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– ¿Puede uno cantar en la ducha después de hacer algo así? -repitió Skarre.

– Claro que sí. Aunque tal vez no de alegría.

Se hizo un largo silencio. Skarre estaba dándole vueltas a algo.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó Sejer lentamente.

– En muchas cosas. En Linda Carling y en quién es ella. En qué vio realmente. En Gøran Seter. Que está en manos de esa gente tan de poco fiar.

– Tú lo que quieres es que al final todo encaje -dijo Sejer -. Para que se convierta en una imagen completa. Porque los seres humanos somos así. Pero la realidad no. El que algunas piezas no encajen no significa que Gøran sea inocente.

Volvió a darle la espalda.

– Pero resulta tremendamente irritante, ¿verdad?

Skarre no se daba por vencido.

– Sí -admitió Sejer -. Resulta tremendamente irritante.

– Voy a confesarte algo -dijo Skarre -. Si formara parte del jurado cuando se celebrase el juicio, no me atrevería a juzgarlo culpable.

– No formarás parte del jurado -aseguró Sejer.

Respiró hacia el cristal de la ventana.

– Y por supuesto que Gøran es el mejor hijo de su madre. Es su único hijo.

– ¿Qué crees tú entonces? -preguntó Skarre, todavía vacilante.

Sejer suspiró profundamente y se volvió de nuevo.

– Creo que Gøran estuvo conduciendo su coche después del asesinato sumido en una gran aflicción. Ya había tirado un juego de ropa, y la que se había puesto luego también estaba manchada de sangre. Tuvo que entrar en casa. Tal vez su madre lo viera desde la ventana. La ropa ensangrentada necesitaba una explicación. De manera que se lanzó sobre el perro, y así pudo explicar tanto las heridas como la sangre.

De repente se echó a reír por lo bajo.

– ¿Qué tiene tanta gracia? -preguntó Skarre.

– Estoy pensando en algo. ¿Sabías que una serpiente cascabel es capaz de morder mucho rato después de que le hayan cortado la cabeza?

Skarre miró extrañado las anchas espaldas junto a la ventana.

– ¿Quieres que te pida un taxi? -dijo Sejer sin volverse.

– No, me voy andando.

– Está lejos -objetó Sejer -. Y ese portal tuyo está muy oscuro, coño.

– Hace un tiempo estupendo. Necesito un poco de aire.

– ¿De manera que no estás preocupado?

La pregunta fue seguida de una sonrisa, pero algo de seriedad había en ella.

Skarre evitó responder. Se marchó y Sejer se quedó de pie junto a la ventana. Botones dorados, pensó, sacándoselos del bolsillo de la camisa. Ruedas rajadas. Recorte de periódico sobre un joven desangrándose en la calle. ¿Qué significaba todo eso? Jacob apareció a la luz de la farola. Andaba con pasos largos y audaces por entre los bloques para salir luego a la calle principal. Enseguida fue devorado por la oscuridad.

En el bar de Einar había dos hombres sentados, mirándose fijamente. Ya había pasado la hora de cerrar y todos los demás se habían marchado. La cara de Mode estaba tranquila y una mano firme agarraba el vaso. Einar fumaba cigarrillos liados por él. En la radio sonaba una música suave. Einar había adelgazado. Trabajaba más y comía menos ahora que estaba solo. Mode estaba como siempre. En realidad, tan comedido que no era normal, pensaba Einar, mirándolo de reojo. Tan inalterable. Ya había cerrado la gasolinera. Por la ventana se veía la concha amarilla de Shell brillar en la oscuridad.

– ¿Por qué no hablaron contigo? -preguntó Einar desconfiado.

– Claro que hablaron conmigo.

Einar dio una calada al cigarrillo.

– Pero nunca comprobaron tu coartada, ni nada de eso.

– No tenían ninguna razón para hacerlo.

– Pero a todos los demás nos investigaron a fondo. A mí. A Frank. Por no hablar de Gøran.

– Tú tenías la maleta -dijo Mode en voz baja -. No es de extrañar que te interrogaran.

– Pero tú tuviste que volver en tu coche de la bolera más o menos a la misma hora.

– ¿Tú qué sabes? -preguntó Mode.

– He hablado con la gente. Hay que hacerlo si se quiere estar al día. Tommy dijo que te marchaste a las ocho y media.

– Ah -dijo Mode con una bonita sonrisa -. Así que estás comprobando las coartadas de la gente. Gøran ya ha confesado. ¿De qué sirve entonces?

– Pero luego se retractó. Imagínate que no lo condenan.

– En ese caso nos quedaremos para siempre con este asesinato y seguiremos mirándonos mal los unos a los otros.

– ¿Tú crees? -dijo Mode, y dio un trago de cerveza. Era un hombre muy comedido.

– Sinceramente -contestó Einar, mirándolo -. ¿Tú crees que Gøran es culpable?

