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El túnel aparecería en cualquier momento. Por lo que recordaba, tendría unos quinientos metros de largo y atravesaba los Downs. Dejaron atrás la señal de «Prohibido adelantar» y penetraron en la oscuridad débilmente iluminada del túnel a unos 175 kilómetros por hora. Al instante, Vic pasó al carril interior, pisó el freno, redujo y encendió las luces de emergencia.

– Vic… ¿qué diablos…?

Pero él no le respondió. Miraba por el retrovisor, observando la hilera de coches que los adelantaban a toda velocidad. Y ahora el Toyota se acercaba. Vic se puso tenso porque sabía que tenía que sincronizarlo todo a la perfección. El Toyota indicó que iba a adelantarles y comenzó a desplazarse, pero al instante unas luces parpadearon y una bocina pitó. Un Porsche pasó como un bólido y el Toyota, frenando bruscamente, tuvo que volver al carril interior.

¡Estupendo!

Vic tiró del freno de mano del Land Rover tan fuerte como pudo, sabiendo que detendría el coche sin que se encendieran las luces de frenado.

– ¡Agárrate! -gritó, y soltó el freno y aceleró.

Detrás, unas ruedas chirriaron, pero cuando el Toyota chocó con ellos, ya habían ganado un poco de velocidad. El impacto fue ligero, tan sólo una sacudida mínima que apenas notó, y el sonido de cristales rotos.

– ¡Sal! -gritó Vic.

El hombre abrió deprisa la puerta, se bajó de un salto y corrió hacia atrás para evaluar los daños. Lo único que le preocupaba era la parte de delante del Toyota. Parecía estar bien: la calandra estaba hundida, tenía un faro roto, pero no goteaba ni aceite ni agua.

– ¡Coge las maletas, joder! -le gritó a Ashley, que caminaba asustada hacia él-. ¡Las putas maletas, mujer!

Vic abrió de golpe la puerta del conductor del Toyota. El conductor era aún más enclenque de lo que le había parecido al adelantarlo. Pasaba de largo de los ochenta, tenía la cara llena de manchas de vejez, el pelo ralo y gafas de culo de botella.

– ¡Eh! ¿Qué… qué se cree… qué? -dijo el hombre.

Vic le desabrochó el cinturón de seguridad, consciente de que estaba deteniéndose un coche detrás de ellos. Luego le quitó las gafas para desorientarlo.

– Te meteré en la ambulancia, tío.

– Yo no necesito una puta…

Vic sacó al hombre, lo agarró por los hombros, lo colocó en el asiento de atrás del Land Rover y cerró la puerta. Un hombre barrigón de mediana edad que acababa de bajarse de un monovolumen Ford que había parado detrás del Toyota se acercó corriendo a Vic.

– ¿Necesita ayuda?

– Sí, pobre hombre. Creo que le ha dado un ataque… Iba dando volantazos.

Un camión pasó ruidosamente, luego dos motos. Ashley gritó.

– Por el amor de Dios, ayúdame, Vic. ¡No puedo yo sola con estas malditas maletas!

– ¡Déjalas, joder!

– Tengo todos mis papeles ahí dentro…

Vic vio que el hombre barrigón miraba a Ashley de manera extraña y decidió que la solución más rápida era dejarlo fuera de combate. Le dio un puñetazo y lo apoyó en la parte delantera de su Ford.

Luego cargaron deprisa la bolsa de deporte de Vic y dos de las maletas de Ashley en el Toyota y se subieron al coche. Vic puso la marcha atrás y, luego, con un chirrido que supuso que provenía de la correa del ventilador, retrocedió unos metros. Entonces puso la primera y el coche dio una sacudida. Miró el retrovisor, luego aceleró, pasó por delante del Land Rover y pisó el acelerador tan a fondo cómo le permitió el viejo y destartalado Toyota hacia la luz cada vez más cercana al final del túnel.

Ashley lo miraba impresionada.

– Muy astuto -le dijo.

– ¿Ves el puto helicóptero? -preguntó Vic entrecerrando los ojos al salir de nuevo a la luz brillante.

Ashley se revolvió en el asiento, estiró el cuello para mirar primero por el parabrisas delantero y luego por el de la parte de atrás.

– ¡No nos sigue! -exclamó-. ¡Está sobrevolando el túnel! Espera, genial, ¡vuelve a la entrada!

