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Gøran respiraba con dificultad. La respiración se le aceleraba cada vez más. Sejer se imaginó el coche medio atravesado en la carretera, y a la frágil mujer, pálida de miedo, tocándose la frente.

De repente la voz de Gøran cambió. Se volvió inexpresiva. Como si estuviera leyendo un informe. El joven se enderezó y miró a Sejer.

– «¿Las mujeres indias tienen tanto espacio aquí abajo como las noruegas?», le pregunté, metiéndole la mano entre los muslos. Se volvió completamente loca. Estaba aterrada. Luego consiguió abrir la puerta y se cayó fuera. Corrió hasta el prado presa de pánico.

Y Linda, pensó Sejer, se está acercando en su bicicleta, tal vez esté justo detrás de la curva. En cualquier momento verá el coche.

– Cogí una de las pesas del asiento de atrás y eché a correr tras ella -prosiguió Gøran con voz apagada -. Como estoy en muy buena forma, me resultó muy fácil correr, me ponía cachondo, pero ella también era rápida, corría por la hierba como una jodida liebre. La alcancé en la linde del bosque. Había luz en una de las ventanas de Gunwald, pero, curiosamente, no me importó.

– ¿Ella gritaba?

– No. Tenía bastante con correr. Lo único que yo oía eran los pies por la hierba y mi propia respiración.

– Y la alcanzaste. ¿Qué hiciste entonces?

– Ya no recuerdo nada más.

– Claro que sí. ¿Qué sentiste?

– Me sentía lleno de fuerza. El cuerpo me ardía. Además, ella me parecía tan patética…

– Patética, ¿por qué?

– Todo era patético. El que fuera a quedarse con Jomann. La pinta que tenía. La ropa. Las alhajas. Todas esas baratijas. Y tampoco era joven.

– Tenía treinta y ocho años -dijo Sejer.

– Lo sé. Lo ponía en el periódico.

– ¿Por qué la golpeaste?

– ¿Que por qué? Tenía la pesa en la mano. Ella se encogió, con las manos sobre la cabeza, esperando el golpe.

– Podrías haberte dado la vuelta y haberte marchado.

– No.

– Necesito saber por qué.

– Porque estaba a punto de estallar. Apenas podía respirar.

– ¿La golpeaste repetidas veces?

– No creo.

– ¿Recobraste el aliento cuando ella se desplomó?

– Sí, por fin pude respirar.

– ¿Ella volvió a levantarse, Gøran?

– ¿Cómo?

– ¿Jugaste con ella?

– No. Quería acabar con todo cuanto antes.

– Había huellas vuestras por todo el prado. Esto hay que aclararlo.

– Ya no recuerdo nada más.

– Entonces prosigamos: ¿qué hiciste cuando ella por fin yacía inmóvil en la hierba?

– Me fui al lago Norevann.

– ¿Y qué hiciste con tu ropa?

– La tiré al agua.

– ¿Te pusiste la ropa del gimnasio?

– Supongo que sí.

– ¿Y las pesas?

– En el coche. Una de ellas estaba manchada de sangre.

– Tenías heridas en la cara. ¿Te arañó ella?

– No, que yo recuerde. Me golpeó el pecho con los puños.

– ¿Cuánto tiempo estuviste en el lago, Gøran?

– No lo sé.

– ¿Recuerdas lo que pensaste cuando ibas otra vez en el coche, camino de tu casa?

– Era complicado. Salí de casa de Lillian.

– Ahora estás mezclando la verdad con la mentira, Gøran.

– Pero sé que fue así. La vi en el espejo. Me dijo adiós con la mano desde la ventana, medio escondida detrás de la cortina.

– ¿Por qué volviste al lugar de los hechos?

– ¿Volví?

– ¿Habías perdido algo? ¿Algo que tenías que encontrar a toda costa?

Gøran negó con la cabeza.

– No, pero de pronto me entró pánico. Pensé que la mujer podía seguir con vida, que podría delatarme. Así que me metí de nuevo en el coche y volví a ese lugar. Ella andaba tambaleándose por el prado, como si estuviera completamente borracha. Era una pesadilla. No entendía cómo podía seguir viva.

– Sigue.