– Ni idea -contestó Mode.

– ¿La gente habla de mí? -preguntó Einar -. ¿Has oído algo?

– Comentarios no faltan. Pero no les hagas ni puñetero caso. Gøran está en chirona. Nosotros tenemos que seguir nuestra vida.

Einar apagó el cigarrillo en el cenicero.

– Hay demasiadas cosas que no encajan -dijo -. En el periódico pone que tiró la ropa y las pesas al lago Norevann. Pero no las han encontrado.

– Es imposible encontrar algo en ese fango -dijo Mode.

– Y además surgieron problemas durante la reconstrucción. Seguro que la poli lo estuvo corrigiendo desde el principio para sacarle lo que necesitaban. Es lo que hacen siempre.

– No debe de ser fácil recordar los detalles cuando has andado por una niebla de sangre -dijo Mode.

– ¿Así que sabes de lo que se trataba? ¿Niebla de sangre?

Mode seguía a lo suyo.

– Imagínate ir por ahí con pesas en el coche -dijo -. Supongo que le entra el mono cuando no las tiene cerca. Eso dice bastante.

– La gente lleva muchas cosas en el coche -dijo Einar, escrutando la cara del otro -. Tú vas a todas partes con tu bola. Por cierto, ¿cuánto pesa?

– Diez kilos -contestó Mode con una sonrisa.

– Y te gustan las mujeres exóticas -dijo Einar en plan provocador.

– Ah, ¿sí?

– Saliste con la mayor de los Thuan.

– Tuvimos una pequeña historia. No me arrepiento. Ellas son diferentes.

De nuevo se hizo el silencio. Miraron hacia la negra ventana, pero solo se toparon con sus propios rostros. Apartaron la mirada.

Gunder fue al hospital como de costumbre. Reunió fuerzas para decir algunas palabras.

– Hola, Marie. Por fin se va a celebrar el juicio. Si lo condenan, tendrá que pasar muchos años en la cárcel. Gøran y su abogado recurrirán la sentencia. Dirán que es demasiado severa porque él es muy joven. Yo opino que seguirá siendo joven cuando salga. Un hombre en la treintena tiene toda la vida por delante. No así Poona. Ya no pareces tú, Marie -prosiguió con pesar -. Pero te reconozco por la nariz. Parece más grande que de costumbre. ¡Cuánto tiempo llevas así! No puedo concebirlo. ¿Ha venido Karsten hoy? Lo prometió. Me resulta muy distante. Tal vez a ti también. No estaba nunca en casa, ¿verdad?

Silencio. Escuchó la débil respiración de su hermana. La luz cegadora del techo la hacía parecer más mayor.

– No tengo nada más que decir -prosiguió Gunder con tristeza -. Llevo mucho tiempo hablando. -Agachó la cabeza y fijó la mirada en el elevador de la cama, un pedal junto al suelo. Le dio unas cuantas patadas -. Mañana me traeré un libro. Así podré leerte en voz alta. Será agradable hablar de algo que no sea yo mismo. ¿Qué libro prefieres? Buscaré en la estantería. Puedo leerte Todos los pueblos del mundo, y podremos viajar tú y yo por el mundo entero. A África y a la India.

Notó que se le escapaba una lágrima y se la secó con un nudillo. Levantó la cabeza y miró a su hermana a través de un velo de lágrimas. De repente estaba mirando un ojo despierto. Por la habitación pasó como un murmullo cuando vio la oscura mirada. Ella lo miraba desde un lugar muy lejano, con los ojos llenos de asombro.

Más tarde, cuando los ánimos se serenaron y el médico había examinado a Marie, ella volvió a desaparecer. Gunder no estaba seguro de si lo reconocía. Probablemente se despertaría y volvería a desaparecer varias veces antes de que se despejara del todo. Salió a llamar a Karsten. Notó un atisbo de pánico en la voz de su cuñado. Luego fue a la tumba de Poona y se ocupó de una robusta erica que aguantaba todo, tanto el hielo como el calor. Cavó la fría tierra con las manos y acarició ese pequeño lugar que era de ella. Tocó la cruz de madera y las letras que formaban su precioso nombre. Cuando intentó levantarse de nuevo, no era capaz. El cuerpo se le había quedado rígido, no podía mover los brazos ni las piernas, ni tampoco levantar la cabeza. Al cabo de un rato se quedó frío y aún más rígido. Empezaron a dolerle la espalda y las rodillas. Su cabeza estaba vacía, ningún pesar, ningún miedo, solo un estremecedor vacío. Podría seguir así hasta la llegada de la primavera. No había nada por qué levantarse. Pronto el hielo y la nieve cubrirían todo con una fría capa. Gunder era una escultura helada en cuclillas, con sus manos blancas enterradas en la tierra. Una sombra entró en su campo de visión. El párroco Berg se detuvo junto a él.