– ¡De puta madre!

Vic tomó la primera salida de la autovía, que estaba a kilómetro y medio. Los llevó a la expansión descontrolada, medio urbana medio industrial, de Southwick, el barrio que separaba Brighton y Hove de Shoreham. Disponían de unos minutos de ventaja antes de que la policía tuviera la descripción de este coche y, quizá, con un poco de suerte, el viejo imbécil del propietario no recordaría la matrícula, esperó Vic.

– De acuerdo, ¿adónde diablos vamos, Vic?

– Al único lugar donde la policía no nos busca.

– ¿Que es?

– Michael y Mark tienen un barco, ¿verdad? Un yate como Dios manda. ¿Has estado?

– Sí, ya te lo dije. Hemos salido a navegar en él algunas veces.

– Es lo bastante grande como para cruzar el canal, ¿verdad?

– El tipo al que se lo compraron cruzó el Atlántico.

– Bien. Tú y yo sabemos navegar.

– Sí.

Ashley recordaba varias vacaciones en barco en Australia y en Canadá. Habían alquilado un yate y se habían hecho a la mar ellos solos. Eran algunos de los pocos momentos felices y tranquilos de su vida.

– Pues ahora ya sabes adónde vamos. A menos que tengas una idea mejor.

– ¿Vamos a coger su barco?

– Zarparemos cuando anochezca.

Ahora se encontraban en una carretera principal concurrida, con casas pareadas a cada lado, bastante apartadas de la calzada. Aminoró la marcha al acercarse a un semáforo y vio una calle comercial delante a ambos lados de la carretera. Luego, mientras frenaba, se le cayó el alma a los pies. Unas luces blancas brillantes llenaron el retrovisor. Oyó el pitido agudo de una sirena de dos tonos. Vio parpadear una luz azul, oyó el ruido de un motor acelerando al máximo; luego un policía en motocicleta se colocó a la altura de su ventanilla y le indicó que se bajara.

Vic pisó el acelerador y se dirigió hacia las luces, cruzándose en el camino de un camión pesado.

– Mierda -dijo Ashley.

Al cabo de unos momentos, con la sirena puesta, la moto volvió a colocarse a su lado, y el poli le indicó con firmeza que se detuviera, pero Vic dio un volantazo hacia la derecha, golpeó a propósito la moto y la tiró al suelo. Por el retrovisor, vislumbró fugazmente al policía, rodando por el asfalto.

Presa del pánico, Vic vio un buzón delante de él y una calle lateral que parecía tranquila. Entró bruscamente, se oyó el sonido de las bolsas deslizándose en el asiento de atrás, luego aceleró por la avenida flanqueada de árboles. Comenzó a llover de nuevo y toqueteó los mandos hasta que encontró los limpiaparabrisas y los activó. Llegaron a un cruce, con una iglesia enfrente.

– ¿Sabes dónde estamos?

– El puerto no puede quedar lejos -dijo.

Siguió conduciendo por un laberinto de calles residenciales tranquilas. Luego, de repente, salieron a una calle mayor estrecha y animada, con coches que avanzaban despacio por ella.

– ¡Allí! -Vic señaló hacia delante-. ¡Allí está el puerto!

Al final de la calle, llegaron a un cruce con la principal calle costera que recorría todo el paseo marítimo de Brighton y Hove, pasando por el puerto de Shoreham y luego por las márgenes del río Adur.

– ¿Dónde está el barco?

– En el Club Náutico de Sussex -dijo-. Tienes que girar a la izquierda.

Se acercaba un autobús, deprisa. Iba a esperar para dejarlo pasar cuando un destello de luz blanca en el retrovisor le llamó la atención. Casi con incredulidad, vio una moto de la policía serpenteando por entre el tráfico denso detrás de él. ¿Era el mismo maldito policía al que había tirado al suelo?

Arrancó antes de que pasara el autobús; los neumáticos chirriaron. Luego, unos momentos después, salió de la nada un BMW negro con una luz azul parpadeando en el salpicadero y más luces azules por dentro de la luna trasera. Pasó a toda velocidad entre el autobús y el Toyota y se detuvo delante de él, lo cual le obligó a frenar bruscamente. Encima del parachoques trasero llevaba las palabras «Policía-Parar» escritas con luces rojas que parpadeaban.