– Ella pedía socorro a gritos, pero eran muy débiles. Apenas le quedaba voz. Entonces me vio. Fue curioso, pero levantó una mano para pedirme ayuda. No me reconoció.

– Te habías cambiado de ropa -dijo Sejer en voz baja.

– Sí. Claro.

Gøran perdió el hilo por un instante.

– Luego se desplomó sobre la hierba. No estaba en el mismo sitio que yo la había dejado. Volví a coger la pesa y corrí hacia el prado. Me agaché y la miré. Entonces me reconoció. Su mirada en ese momento era indescriptible. Gritó con un hilo de voz en una lengua que yo no entendía. Tal vez rezara. Luego la golpeé muchas veces. Cuánta vida puede haber en una persona, recuerdo que pensé. Y por fin se quedó inmóvil.

– Las pesas, Gøran. ¿Qué hiciste con ellas?

– No lo recuerdo. Podría haberlas tirado al agua.

– ¿De modo que bajaste otra vez hasta el lago?

– No. Sí. No lo sé.

– ¿Y luego?

– Conduje por ahí un rato.

– Y por fin te fuiste a tu casa. Sigue desde ahí.

– Hablé un poco con mi madre y luego me metí en la ducha.

– ¿Y tu ropa? ¿La del gimnasio?

– La metí en la lavadora. Luego la tiré. No quedó limpia del todo.

– Ahora piensa en esa mujer. ¿Recuerdas cómo iba vestida?

– Llevaba algo oscuro.

– ¿Recuerdas su pelo?

– Era india. Supongo que lo tendría negro.

– ¿Recuerdas si llevaba pendientes?

– No.

– ¿Las manos con las que te pegó?

– Morenas -contestó.

– ¿Llevaba sortijas?

– No lo sé. Ya no sé nada más -murmuró.

Se desplomó sobre la mesa.

– ¿Confiesas haber matado a esa mujer, Poona Bai, el veinte de agosto, a las nueve de la noche?

– ¿Si lo confieso? -preguntó Gøran, asustado. Fue como si de repente se despertara -. No lo sé. Usted me pidió que le mostrara mis imágenes, y eso he hecho.

– ¿Qué debo escribir en el informe, Gøran? ¿Que esas son tus imágenes del asesinato de Poona Bai?

– Algo así. Si es que se puede.

– Es un poco confuso -contestó Sejer, lentamente -. ¿Lo consideras una confesión?

– ¿Confesión?

De nuevo esa mirada asustada en los ojos de Gøran.

– ¿Y a ti qué te parece esto? -preguntó Sejer.

– No lo sé -contestó Gøran, asustado.

– Me has proporcionado algunas imágenes. ¿Podemos llamarlas recuerdos?

– Supongo que sí.

– Tus recuerdos del día veinte de agosto. ¿Un sincero intento de reconstruir lo que ocurrió entre Poona y tú?

– Sí, seguramente.

– Entonces, ¿qué has hecho, Gøran?

El joven volvió a desplomarse sobre la mesa. Desesperado, clavó los dientes en la manga de la camisa.

– Una confesión -admitió -. He hecho una confesión.

23

Friis intentó controlarse.

– ¿Entiendes lo que has hecho? -preguntó con voz ronca -. ¿Entiendes la gravedad de esto?

– Sí -contestó Gøran.

Estaba tumbado en el catre, dormitando. Sentía una gran tranquilidad.

– Has confesado el delito más grave de todos, el que recibe el castigo más severo de la ley, a pesar de que la policía no tiene ni una sola prueba contundente. Ni siquiera saben si van a ser capaces de encausarte con una base tan poco consistente. Y además, han de buscar un jurado dispuesto a condenarte en base a rumores y suposiciones.

Dio unos pasos por la habitación.

– ¿Entiendes lo que has hecho? -repitió.

Gøran miró asombrado a Friis.

– ¿Y si lo hubiera hecho?

– ¿Que si lo hubieras hecho? Dijiste que eras inocente. ¿No lo mantienes?

– Ya no me importa. Tal vez lo hiciera. He pasado tantas horas en esta habitación, formándome tantas ideas que ya no sé lo que es verdad. Todo es verdad y nada es verdad. No me dejan entrenar. Me siento lleno de droga -farfulló.