lle?gase a la droga.

– ¿Cree que alguien del personal la acompañó hasta allí para que pudiera tomar su dosis?

– Es una posibilidad. -Eve desechó la duda que aso?maba a la voz de Casto-. Soborno, promesas, algún admirador. Cuando hayamos revisado los expedien?tes, puede que hallemos algún indicio de conexión. Mientras tanto… -Oyó pitar su comunicador-. Aquí Dallas.

– Lobar, gabinete de identificación. Hemos encon?trado algo interesante aquí abajo, teniente, en el sistema de eliminación de basura. Un código maestro, y tiene las huellas de Fitzgerald.

– Métalo en una bolsa, Lobar. Enseguida estoy ahí.

– Eso explica muchas cosas -empezó a decir Casto. La transmisión le hizo recuperar suficiente apetito como para insistir en la pasta-. Alguien la ayudó, como usted decía. O ella lo cogió de algún puesto de enferme?ras durante el alboroto.

– Una chica muy lista -murmuró Eve-. Lo planea todo al segundo, baja al almacén, abre lo que le da la gana y luego se toma tiempo para arrojar el código. A mí me parece un prodigio de inteligencia.

Peabody tamborileó en la mesa.

– Si primero tomó una dosis de Immortality, como así parece, probablemente se recuperó de golpe. Ella de?bió darse cuenta de que podían pillarla allí, con el código maestro. Si lo tiró a alguna parte, podía decir que se ha?bía perdido, que estaba desorientada.

– Sí. -Casto le dedicó una sonrisa-. Yo apuesto por eso.

– Entonces ¿por qué se quedó? -inquirió Eve-. Ya había tomado su dosis, ¿por qué no se fue corriendo?

– Eve. -La voz de Casto era serena, igual que sus ojos-. Hay una cosa que aún no hemos tenido en cuenta. Quizá lo que quería era morir.

– ¿Una sobredosis deliberada? -Había pensado en esa posibilidad, pero no le gustó la sensación que había provocado en su estómago. La culpa descendió cual nie?bla pegajosa-. ¿Porqué?

Comprendiendo su reacción, Casto le cogió una mano.

– Estaba acorralada. Debía saber que iba a pasarse el resto de su vida encerrada en una celda, en una celda -añadió- sin acceso a la droga. Habría envejecido, perdido su belleza y todo lo que para ella era importan?te. Era una escapatoria, la manera de morir joven y guapa.

– Un suicidio. -Peabody cogió los hilos y los tren?zó-. La combinación que tomó era letal. Si pudo pensar con claridad suficiente para entrar en el almacén, tam?bién pudo pensar en eso. ¿Para qué enfrentarse al escán?dalo y a la cárcel si podía salir del apuro de manera rápi?da y limpia?

– No es la primera vez -dijo él-. En mi trabajo, es bastante normal. La gente no puede vivir con la droga y tampoco sin ella. La utilizan para quitarse de en medio.

– Ninguna nota -dijo Eve con tozudez-. Ningún mensaje.

– Estaba desanimada. Y como usted ha dicho antes, desesperada. -Casto jugueteó con su café-. Si fue un im?pulso, algo que ella creyó que debía hacer y rápido, qui?zá no quiso reflexionar el rato suficiente para dejar un mensaje de despedida. Nadie la obligó, Eve. No hay se?ñales de violencia ni de forcejeo en el cadáver. Pudo ha?ber sido un accidente o pudo ser deliberado. No es pro?bable que se pueda determinar cuál.

– Eso no resuelve los homicidios. Ella no actuó sola.

Casto intercambió una mirada con Peabody.

– Tal vez no. Pero el hecho es que la influencia de la droga puede explicar por qué lo hizo así. Usted podrá seguir machacando a Redford y a Young. Ninguno de los dos debería salir impune de esto, claro está. Pero va a tener que cerrar este caso tarde o temprano. -Dejó la taza sobre la mesa-. Dése un respiro, Dallas.

– Vaya, qué bonito. -Justin Young se aproximó a la mesa. Sus ojos, hundidos y con un cerco rojo, se clava?ron en Eve-. ¿Nada le quita el apetito, maldita zorra?

Casto empezó a levantarse de la silla pero Eve levantó un dedo indicándole que se sentara. Decidió dejar a un lado la compasión.

– Sus abogados han conseguido sacarle, ¿eh, Justin?

– Exacto, sólo ha hecho falta que muriese Jerry para empujarles a conceder la fianza. Mi abogado me ha di?cho que con los últimos acontecimientos (así lo expresó el muy hijoputa) el caso está prácticamente cerrado. Jerry es una asesina múltiple, una drogadicta, una muer?ta, y yo quedo como inocente. Qué fácil, ¿verdad?

– ¿Le parece? -dijo Eve sin alterarse.

– Usted la mató. -Justin se inclinó sobre la mesa, ha?ciendo saltar los cubiertos-. ¿Por qué no le rajó el cuello con un cuchillo? Jerry necesitaba ayuda, comprensión, un poco de compasión. Pero usted siguió pinchándola hasta que ella se vino abajo. Y ahora está muerta. ¿Se da usted cuenta? -Sus ojos se llenaron de lágrimas-.Ella ha muerto y usted ha conseguido una bonita estrella por atrapar al asesino. Pero tengo noticias para usted, te?niente. Jerry no mató a nadie. Usted, en cambio, sí. Esto no se ha terminado. -Barrió la mesa con un brazo, lan?zando platos al suelo con la consiguiente rotura de loza-. Esto no terminará aquí, no señor.

Eve suspiró mientras.Young se alejaba.

– No, supongo que no -dijo.

Capitulo Veinte

Nunca había vivido una semana tan rápida. Y se sentía brutalmente sola. Todo el mundo consideraba ce?rrado el caso, incluidos la oficina del fiscal y su propio jefe, el comandante Whitney. El cadáver de Jerry Fitzgerald fue incinerado, y archivado su último interroga?torio.

Los media, como era de esperar, se pusieron las bo?tas. La vida secreta de una top model. La asesina de la cara perfecta. La búsqueda de la inmortalidad deja una estela de muertos.

Eve tenía otros casos, también otras obligaciones que cumplir, pero pasaba todos los momentos libres revisan?do el caso, repasando las pruebas y tratando de pergeñar nuevas teorías hasta que incluso Peabody le dijo que lo dejara.

Intentó solucionar los pequeños detalles de la boda que Roarke le había pedido que arreglara. Pero ¿qué sabía ella de menús, surtido de vinos y disposición de asientos? Finalmente, se tragó el orgullo y le endilgó la tarea a un re?funfuñante Summerset.

Y tuvo que oír, en tono didáctico, que la esposa de un hombre de la posición de Roarke tendría que apren?der las bases de la vida social.

Ella le dijo que la dejara en paz, y ambos se pusieron a hacer lo que mejor sabían. En el fondo, lo que más te?mía Eve era que estuvieran empezando a caerse bien.

Roarke fue al despacho de Eve y meneó la cabeza. Iban a casarse al día siguiente. Dentro de menos de veinte ho?ras. ¿Estaba la novia probándose el traje de boda, bañán?dose en fragantes perfumes o fantaseando sobre su vida futura?